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TENTACIONES

Lola se quedó mirando al vacío durante unos segundos. Necesitaba asimilar que tenía una reunión estratégica de ultimísima hora con su maldito jefe (el portento físico, el supermán de los jefes) en su despacho. Solos.

Tenía muy claro que si aquella situación se hubiera dado un año atrás, Lola habría salido del despacho con las braguitas en el bolsillo y Quique se habría quedado sentado en su sillón durante horas para poder recuperarse. Pero ya no era esa Lola. ¿Verdad?

Por una parte no podía evitar echarla de menos. Cuando fue de ese modo, la torturaba pensar que el amor siempre le parecería extraño y ajeno. Ahora que estaba enamorada, la asustaba que fuera ella misma la que pasara de largo en su propia vida. ¿Y si no estaba hecha para sentir amor? ¿Y si no estaba preparada para una relación monógama? Rai tenía veinte años. Eso también era un dato a tener en cuenta.

Finalmente pestañeó, colgó el teléfono que mantenía en su mano derecha y se levantó. Los veinte pasos que la separaban del despacho de su jefe se le hicieron cortísimos. Habría preferido que el camino fuera algo así como un triatlón, para tardar horas y llegar demasiado agotada como para imaginárselo con los pantalones por los tobillos.

Llamó a la puerta educadamente y abrió. Al hacerlo se encontró con Quique concentrado en unos papeles. Ofrecía una imagen soberbia. Era uno de esos chicos que emanaban poder. Y allí, con el pelo castaño revuelto, la corbata mal puesta y la camisa arremangada, parecía el fruto prohibido. Era como una de esas latas de refresco de los anuncios, llenas de gotitas apetecibles de agua. Y Lola se sentía sedienta.

—Pasa y siéntate, por favor —le pidió él sin mirarla.

Ella se sentó frente a él, con la mesa entre los dos, y sacó la documentación que le había pedido. Se la tendió y esperó su reacción, pero… nada fuera de lo común.

Quique se acomodó en su silla, cogió los papeles y se puso a revisarlos mientras se metía nerviosamente la mano derecha entre sus mechones de pelo.

—¿Has traído los datos de…? —Dejó en el aire el final de la frase y asintió para sí mismo.

Mientras tanto, Lola sentía que las bragas le hervían y se maldijo a sí misma. ¿No podía ser una de esas treintañeras cuya libido feneció tras la universidad? Respiró hondo y se convenció de que Rai era mucho más apetecible, sexi y atractivo. La única diferencia era que con él podía y con Quique no… ¿Y si podía? No quería. Remarcó la negación. NO quiero, se dijo.

Quique levantó la mirada hacia ella y sonrió.

—Genial. Estarás contenta. Las cifras son muy buenas. —Lola asintió—. Ven, siéntate aquí, por favor. Quiero enseñarte el nuevo plan de marketing. A ver si entre los dos encontramos sinergias interesantes con tu área.

Lola empujó la silla hasta su lado y se dejó caer en ella, frustrada por el olor delicioso que desprendían su cuello y su ropa. Mientras se acomodaba, sus rodillas chocaron y Lola se apartó, quizá en un gesto demasiado exagerado.

—Tranquila…, no me como a nadie.

El tono oscuro y grave en que lo dijo acabó de excitar a Lola, que fue levantando la mirada. Pasó primero los ojos por los muslos fuertes que se intuían debajo del traje. Después el bulto de su bragueta (¡¡Dios!! ¡¡Hasta podía adivinar que cargaba hacia la izquierda!!). El vientre plano bajo la ropa. Los brazos marcados en la tela de la camisa blanca impoluta.

De la garganta de Lola se escapó un ronroneo. Quique contestó con un sonido similar y se acercó un poco más.

—No te acerques… —le pidió Lola.

—¿Por qué?

—Porque… no.

La mano de Quique se posó sobre la rodilla derecha de Lola y fue subiendo, con una calma pasmosa, por el interior de su muslo. A la vez, se inclinó hacia ella hasta que los labios tocaron su oreja y dijo:

—Esta es una reunión de trabajo, señorita Castaño. Relájese. Después, si quiere, puedo cerrar con llave la puerta. Estoy seguro de que le quema una parte del cuerpo en concreto.

La mano de Quique llegó hasta el vértice de sus piernas y cubrió su sexo por encima de las braguitas. A Lola se le escapó un gemido suave.

—¿Aguantarás una hora? Después te quitaré las braguitas y te follaré inclinada en mi escritorio, ¿vale?

Lola no podía ni respirar. Bajó la mirada hacia el pantalón de él y una erección de película X se marcó bajo la tela. Tragó saliva con dificultad. Quería apartarle la mano de golpe y denunciarlo por acoso. Quería quitarse las bragas y abrir un poco más las piernas.

Los dedos de Quique serpentearon sobre el encaje de sus braguitas y llevó la mano de ella hasta el bulto de su entrepierna.

Lola decidió que a veces la tentación… es demasiado fuerte.

Pensaba en si debía empezar en mamada o en paja cuando la puerta se abrió y la secretaria de Quique, una eficiente señorita con alma de escritora erótica, se quedó mirándolos.

—Disculpe, señor Jara. Necesito que me firme unos documentos. Hola, señorita Castaño. Dejé sobre su mesa el reporting semanal para que le eche un vistazo.

—Muchas gracias, María —dijo Lola levantándose—. Es justo lo que necesitaba ahora.

Ante la atenta mirada de Quique, Lola se levantó, recogió sus papeles y se dirigió hacia la puerta. Cuando la cerraba se le antojó que María, la voluptuosa secretaria, tenía hasta alas. Alas blancas y una corona de luz sobre su cabeza.

Aleluya.

Carmen no estaba lo que se dice de humor. No. En absoluto. Odiaba muchas cosas de la situación en la que se encontraba. La consulta del médico de cabecera. Estar embarazada. No haber podido terminar lo que tenía entre manos en el trabajo. Haber declinado la invitación para celebrar con unas copas el cumpleaños de un compañero. La actitud de Borja.

Borja estaba serio y tirante. A decir verdad, lo que estaba Borja era molesto. Molesto por la manera en la que Carmen estaba encajando el embarazo. Estaba irascible, enfadada y dispuesta a hacer un drama de todo porque… ¡estaba otra vez embarazada! Por supuesto, Borja tampoco lo había planeado así, pero allí estaban. Opinaba que había que resignarse, esperar que todo fuera bien y alegrarse.

Gonzalo se puso a lloriquear metido en el cochecito y los dos lo miraron. Estaban tratando de no ceder ante ese tipo de pataletas. Intentaban evitar que el niño cogiera confianza y carrerilla y terminara siendo un malcriado de impresión.

Gonzalo se revolvió y se arqueó y lanzó un gritito. Borja se acercó al cochecito y le susurró que tenía que portarse bien y estarse quieto. Carmen puso los ojos en blanco. Era un bebé, no entendía esas explicaciones. Un berrido le dio la razón.

—No lo cojas —dijo Borja.

—Está llorando.

—No lo cojas —repitió firme él.

Ella resopló y miró al techo. Gonzalo volvió a berrear y Borja le dio un mordedor que servía como sonajero, pero el niño no quiso ni mirarlo y siguió pataleando y haciendo pucheros.

—Estamos montando un numerito —dijo ella, acercando el cochecito y moviéndolo para calmarlo.

—El numerito lo vamos a montar como cojas al crío en brazos —respondió él.

—Pero ¿¡qué cojones te pasa!? —y al decirlo Carmen alzó un poco la voz.

Borja se levantó, empujó el cochecito y se llevó al niño a pasear, con lo que Gonzalo se calmó casi al momento. Ella se quedó allí mirándolo, resentida. Él no era el que tenía que parar toda su vida para tener un hijo. Treinta años y dos hijos.

Cuando Borja volvió a su lado con el niño ya calmado, Carmen aguantaba las lágrimas.

—Es que no entiendo lo que te pasa —dijo él en tono conciliador—. De verdad que me esfuerzo, pero debo de ser muy bruto y no alcanzo a entenderlo.

—Que no me entiendes salta a la vista —dijo ella, muy «pasivo-agresiva».

—Intento hacer las cosas bien, pero nunca acierto. Haga lo que haga…, nunca acierto.

La resignación con la que Borja hablaba la sorprendió. Se preguntó durante un fugaz segundo si no sería que estaba insoportable, pero se lo negó a sí misma enseguida.

—Carmen Carrasco —llamó una enfermera.

Borja se levantó pero ella le pidió que se quedara fuera con el cochecito. Después entró en la consulta haciendo resonar sus tacones.

—Buenas tardes. Siéntate ahí —le dijo una doctora maquillada hasta las cejas con sombra morada, rosa y azul—. Cuéntame, Carmen…

—Estoy embarazada —dijo con desgana— y me duele mucho la espalda. No sé qué puedo tomar y qué no…

La doctora se quedó mirándola.

—¿Algo más?

—No —respondió a punto de llorar sin saber ni siquiera por qué.

—Carmen…, ¿estás bien?

—Sí, claro —asintió temblorosa y avergonzada.

—¿Era tu marido el de ahí fuera? —Carmen asintió—. ¿Tienes problemas con él? ¿Se porta bien contigo?

Carmen se secó los ojos.

—Se porta demasiado bien conmigo. —Sonrió—. No es eso. Es que la noticia del embarazo me ha pillado muy de improviso. Mi marido está ilusionado y me trata como a una reina.

Se preguntó a sí misma si a la inversa aquello sería real. ¿Trataba a Borja tan bien como él la trataba a ella?

—¿Tomabais precauciones? ¿Te sentiste presionada para…?

—No, no. Llevaba puesto el DIU, pero debemos de ser las dos personas más fértiles sobre la faz de la Tierra. —Sonrió y la doctora la invitó a hablar más—. Ser madre es muy duro, sobre todo para nosotras, que trabajamos fuera de casa. Usted me comprenderá. A mí siempre me gustó mucho mi trabajo, y con el niño…

—¿Ya sabe que es niño?

—No, no…, es que tengo otro. De seis meses.

—Ah… —contestó la doctora comprendiéndola—. Tienes dos. Vaya…, sí, habrá sido un palo.

—Imagínese…

—¿Y no has pensado en… interrumpirlo?

Carmen y ella se miraron. Carmen tragó. Claro que lo había pensado.

—Decirle que no sería mentir, pero creo que no podría perdonármelo jamás. Ni yo ni mi marido.

Cuando salió de la consulta con una receta en la mano se dio cuenta de que, por elección propia, jamás habría tenido ese hijo.

Borja se levantó, se metió el móvil en el bolsillo y acercó el carro hasta donde ella estaba.

—¿Qué te ha dicho?

—Que…, bueno, que no es nada. Me ha dado la receta para una pomada…

—¿Y?

—¿Y qué?

—¿Y qué más? —preguntó él.

—¿Y el niño? Qué tranquilo está, ¿no? —dijo tratando de cambiar de tema.

—¿Qué te ha dicho?

—Me ha preguntado si…, si he pensado en abortar.

Borja cogió aire y se encaminó hacia el coche sin mediar palabra.

Carmen quería revisar una cosa de su correo de trabajo, así que Borja bañó al niño aquella noche. Cuando Carmen fue a buscarlo para acostarlo se encontró la habitación a oscuras y a Borja sentado en la mecedora, con el niño dormido en brazos. El corazón le subió a la garganta.

—¿Se ha dormido?

—Sí —susurró Borja con una sonrisa, mirando a su hijo—. Pero primero se bebió todo el biberón. Es como su padre. Un tragaldabas.

Ella se acercó y le acarició la mejilla. Borja le dio al niño y ella lo dejó en la cunita. Los dos se quedaron mirándolo dormir, codo con codo. Carmen pensó que eso haría que se les olvidara el enfado de aquella tarde.

Él le pasó un brazo alrededor de los hombros y le besó el pelo. Se abrazaron y Borja, apoyando la barbilla sobre su cabeza, dijo:

—Si no lo quieres, lo haremos. No haré que cargues de por vida con algo que te hace infeliz.

Ella se apoyó sorprendida sobre el pecho de su marido, con la mirada perdida. Él, Borja, que había sido educado con unos valores tradicionales, que tenía su propia opinión sobre la interrupción de un embarazo, lo olvidaba todo por la felicidad de su mujer. Solo él sabía lo mucho que le había costado llegar a aquella decisión. Carmen era lo primero. Era su vida.

Carmen se dio cuenta entonces de lo muchísimo que la quería Borja. Él se lo demostraba todos los días, pero a veces hacen falta otro tipo de demostraciones para ver las cosas con claridad.

—No, mi vida. Lo haremos juntos, como el resto de cosas que nos pasen.

—No si no estás segura —añadió él, muy serio.

—Estoy segura. Pero solo porque es contigo.

A Nerea el plan de Lola de fingir que Jorge no le interesaba en absoluto (o que ya le había encontrado sustituto) le pareció bien en un primer momento, pero a aquellas alturas, cuando Jorge ya parecía haberse resignado, se le antojaba la peor idea del mundo. Se había pasado días culpándose a sí misma. ¿Que por qué? Vamos a ver…: hacerle caso a Lola en un tema como aquel, como concepto, era lo mismo que decidir raparse la mitad de la cabeza y hacerse skater. A algunas personas podría irles bien de ese modo, pero a ella no.

Muy a disgusto, se dio cuenta de que no solo no había dejado de pensar en Jorge, sino que todo le recordaba a él. Y lo que era peor: pasaba las horas muertas en su cama pensando en él. Tenía todo lo que podía crear rechazo en una persona como ella. Era desastrado, caótico, descarado y un rompe-enaguas de impresión. Probablemente tenía más muescas en su «revólver» que el más valiente de los forajidos del Oeste. Ella no buscaba eso. Buscaba un señor de bien, elegante, bien vestido y con aspecto impoluto, que tuviera un buen trabajo y quisiera una vida tradicional…, a poder ser con boda y todo. Y niños… Y ella de princesa en el centro del cuento.

Meditó durante unos segundos sobre esto. Ella como princesa del cuento y un montón de niños. ¿Cómo se supone que iba ella a criar a un montón de hijos con el trabajo que tenía? Claro…, esa era otra cuestión. Y es que en sus fantasías siempre se veía a sí misma como una glamurosa «ama de casa» que dedicaba su día al yoga, al pilates, a los tratamientos de belleza y sus hobbies preferidos. Y luego los niños, claro. Eso sí, con una ayudita. Seguro que encontraba una buena tata que le echara una mano…

De pronto se dio cuenta de que aquella fantasía ya no la llenaba. Le creó ansiedad imaginarse a sí misma metida en casa, sin nada que hacer. Vale, el teléfono, la BlackBerry, el correo electrónico…, todas esas cosas dejarían de estresarla, pero…

Miró su móvil de reojo y suspiró. Si hubiera seguido el consejo de Lola le habría mandado un mensaje al móvil. A Jorge, claro. Así volvería a engancharlo. Sobre eso precisamente habían estado hablando cuando planearon la estrategia. Una mínima muestra de atención haría que Jorge cayera en la cuenta de que quizá aún tenía oportunidades y, como seguro que ya había pasado por el proceso de darse cuenta de que ella era una chica que valía la pena…

¡¡Ay, Dios!! Pero ¡¡qué fatiga!!

Alargó la mano, cogió el teléfono con decisión y marcó su número. Con el primer tono se le arrugó un poco el ombligo y se preguntó a sí misma qué estaba haciendo, pero se mantuvo fuerte.

—¿Sí? —contestó una voz somnolienta.

—Eh…, ¿Jorge?

—Sí. Soy yo. ¿Eres Nerea?

—Sí. —Sonrió ella, haciendo un rulillo de pelo con el dedo índice.

—Ya decía yo que esa voz tan repipi me sonaba. —Jorge se echó a reír y ella frunció el ceño. Nerea la fría. Nerea la repipi—. ¿Qué pasa? ¿Algún fuego audiovisual que tenga que apagar?

—No, en realidad no. —Y contra todo pronóstico Nerea añadió—: Solo llamaba para charlar.

En los segundos de silencio siguientes, ella maldijo todo lo que se puede maldecir en el mundo, pero cuando él hablo… se le pasó.

—Bien, pues…, ¿qué me cuentas?

—Nada en especial. —Se encogió de hombros.

Miró a su alrededor, buscando un tema de conversación. Quería parecerle ocurrente, dulce, sexi, inteligente…, pero todo lo que veía era su escritorio lleno de papeles y la tienda cerrada, a oscuras. Jorge habló por ella.

—Anoche no dormí. Me puse a leer un libro y me dieron las tantas. Después no pude conciliar el sueño y tenía cosas que hacer…, así que me acosté a las tres para dar una cabezada y…

—Te he despertado.

—Menos mal que lo has hecho. Si no, podría haber seguido durmiendo hasta el día del juicio final. —Nerea arqueó una ceja. ¿Era cosa suya o Jorge parecía mucho más normal?—. ¿Tienes planes? —le preguntó él.

—No. La verdad es que estoy aún en la tienda, a oscuras, para mi vergüenza pública. ¿Y tú?

—Pues estoy tirado en la cama mirando al techo. También a oscuras.

—Las estrellitas estarán brillando —dijo Nerea.

—¿Cómo?

—Esas…, esas estrellitas que tienes pegadas en el techo…, las que brillan a oscuras.

—Ah, sí. —Se rio—. Estaban aquí cuando llegué y me pareció buena idea dejarlas.

—Son bonitas. —Y ella, encogiéndose, se ruborizó.

—Oye…, voy a preparar algún tipo de comida insana y muy probablemente precocinada. ¿Te apetece acompañarme?

Nerea pestañeó. ¿Qué debía hacer? Si iba, le apetecería acostarse con él. Eso seguro. Ay… Se mordió las uñas. ¡Y ella no se había mordido las uñas nunca!

—Eh… —balbuceó para ganar tiempo.

—Pizza. Pizza congelada. No creo que pueda intoxicarte con eso.

Ella rebufó y finalmente, cediendo a su lado más templado, añadió:

—Dame media horita.

No hubo silencios tensos, como se temía. Charlaron sobre la cena y la botella de vino para romper el hielo y después, de forma natural, entablaron conversación. Eran dos personas muy diferentes, pero no se habló de nada que los enfrentara. Hablaron de cine, vieron una película clásica y después salieron a la terraza a terminarse la botella de vino.

Corría brisa y los dos, sentados en unas destartaladas sillas de playa, miraban hacia el parque que había frente al edificio. Estaban callados y mientras Nerea sostenía su copa de vino, Jorge se concentraba en liar un cigarrillo… «especial».

—¿Quieres? —le preguntó cuando lo encendió.

—No, gracias.

—¿Por qué? —Sonrió él.

—Porque me atonta y a veces me da ganas de devolver.

—Un amarillo.

—¿Qué dices de amarillo?

—Que eso se llama «dar un amarillo».

—Ah, pues… los porros me dan «amarillo».

Jorge se echó a reír y le dio otra calada.

—¿No te deja grogui? —le preguntó ella.

—Uno no. No fumo mucho…, solo… —Se quedó mirando a Nerea y le tocó el pelo. Ella le sonrió y se acomodó, apoyándose en el respaldo reclinado—. No eres como intentas aparentar —le dijo Jorge.

—¿A qué te refieres?

—No eres…, no eres estirada y estúpida. Al menos esta noche no lo has sido. No parece que te avergüences de estar aquí.

—Es que no me avergüenza. —Sonrió.

—Eres… —Jorge alargó la mano y le tocó la mejilla—. Eres la chica más bonita que he visto en mi vida.

Ella bajó la mirada, sonrojada de repente. Jorge se acercó hacia ella y, cogiéndole la barbilla, la besó. Fue un beso sin nada de especial. Al menos un beso sin nada de especial para el resto de los mortales. Pero para Nerea fue… Fue como ese beso en el portal, a escondidas, a los quince años. Fue como cuando en la película el chico y la chica se besan al final. Fue… la primera vez que Nerea besaba con verdaderas ganas.

Los labios de Jorge resbalaron por los suyos y, dejando caer el porro al suelo, trató de acercarla. Nerea sabía que lo mejor era dejarlo allí. No por puritanismo, sino por diferenciar aquella noche del resto que habían pasado entregados al fornicio. Lo sabía bien…, igual de bien que sabía que ella no le pararía los pies cuando la cosa se pusiera… cálida.

Así que allí estaba, la tentación en su máxima expresión. La tentación de hacerlo bien o de hacerlo mal. Hacerlo bien tenía riesgos. Enamorarse de alguien como Jorge no iba a ser fácil. Hacerlo mal tenía su recompensa: un ratito de cama no le amargaba ni a ella.

Y en esas estaban cuando con un gesto Jorge inclinó de golpe la copa que Nerea aún sostenía y se la vertió por completo encima de la blusa.

La excusa de poner la blusa en remojo y cambiarse le valió para salir de allí, por mucho que Jorge tratara de insistir en que se quedara.

Cuando volvía en taxi a casa se dio cuenta de que quería más. Lo quería a él.

Víctor me citó en una dirección que me era conocida. Dijo calle y número en un escueto mensaje en el que tan solo añadía: «Borremos cosas que pudimos ahorrarnos».

La curiosidad me empujó a la calle, sin apenas preguntarme qué querría o a qué se estaría refiriendo. Lo averigüé pronto. La calle y el número que había mandado correspondían a esa tetería tan mona en la que rompimos el año anterior. Hacía más de un año y medio. Me di cuenta de que despertaba sentimientos encontrados en mí pero… Todo se diluyó en cuanto lo vi.

Él me esperaba dentro, sentado en una de sus mesitas, tomando un café en un vaso lleno de florituras doradas. Me dio la risa y no pude quitármela en un rato.

—Pareces un hombre metido en una casa de muñecas. ¿Lo sabes? —le dije cuando estuve a su lado.

—Me hago a la idea. Siéntate, por favor.

Me dirigí a la silla que tenía frente a él, pero tiró de mi muñeca y me atrajo hacia él, casi echándome sobre su pecho.

—¿No me das un beso antes? —susurró, pérfido.

—No en público. Es el código de los amantes.

Ladeó la cabeza y me besó en los labios, atrapando mi labio inferior entre los suyos. Solo ese beso y la presión de sus dedos alrededor de mi muñeca… me pusieron cachonda.

Me dejé caer en la silla y apareció una camarera con un té con leche y canela y un red velvet, que, para quien no lo sepa, es el cupcake más infernalmente delicioso del mundo.

—¿Te has pedido un cupcake? —le pregunté divertida.

—Te he pedido un cupcake.

—Muchas gracias. —Le guiñé un ojo—. No sé si debería. Dentro de nada me veré en biquini y vendrán los llantos y el rechinar de dientes.

—Por eso no te preocupes. Yo luego me encargo de que lo quemes todo. —Su sonrisa fue de dos rombos.

—¿Y cómo piensas hacerlo?

Víctor se reclinó sobre la mesa, acercándose. Su boca empezó a susurrar y yo me arrepentí de haber preguntado:

—¿Sabes esa postura… cuando te pones encima y haces sentadillas sobre mí? Sí, esa postura en la que entra tan bien, tan duro…

—Sí, sí, me hago a la idea. —Me reí, calentándome.

—Pues vas a hacerla durante más de cinco minutos, te lo aseguro.

Me acerqué el platito y quité la cápsula de papel decorado del cupcake, cuidadosa de no mancharme con la cobertura. Me lo acerqué a la boca y le di un mordisco, tras el cual me limpié con un dedo la comisura de los labios. Y lo hice con un aire mucho más provocador que de costumbre, la verdad.

—Para… —me dijo con una sonrisa.

—¿O qué?

Pasé el dedo por encima de la buttercream y después me lo chupé. Víctor se volvió hacia la barra.

—Perdona, ¿puedes traernos la cuenta? —pidió a la camarera.

Cuando nos metimos en su coche lo primero que hicimos fue besarnos. Y en ese beso… hubo más lengua que beso. Rebufé, él hizo lo mismo y después puso en marcha el coche.

—Ponte el cinturón —me dijo.

Dimos la vuelta a la manzana para cambiar de dirección hacia su casa y alargué la mano hasta su pierna. Se mordió el labio inferior con placer cuando me acerqué a su paquete. Lo manoseé y, sabiendo ya a qué lado solía cargar Víctor, seguí con la mano la erección que se marcaba.

—Dios, Valeria, espera a que lleguemos… —gimió.

—No puedo.

Me quité el cinturón, le desabroché el vaquero de un tirón a los botones y metí la mano. Víctor gimió y me pidió por favor que parara. Me incliné hacia él, saqué su erección y la llevé hasta mis labios.

—Nena, joder… —Su mano derecha se metió entre mi pelo y siguió el movimiento mientras la introducía hasta lo más hondo de mi boca.

Arriba, abajo. Dentro, fuera.

—Son las seis de la tarde —jadeó—. Si pasa un autobús te verán de pleno.

Pasé la lengua por la corona carnosa de su pene y succioné con fuerza. Él gimió y aceleró.

Salimos de su coche en dirección al ascensor y mientras lo esperábamos, Víctor me cogió en volandas y devoró mis labios y mi cuello, con mis piernas agarradas con fuerza alrededor de su cintura. Cuando la puerta se abrió y unos vecinos salieron, no pudimos más que reírnos.

Llegamos a duras penas a su casa. En el rellano Víctor se propuso que ni siquiera llegáramos a la cama… y casi lo consiguió. En el pasillo me quité la sobrecamisa y él tiró al suelo su polo gris. Lamí su pecho en dirección ascendente y cuando llegué a su cuello respiré lo más hondo que pude, para quedarme con ese olor que me volvía loca.

De allí hasta la cama mis pies ni siquiera tocaron el suelo. Tiré de mala manera las sandalias de cuña contra el armario y él se deshizo de sus Converse y de los calcetines. Nos reímos, con la respiración agitada, cuando cada uno se concentró en quitarse sus propios vaqueros.

Una vez que nos quedamos en ropa interior me tiré sobre la cama y lo esperé con las piernas abiertas. Víctor tiró de las copas de mi sujetador hacia abajo y sacó mis pechos. Gemí incluso antes de que se dedicara a lamer y mordisquear el derecho. Alargué la mano y le bajé la goma de los calzoncillos, alcanzando su pene y acariciándolo.

—Joder, nena…, espera…, espera…

—No quiero esperar. —Y dirigí su erección hacia mí.

Víctor se incorporó y negó con la cabeza con una sonrisa y después me bajó las braguitas y hundió la cabeza entre mis muslos. Su lengua alcanzó mi clítoris y después le dedicó caricias continuas, circulares, suaves, húmedas y contundentes. Todo a la vez.

Agarré la almohada y clavé los dedos en ella cuando Víctor me abrió más las piernas y se fue colando un poco más abajo. Quería que hiciera conmigo todo lo que le apeteciera, que no lo pensase siquiera. Que solo me usara a su antojo.

Cuando su lengua entró en contacto con un rincón de mi piel que nunca antes había visitado, me revolví inquieta, pero no pude evitar gemir de morbo y placer. Y él siguió durante unos minutos, jugueteando con sus dedos, haciendo cosas que nunca habíamos probado para, finalmente, terminar lamiendo el interior de mis muslos hasta la rodilla.

Quise lanzarme sobre él y regalarle un asalto de sexo oral que no olvidara en días, pero ni siquiera me dejó despegar la espalda de la colcha. Se colocó de rodillas entre mis piernas y paseó su erección entre mis labios vaginales, humedeciendo la punta, para terminar colándose… más abajo de lo habitual.

No dijimos nada. Yo no dije que no quería ese tipo de sexo y él tampoco lo pidió. Simplemente me dejé manejar por sus manos, que me arquearon la espalda. Sentí presión y a Víctor gruñir de modo morboso y grave. Mi cuerpo cedió unos milímetros e introdujo la punta dentro de mí. Una punzada de dolor me recorrió entera, como un calambre que me atravesaba la columna vertebral.

Quise pedirle que fuese despacio, que era mi primera vez con sexo anal y que ni siquiera estaba segura de que fuera a gustarme, pero no me salió la voz. De pronto el ambiente había adquirido un cariz demasiado intenso como para hablar.

Víctor empujó un poco más hacia dentro y mi cuerpo siguió cediendo, pero a duras penas. Arrugué los labios en una mueca y Víctor salió de mí, humedeció con saliva su mano y después se acarició a sí mismo despacio. Volvió a intentarlo y esta vez entró de golpe unos cuantos centímetros.

—Ah… —me quejé, entre dolor y placer.

Víctor se retiró, giramos en la cama y me colocó sobre él. No entendía nada, hasta que volvió a intentarlo en esa postura. Y cuál fue mi sorpresa cuando me penetró sin ningún esfuerzo, sin dolor, en una sola acometida.

Abrí la boca, lancé un gemido y me di cuenta de que tenía toda la piel del cuerpo erizada. Me moví despacio, dejándolo salir unos pocos centímetros de mí para volver a devolverlo a mi interior. Mi cuerpo fue acostumbrándose y, sin mediar palabra, aceleramos las penetraciones.

Víctor me agarró de la cintura y yo coloqué las manos encima de las suyas. No sabía cómo habíamos terminado haciendo aquello. Nunca, en todo el tiempo que estuvimos juntos, Víctor hizo mención de que le gustara el sexo anal. Aunque me imagino que es algo que les gusta a todos.

Y yo…, yo estaba disfrutando. No era solo el morbo de esa sensación, como quien hace algo prohibido, tabú y socialmente mal visto. Es que, además, me estaba resultando sumamente placentero.

Víctor dejó resbalar sus manos hasta mis nalgas y apretó los dedos en su carne a la vez que levantaba la cadera y volvía a clavárseme dentro. Gimió hondamente y supe que estaba a punto de correrse. Yo sentía que también, pero me faltaba algo. Una chispa que prendiera el orgasmo. Algo. Y ese algo lo provocó mi dedo corazón acariciando mi clítoris rítmicamente.

No sabría explicar lo devastador de aquel orgasmo, pero si me empeño en intentarlo, diría que fue como si todo mi cuerpo, al completo, se rindiera de placer con él. Todos los poros de mi piel se sensibilizaron y hasta el más sutil movimiento de mi espalda me producía… delirio. No pude gritar, ni gemir, ni jadear. Me quedé con los ojos cerrados, una mano en la nuca y otra en la entrepierna, con la boca entreabierta, intentando no ahogarme entre todas aquellas sensaciones que me decían que, a pesar de todo, no habíamos follado. Acabábamos de hacer el amor con una intensidad que desconocía.

Víctor se corrió cuando salía de mí, humedeciendo por completo la unión entre mis dos nalgas.

No me tumbé a su lado. Me levanté inmediatamente y me metí en el cuarto de baño, muerta de vergüenza. Cerré hasta el pestillo. Abrí los grifos de la ducha, me recogí el pelo como pude y me lavé con agua fría. Pasado ya el momento del calentón, me ardía el trasero. Me lavé entre las piernas con brío, porque estaba tan húmeda como no recordaba haberlo estado en mi vida. Me limpié su semen también hasta de la espalda; parecía haberme convertido en una pintura de Pollock.

Antes de salir me dije a mí misma que no tenía de qué avergonzarme. El sexo anal no es más que otra forma de sexo, tabú, sí, pero sexo al fin y al cabo. Y en una pareja, dentro del sexo vale cualquier cosa con la que los dos estén cómodos y de acuerdo. Pero…

Víctor y yo no éramos una pareja. Éramos dos amantes. ¿No? Mi novio estaba en Asturias, en su casa, seguramente fumándose un cigarrillo frente al ordenador de su estudio. Sí, ese novio con el que iba a irme a vivir en cosa de un mes y al que no solo nunca le había dejado casi ni fantasear con el sexo anal conmigo, sino que ni siquiera le permitía correrse dentro de mí.

Me agobié. Me agobié muchísimo.

Cuando salí del baño, Víctor me dio el relevo con una sonrisa. La habitación olía a sexo, como siempre que acabábamos revolviendo sus sábanas. Y no, no había nada allí que se saliera de lo común, pero yo me sentía… diferente.

Recogí mis braguitas, mi sujetador y mi blusa de tirante fino. Después de ponérmelo todo y cuando estaba a punto de meter la pierna derecha por la pernera del pantalón vaquero, Víctor salió del cuarto de baño desnudo y se quedó mirándome, apoyado en la pared.

Apoyado en la pared. Desnudo. Despeinado. Después de llevarme al orgasmo más brutal de mi vida.

Demasiado.

—¿Te vas? —me preguntó confuso—. ¿Ya?

—Sí…, esto…, yo…

Víctor se acercó a mí y yo, en un movimiento reflejo, le pasé su ropa interior, que había caído a los pies de la cama. Él sonrió y se la puso. Después me abrazó, me besó los labios, el cuello y la garganta, mientras sus pulgares repasaban la piel del escote. Cerré los ojos.

—Quédate un rato.

—Tengo que irme —le dije.

—Quédate un rato y hablemos un momento —insistió.

Dejé el pantalón vaquero sobre el sillón de cuero del rincón con un suspiro y me giré de nuevo hacia él, que se acomodaba sobre la colcha arrugada. Me senté a su lado y me dejé arrullar por un escalofrío cuando sus dedos me repasaron la espalda.

—¿Qué te pasa? —me preguntó.

—Estoy avergonzada —confesé sin mirarlo.

—¿Por lo que acaba de pasar?

—No por eso en concreto. Es solo que…, que me he puesto a pensar y…

Víctor se rio y se sentó, de manera que su mentón terminó apoyado en uno de mis hombros.

—Mi vida…, no pienses. Si lo pensamos nos moriremos de pena. Déjalo estar. Al menos disfrutemos del tiempo que nos queda.

Y a pesar de no querer pensar, medité sobre ello. Sobre disfrutar el tiempo que nos quedaba de estar juntos. Así dicho sonaba a película dramática en la que una guerra separa a dos amantes. Y la verdad es que lo único que nos separaba era yo misma. Yo había decidido que era mejor irme. Entonces ¿por qué narices estaba teniendo una aventura con él?

—Joder, no me entiendo ni yo. —Suspiré.

—Ha sido genial —dijo él cambiando de tema.

—Supongo. Nunca lo había hecho, así que…

—Espero haber sido suficientemente cuidadoso… —En ese susurro había tanto sexo…

—Lo has sido. —Sonreí notando sus labios en mi cuello.

—Ya me apetece repetirlo.

Sentí que algo me hormigueaba en lo más hondo de mi sexo. Dios. A mí también me apetecía repetirlo.

—Creo que a mí también.

Víctor me giró ligeramente, de modo que pudiera verle la cara. Los dos nos sonreímos y él llevó mi mano derecha hasta su paquete, que empezaba a revivir.

—Estabas tan… apretada —gimió cuando metí la mano dentro de la ropa interior.

—¿Te ha gustado? —jadeé, excitada al notar que se endurecía bajo la presión de mis dedos.

—Joder, nena, mucho.

Subí y bajé su piel suave una y otra vez, notando cómo se agitaba todo su cuerpo, sensibilizado aún por el orgasmo que habíamos tenido un cuarto de hora antes.

—¿Crees que podemos volver a hacerlo ya? —le pregunté. Se mordió el labio y asintió—. Me ha dado tanto morbo… —confesé ejerciendo un poco más de fuerza con mi mano.

—Quiero hacértelo muchas veces —gimió.

Me levanté de la cama, me quité las braguitas y después tiré de su ropa interior hacia abajo. Me senté sobre su erección y la introduje entre mis labios vaginales. Fue como calmar de pronto una quemazón que no sabía ni siquiera que sentía.

—Ah… —gemí.

—Nena…

Y, así, cedí a la tentación, otra vez, de no pensar hasta que tuviera que irme. Solo quería sentir. Sentir a Víctor y su respiración junto a mi oído.