40

TOMAR DECISIONES QUE DIBUJAN UN CAMINO

Bruno apareció un día cargado de cajas plegadas. Me contó que se las habían guardado los de la papelería de debajo de casa, la que estaba junto a la frutería regentada por pakistaníes.

—Así podremos empezar con la mudanza e ir mandando cajas.

Me pareció una muy buena idea. Cuantas más cosas mandara a Asturias, menos tentación tendría de anclarme a lo que quedara en mi casa.

Así, empezamos. Primero la ropa de invierno, que no iba a necesitar en mucho tiempo. Después libros, películas, ropa de cama, toallas y algunos trastos más. En total, solo con estas cosas, llenamos diez cajas enormes.

—Mejor no te pregunto si quieres que nos llevemos algún mueble. —Y después de esto se partió de risa.

Yo también me reí, sobre todo porque sí que quería trasladar, al menos, mi cómoda y mi espejo antiguos.

Las cajas se mandaron a Asturias la semana siguiente y dos días después Bruno se marchó también para ir dejándolo todo a punto, incluida la tarea de hablar con su exmujer e informarle sobre las nuevas circunstancias. El tema de la niña merecía hacerse con mimo y con cuidado.

Supongo que quien me lea pensará: «Muy bien, eso está muy bien, pero… ¿y lo que había pasado con Víctor?». Pues lo que había pasado con Víctor estaba sepultado bajo un montón de ropa por lavar y planchar, en el cesto de la ropa sucia.

Preferí no pensar en ello. Me convencí a mí misma de que no iba a repetirlo y, por lo tanto, no merecía darle ni media vuelta a la cabeza. La teoría estaba bien pero la realidad…, bueno, la realidad es que mientras me planteaba cómo acometer el proceso de terminar mi mudanza, iba encontrándome con pequeñas bombas emocionales. Un libro que Víctor leyó, sentado en el sofá de mi casa; un camisón que él me regaló; el café que a él le gustaba tomar por la mañanas…

Una tarde (que conseguí convencer a Lola de que tenía demasiadas cosas que hacer en casa como para salir con ella de copas por Tribunal) me aposté en mi cama, con el ordenador portátil, a ver una película. Tenía algunas guardadas en el disco duro, así que busqué algo que me apeteciera ver y, no sé por qué…, elegí Infiel.

Los primeros veinte minutos de película fueron bien. Después… empezó la acción. Primero pensé que había sido una pésima idea y que aún estaba a tiempo de poner, no sé, El rey león o algo así. Luego se me pasó por la cabeza cerrar la pantalla del portátil y meterme debajo de la cama. Unos minutos después, sin poder despegar los ojos del ordenador, sopesé la posibilidad de darme una ducha fría, cerrar la casa con llave y obligarme a no salir en días, por no meter la pata.

Finalmente… metí la pata.

Creo que nunca se me ha hecho más largo un trayecto en taxi. Me parecía que iba en dirección opuesta, que me iba alejando en lugar de acercarme. Cuando el coche paró, le tiré un billete al pobre conductor y bajé corriendo. Jadeaba. No podía aguantar más.

Abrió la puerta sin disimular su gesto de sorpresa. No le dejé ni siquiera saludar. Empecé con mi perorata.

—Creo que aún dudas de que me vaya. Sé que lo dudas. No me crees capaz. Crees que me quedaré, con el rabo entre las piernas, mendigando.

Víctor apoyó el antebrazo en el marco de la puerta y descargó en él su peso en una pose tan sexi que por poco grité. Miró hacia el techo con desdén y después me dejó entrar.

—Te enfadaste, Víctor —dije cerrando a mi espalda—. Casi me diste un portazo en la cara. Y creo que no tienes razones para tratarme así.

—No, cielo. Tú tienes la razón. Siempre la tienes —contestó con desgana.

—¡¡No me trates así!! —grité—. ¡¡Ni siquiera sé si sigues follando con otras por ahí como haces conmigo!!

—Pero ¿¡¡qué quieres de mí!!? —gritó también.

Tenía varias opciones:

Gritarle que me dejara en paz, aunque eso resultaría absurdo después de haber sido yo la que había ido a su casa sin previo aviso.

Ponerme a llorar histéricamente y romper cosas, como si me hubieran poseído.

Confesarle que lo quería a él y deseaba una vida tranquila, sin esos sobresaltos a los que me tenía acostumbrada, pero que sabía que era imposible tener las dos cosas juntas.

Pedirle que me follara de una vez y ahorrarme así tediosas discusiones que no nos llevarían a ningún sitio y llantinas vergonzosas.

¿Cuál fue la elegida? ¿Lo adivináis? Pues la más fácil. La cuarta, claro.

Y puestos en ese caso, él tenía varias posibilidades:

Pedirme que saliera de su casa de una puta vez y que no volviera jamás.

Exigirme explicaciones sobre el trato que estaba recibiendo. Algo así como un: «¿Quién te has creído que soy? ¿Tu puto?».

Susurrar dolido que aquello acabaría matándonos pero terminar aceptando y haciéndome el amor suavemente.

Desnudarme sin mediar palabra y follarme a lo bruto contra cualquier superficie.

¿Y qué opción creéis que eligió él? La más fácil. Un combinado de las cuatro.

Así que, retomando el punto en el que habíamos dejado nuestro diálogo, la cosa siguió tal que así:

—¡¡No me trates así!! ¡¡Ni siquiera sé si sigues follando con otras por ahí como haces conmigo!!

—Pero ¿¡¡qué quieres de mí!!? —gritó también.

Me revolví el pelo, nerviosa.

—Oh, joder, Víctor, fóllame —lo dije casi con pesar.

—¿Pero…? —Abrió los ojos como dos platos—. ¿Crees que soy tu chico de compañía? ¿Tu jodido puto, dispuesto siempre a rellenarte? ¡Vete de aquí, joder! ¿Crees que puedes venir aquí a pedirme que te folle cuando se te antoje? ¡¡Te vas a vivir con otro tío a la otra punta del país!! ¡No soy una polla con piernas, Valeria!

Como era algo que nunca creí que diría, no tenía preparada una respuesta tipo «plan b» que me hiciera recuperar algo de dignidad antes de irme. Cogí aire, dispuesta a controlar el puchero, y di un paso hacia atrás, hacia la puerta. Víctor bufó, se acercó a mí, me retuvo y susurró:

—¿Por qué me haces esto?

—Tengo…, quiero… despedirme.

—¿Así?

—Sí —asentí.

Por un momento pensé que Víctor me arrastraría del pelo hasta la habitación y me montaría cual hombre de las cavernas. Iba muy en la línea de lo que le estaba pidiendo en realidad. Era como si no me funcionara la razón.

Pero no lo hizo. Tiró de mi brazo, me pegó a él y después me llevó contra la pared del recibidor. Nos besamos con desesperación. Era como si saber que lo que estábamos haciendo estaba mal lo hiciera más placentero.

—¿Qué estamos haciendo, Valeria? —me preguntó, con su frente pegada a la mía.

—No lo sé.

—¿Y si nos lo inventamos? —dijo de pronto. Me separé para mirarle a los ojos, interrogante, y él sonrió—: Inventémonos una historia en la que seamos los buenos.

—¿Podríamos serlo en alguna situación?

—Hace un par de siglos, quizá. —Se rio—. Tus padres te habrían obligado a casarte con alguien al que no quieres y que no te quiere. Tú y yo… sí nos querríamos de verdad.

—Suena fabuloso —dije antes de volver a besarlo.

Caminamos hacia su habitación entre besos, casi a tientas, y nos dejamos caer en la cama. Se acomodó entre mis piernas, vestido, y siguió devorándome la boca. Su lengua entraba con fuerza en mi boca, acariciaba la mía, lamía el interior de mis labios y lo invadía todo de su sabor, mezclado con el de un café que debía de haber dejado a medias sobre la encimera de la cocina.

Después de quince eternos minutos besándonos, tocándonos y frotándonos, Víctor y yo decidimos quitarnos algo de ropa. Mis vaqueros terminaron con los suyos, hechos un gurruño junto al armario. Víctor bajó hasta que su boca estuvo a la altura de mis braguitas y lamió sobre la tela hasta que la noté caliente y húmeda. Me revolví, desesperada. Yo no quería sexo. Yo no quería placer. Si hubiera ido buscando aquello probablemente ni siquiera habría salido de casa. Me habría quedado sobre la colcha de mi cama, tocándome pensando en él y en sus fantásticas hazañas eróticas.

Lo que quería era olerlo, saborearlo, sentirlo cerca y compartir con él otra vez esa extraña sensación de intimidad que me invadía cuando lo sentía correrse dentro de mí. Era como…, no sé explicarlo muy bien. Era como tenerlo por un momento. Y no importaba que me sintiera vulnerable, porque era… él.

Pero antes de que pudiera decirle que no era ese tipo de sexo el que iba buscando, Víctor se apartó. Nos miramos significativamente mientras se quitaba toda la ropa que le quedaba y me bajaba las braguitas. Tuve que desviar los ojos hacia otra parte y arranqué de su boca una sonrisa tierna.

—Nunca te lo he dicho… —susurró acostándose sobre mí—, pero me vuelve loco hacer que te ruborices con solo bajarte la ropa interior.

Abrí las piernas, lo busqué levantando la cadera y Víctor se hundió dentro de mí, resbalando hasta mi interior. Un gemido se escapó de su garganta.

—Nena… —murmuró.

Me arqueé nuevamente y arrugó las sábanas dentro de sus puños. Ejercí presión hacia un costado hasta que giramos y me coloqué sobre su cuerpo. Me aparté el pelo, me moví sacándolo y metiéndolo dentro de mí y después me acerqué a besarlo.

Víctor hundió la punta de sus dedos en la carne de mis nalgas, agarrándome con fuerza y ayudando a marcar el ritmo de las penetraciones. Empezamos suavemente, pero conforme el placer iba intensificándose aceleramos la fricción y el ritmo.

Sus manos iban de mis pechos a mis brazos, de allí a mi cintura, a mi cadera, a mis nalgas. Me recorría entera como si no pudiera dejar un rincón sin acariciar, dibujándome un mapa sobre la piel. Las mías se apoyaron sobre su pecho, notando el cosquilleo de su vello bajo la yema de mis dedos y la dureza del músculo en la palma.

Le escuché susurrar algo, pero no pude concentrarme en las palabras. Lo único que logré captar fue el tono en el que balbuceaba. Tierno, extasiado, agotado…, desesperado.

Supongo que me avisó de que estaba cerca de acabar, pero tampoco lo escuché. Si lo supe fue porque lo sentí palpitar en mi interior, endureciéndose más. Me llevé la mano a la entrepierna y me acaricié, acelerando el orgasmo. Yo me corrí primero. Él, segundos después.

No me dejé caer a su lado en la cama. Lo hice sobre su pecho, apoyando la frente en el arco de su cuello. Víctor jadeaba por el esfuerzo y sudaba. Todos los poros de su piel emanaban un olor delicioso, mezcla de su aroma natural, su perfume y el sexo. Aspiré ese olor y quise llorar al pensar que tenía que olvidar todo aquello para ser feliz.

La mano derecha de Víctor se abrió sobre mi espalda mientras la izquierda me acariciaba el pelo. Aquel abrazo fue un momento dulce, vulnerable y… muy nuestro.

—¿Por qué no hicimos estas cosas cuando estábamos juntos? —dije con un hilo de voz.

—A veces necesitamos tiempo de más para darnos cuenta de lo que queremos.

Víctor buscó mi boca y nos besamos. En el movimiento salió de mí, humedeciéndome los muslos. Me tumbé a su lado y me apoyé en su pecho.

Estuvimos largo rato sin hablar. Solo sumidos en lo que pensábamos y en las caricias repetitivas de su mano en mi espalda y la mía sobre su estómago.

—¿Te das cuenta de que esto es más complicado que volver a estar juntos? —me dijo.

—Puede que nos lo parezca, pero en realidad es infinitamente más fácil.

—¿Qué somos entonces? ¿Amantes?

—Supongo… —Suspiré.

—¿Hasta que te vayas?

—Supongo —repetí.