QUIEN QUIERE A LA FLOR QUIERE A LAS HOJITAS DE ALREDEDOR, DICEN
El timbre volvió a sonar y miré con pánico a Bruno, al que nunca había visto tan serio.
—Han debido de adelantarse —musitó—. Espera aquí arriba. Le diré a Amaia que no es buena idea.
—No, da igual, Bruno. Ya está hecho —contesté muy seria.
Él me devolvió la mirada y sonrió, fingiendo tranquilidad. Sí, fingiéndola. Empezábamos a conocernos.
Cuando Bruno se acercó a la puerta de su casa lo vi más adulto que nunca. En aquel momento me dio la sensación de que nos separaban mucho más de seis años.
—Lo siento… —Me miró con una sonrisa triste y se encogió de hombros.
Me sentí la bruja del cuento.
—Algún día tenía que pasar —respondí al tiempo que me colocaba a su lado.
Escuchamos la verja de entrada cerrarse y Bruno abrió la puerta. Vi acercarse por el camino de piedra a una chica morena, alta y con unos escandalosos ojos verdes, que sonrió al verlo. Detrás de ella andaba a saltitos una niña de unos seis años, morena también, vestida con una sudadera rosa, unos vaqueros y unas zapatillas blancas y rosas. Me sentí ridícula, pequeña, minúscula. Me sentí de la edad de Aitana. Y me acordé de Víctor. Casi entendí que se sintiera agobiado cuando empezamos… Ojalá estuviera allí y me sacara de aquella situación.
No me di cuenta de lo mal que estaba aquel pensamiento. Ni le dediqué un segundo.
Amaia se acercó a Bruno y le dio un beso en la mejilla izquierda mientras posaba su mano suavemente sobre la derecha. Sentí una punzada de celos, porque esa niña, la misma que ahora estaba cogiendo en brazos Bruno, era de los dos. De ellos dos. Era el resultado no de un matrimonio, sino de haberse querido tanto como para tomar la decisión de tener algo de los dos para siempre. Yo no sabía nada de aquello. No podría entender nunca qué sentían.
Amaia se apartó el pelo de la cara y, mirándome con muy poco disimulo de arriba abajo, encajó una sonrisa protocolaria en sus labios.
—Hola, soy Amaia. Tú debes de ser Valeria.
—Sí. Encantada.
Nos dimos dos besos y miré a Aitana, que me contemplaba atentamente desde los brazos de su padre.
—Hola —dije tímidamente.
Y ella se escondió, abrazándose a Bruno, que me sonrió como si le hiciera gracia. Probablemente mi cara de desasosiego era tremendamente cómica, porque hasta su exmujer rio por lo bajini antes de decir:
—Aitana, no seas maleducada y saluda a Valeria.
La niña se arrebujó en los brazos de su padre y él le susurró algo al oído. Después ella me miró y sonrió fugazmente.
—Es guapa —la escuché susurrarle a su padre.
—¿Sí? Pues además es supersimpática. ¿Tienes hambre? —Bruno miró a Amaia y preguntó—: ¿Ha desayunado bien?
—¿Bien? Ha dado guerra como siempre. Un vaso de leche y una galleta a regañadientes.
—Oh, pues eso no puede ser —le dijo a su hija—. ¿Un zumo y un bocadillo?
Pasamos a la cocina. Amaia se sentó en una silla mientras Bruno se movía por allí diligentemente y la niña lo seguía, vigilándome con el rabillo del ojo.
—¿Quieres que vaya preparando una cafetera, Bruno? —le dije.
—Gracias, cielo, pero ya está. Creo que está a punto de subir el café.
—Amaia, ¿cómo lo tomas? —pregunté solícita.
—Bruno ya lo sabe —contestó secamente.
Miré a Bruno de reojo y él, girándose, comentó:
—Yo sí, pero ella no.
—Con leche desnatada caliente y sacarina.
«Pero tú no te levantes de la silla, no vaya a ser que haya hecho ventosa y te la lleves detrás», pensé. Calenté en el microondas una taza con leche desnatada y cuando el café subió, lo añadí y le pasé la taza humeante junto con la cajita dispensadora de sacarina.
—Gracias. Veo que te mueves por aquí con soltura… ¿Lleváis mucho tiempo?
Bruno le hizo una seña a Aitana para que se sentara y le sirvió un vaso de zumo de naranja natural y un platito con un poco de pan y queso. Después se sentó a mi lado, me pasó el brazo por encima del hombro y sacó el paquete de tabaco del bolsillo de su vaquero.
—No fumes. Está comiendo —susurró Amaia en tono beligerante.
—Está en la otra punta de la mesa y he abierto una ventana —contestó él.
—Ya se nota. Tu vicio nos va a matar a todas de frío.
Bruno puso los ojos en blanco y se encendió el cigarrillo de pie, junto a la ventana.
—No me habéis dicho… ¿Lleváis mucho tiempo?
—Pues… más o menos un año. —Miré a Bruno, que me sonrió.
—Poco más de un año. Cenamos juntos por primera vez el veintisiete de diciembre —dijo él.
Amaia apuró su taza de café.
—Bruno me ha dicho que eres escritora.
Miré de reojo a la niña, que malcomía su bocadillo.
—Sí. Al final parece que es cierto eso de que Dios nos cría y nosotros nos juntamos.
—Sí. Eso parece. A lo mejor la única manera de soportar a un escritor es siendo uno.
Miré otra vez de reojo a Bruno, que se rio sardónicamente. Y a pesar de la tensión que me estaba obligando a vivir y de que en lugar de un fin de semana de fornicio me esperaba uno de canguro, me lo habría comido entero. Mi hombre. Tan alto, tan masculino, tan moreno. Tenía las mejillas rasposas, con esa barba de tres días que creaba sombras en su cara. A pesar de que seguía estando delgado, la ropa le sentaba tan bien… Con aquel jersey de lana y los vaqueros desgastados estaba para comérselo, de verdad.
—Disculpa, ¿a qué te dedicas tú? —pregunté obligándome a despegar los ojos de Bruno y mirando a Amaia.
—Soy administrativa —dijo secamente—. Es mucho menos creativo, dónde va a parar… Aitana, hija…
Bruno apagó el cigarrillo, se terminó su café de un trago y fue a sentarse junto a su hija.
—Haz el favor, Aitana. Cómetelo, no juegues con él.
—Bueno, yo me voy —dijo su exmujer—. Espero que se os dé bien el fin de semana.
—Como siempre —contestó él en un tono claramente pasivo-agresivo.
—Adiós, mi vida. Te veo el lunes a la salida del cole —dijo antes de darle un beso en la sien a la niña, que masticaba trabajosamente sin dejar de mirarme.
Bruno y yo nos sentamos a bebernos otro café (mi cuarto café del día, para ser sincera) mientras Aitana se esforzaba por terminar de comerse el bocadillo. La niña, aparentemente menos tímida, nos miraba a los dos cuando hablábamos entre nosotros, como estudiando cuál podía ser el vínculo que me ligaba a su padre.
—Aitana, hija, vas a terminar a la hora de comer —la regañó Bruno, levantando las cejas.
—No. Termino pero ya —dijo la enana de pronto con desparpajo.
—Así me gusta.
Después me miró y, tras meterse un trozo de pan en la boca, preguntó:
—¿Sois novios?
—Con la boca llena no se habla —dijo escuetamente Bruno, acomodándose en la silla.
Aitana tragó con muchas prisas y repitió la pregunta con un tono más agudo:
—¿Sois novios?
—Sí —dijo Bruno—. ¿Te acuerdas de que te hablé de ella?
—Sí. Pero me dijiste que era una amiga. ¿No te acuerdas? —contestó al tiempo que cogía un trozo de queso de entre el pan y se lo metía en la boca.
—Ya, ya me acuerdo. Pero bueno, es otra forma de decirlo. —Bruno me miró, midiendo mis reacciones.
—Yo tengo amigos en el cole, pero no son mis novios.
—Y que no me entere yo. —Se rio Bruno.
—Pues algún día lo tendré, ¿sabes? —dijo como retándolo.
Él no le contestó y la niña siguió masticando.
—Entonces, sois novios —sentenció.
—Sí —respondí yo con voz suave.
—Eres guapa —me dijo—. Me gusta tu pelo. Es largo. Mamá no me deja llevarlo tan largo porque dice que lo meto en la sopa. ¿Tú lo metes en la sopa?
—No, pero porque me hago una coleta antes.
—Claro —dijo como si fuese lo más lógico del mundo—. ¿Y…? ¿Ahora eres como mi mamá cuando esté aquí o algo?
Miré con pánico a Bruno, que tomó las riendas de la situación.
—No, mamá es mamá, aunque si Valeria te pide algo, la tienes que ayudar y portarte bien.
—Ah. —Cogió el vaso de zumo que en sus manos parecía enorme y le dio un trago—. Y… ¿dónde va a dormir, papá? En mi habitación hay dos camas, ¿sabes? —dijo dirigiéndose muy seria hacia mí, informándome—. Una sale de debajo de la otra. ¿Va a dormir ahí?
—No, Aitana. Valeria y papá duermen juntos.
La niña levantó un momento los ojos hasta nosotros y después controló su sorpresa, asintiendo. Carraspeó, acomodándose en la silla y preguntó:
—Entonces ¿vosotros hacéis el amor?
—Ay, Dios… —se me escapó.
Miré a Bruno que, conteniendo una sonrisa, asintió.
—Sí —contestó con rotundidad, como dejando poco espacio para que fuera motivo de debate.
—Ajá —dijo la niña—. Claro. Dormís juntos.
Contuve una carcajada y Bruno también.
—Y oye, papá…, ya me lo han explicado en el cole y eso, pero… entonces, cuando tengáis nenes, ¿serán mis hermanos o como ella no es mi mamá… serán primos?
—Ay, Dios. —Al que se le escapó ahora fue a Bruno.
Me levanté y fui a la nevera a por agua para que no me viera reírme. No podía aguantarme más y no quería que le diera la sensación de que me burlaba de ella. Escuché a Bruno carraspear, claramente tratando de no reírse.
—Y… ¿por qué íbamos a tener nenos, Aitana?
—Pues porque hacéis el amor y es de ahí de donde vienen los bebés, papá.
—Ah, claro. Pues… me parece que no te lo explicaron todo en el cole, cielo.
—Ah, ¿no?
—No.
—¿Qué me queda por saber? —dijo muy gallita.
—Si yo te contara… —susurré.
Bruno estalló en carcajadas y después, tras pedirle perdón a su hija, volvió a ponerse serio.
—Pues a ver, el caso es que cuando dos personas hacen el amor… pueden hacerlo de manera que no se tengan bebés, ¿sabes?
—Entonces… ¿para qué lo hacen?
—Eso que te lo explique mejor Valeria —dijo mientras sacaba el paquete de tabaco del bolsillo de su vaquero.
—De eso nada. Que te lo explique tu padre, que es mayor y sabe más cosas —repuse yo, quitándome el muerto de encima.
Aitana se quedó mirando a Bruno, esperando una explicación, y él, riéndose, se encogió de hombros y dijo con naturalidad:
—Pues lo hacen porque les gusta, Aitana.
—Ah…, pero… ¿no vais a tener nenos entonces?
—Por ahora no.
¿Por ahora no? Oh, vaya, de repente tenía mis gónadas de corbata.
—Y ¿cómo se hace para no tenerlos? —insistió la niña.
Me tapé la boca para no reírme y Bruno resopló, revolviéndose el pelo.
—Ella… —Puso morritos—. Ella se toma unas pastillitas o yo… ¿De verdad quieres saberlo?
—Claro —contestó la niña al tiempo que volvía a pellizcar trocitos de queso de los restos de su bocadillo.
—Pues, bueno, o ella se toma unas pastillas o yo… —Puso los ojos en blanco y sentenció al final—: Ella toma unas pastillas.
—¿Vais a casaros?
—No —dijo Bruno rápidamente.
Me eché a reír, pero de puros nervios. Aquello era un examen. Un examen sorpresa para el que no había ido precisamente preparada.
—Vale. Sois novios, dormís juntos, hacéis el amor pero no tendréis bebés y no vais a casaros.
—Exacto. —Y suspiró más relajado.
—Pero… si tuvierais nenes, ¿serían mis hermanos o mis primos?