APROVECHANDO EL TIEMPO QUE NOS QUEDA
Después de aquella cena, Lola y yo quedamos una tarde en mi casa, aprovechando que Bruno estaría fuera, para limar las asperezas que habían surgido con el tema de mi mudanza. Lo arreglamos, claro. Hacía demasiados años que éramos amigas como para dejarlo todo allí por un lío de pantalones que ni siquiera nos implicaba emocionalmente a las dos. Quiero decir que no nos habíamos peleado por un mismo tío. Cada una de nosotras defendía su opinión, pero quizá nos sobró vehemencia en el proceso.
Así que con las aguas otra vez en su cauce y su apoyo (más o menos), decidimos que teníamos que aprovechar al máximo el tiempo que me quedaba allí. Desempolvamos todos aquellos planes de los que llevábamos años hablando y que nunca nos habíamos puesto de acuerdo en hacer y nos los planteamos seriamente. Algunos no eran viables; ya no teníamos edad de ponernos pedo en un local, hacernos un tatuaje, coger el primer avión que pudiéramos pagar independientemente del destino y pasar un fin de semana loco. O a lo mejor sí que teníamos edad, pero no ganas.
El caso es que programamos un montón de salidas: manipedis en grupo con cócteles de por medio, visitas al Reina Sofía, picnics en El Retiro y comidas, meriendas y cenas en todos esos locales que nos quedaban por visitar.
—Volveré de vez en cuando —le dije a Lola por teléfono cuando me llamó para que fuéramos aquella misma tarde a tomar un café tocado al Café de la Luz—. No tenemos por qué hacerlo todo en un mes. Guarda algún plan para más adelante.
Pero ella se empecinó en que aquella tarde era la perfecta. Yo había quedado con mis padres para darles la noticia, pero como tampoco era una cita a la que me apeteciera mucho asistir, la aplacé por ir con las chicas a uno de esos locales de Madrid que siempre me han parecido mágicos. Además… Lola insistió mucho.
Yo no sabía que ella tenía su propio plan.
Cuando llegamos, nos sentamos en una de las mesitas del fondo del local. Bueno, yo ni siquiera llegué a sentarme, porque venía haciéndome pis casi desde la esquina de mi casa. A la jodida Lola le salió redonda la cosa…
—Chicas, pedidme uno de esos con leche condensada y Baileys —dije mientras me dirigía a las escaleras que llevaban hasta los cuartos de baño.
Lola miró alrededor, después el reloj y con un gesto me dijo «OK».
Los escalones del Café de la Luz siempre me han dado un poco de miedo. Son irregulares y estrechos, por lo que los bajo a velocidad de tortuga y concentrada en cada paso que doy. Por eso, cuando llegué abajo del todo, me choqué con un torso sin haberme percatado de que su propietario estaba allí. Olía de un modo tan familiar y delicioso que mis manos se agarraron con familiaridad a su ropa. Llevaba un teléfono móvil en una mano, pero la otra me cogió de la cadera.
Subí la mirada hacia su cara y allí estaban esos dos ojos verdes, brillantes y profundos, enmarcados por unas pestañas espesas y masculinas. El mentón estaba cubierto por una barba corta de tres o cuatro días y sus labios mullidos se habían vestido con una sonrisa.
Dios…, ¿por qué?, me pregunté. Y esa pregunta englobaba muchas más. ¿Por qué era tan guapo? ¿Por qué me lo tenía que encontrar allí? ¿Por qué entonces, que había decidido no volver a verlo? Yo quería hacerlo fácil. Presentarme en su casa por sorpresa el día antes de irme, darle un beso y decirle adiós de verdad.
De pronto volví a sentir que se abría paso dentro de mí esa rabia a la que las chicas habían hecho referencia cuando les dije que me marchaba. Siempre me pasaba, aunque quisiera engañarme. Estaba enfadada con él porque me había abandonado siempre cuando había querido. Sí, yo también me marché una vez, pero como pensaba que nunca había significado lo suficiente para él no lo tenía realmente en cuenta. Y él, ese hombre al que ahora estaba agarrada a los pies de una escalera, me había descubierto un sinfín de cosas que no sabía. Algunas buenas y algunas malas. Las buenas me habían hecho feliz, pero las malas relucían mucho en aquel momento…; quería castigarlo por ello. Quería usarlo, hacer que se sintiera como él había hecho sentirse a muchas mujeres. Sabía que nunca fue así conmigo en sentido estricto, pero en aquel momento daba igual. Me iba a ir… ¿sin mi venganza? Yo también quería resarcirme. O, quizá, aquella fue la excusa que me di.
Sin pensarlo mucho y sin mediar ni una palabra, empujé su pecho hasta que Víctor apoyó la espalda contra la pared. Su cara era un poema. Creo que entendía mucho menos aún que yo y eso que en mi estado de enajenación no tenía las cosas demasiado claras.
Aun así, me encaramé a él y lo besé. Lo besé. Así, sin ton ni son. Y aquel beso… ¡Dios! Aquel beso me revivió.
Víctor reaccionó enseguida abriendo la boca y mi paladar se llenó de su sabor. Gemí de alivio. Llevaba muchos días queriendo hacerlo. Nuestras lenguas se enrollaron y le acaricié la cara, apretándolo más aún contra mí. Nos abrazamos y lo sentí jadear. Sus pantalones se tensaron en la parte delantera, llenándose con una erección.
Víctor me levantó a peso y me cargó sobre él. Yo enrollé las piernas a su cintura y me dejé meter dentro del baño de señoritas, donde me presionó contra la pared. Pensé en pedirle que me quitara las bragas, pensé en suplicarle que me follara allí mismo, pero en un rayo fugaz recuperé la cordura.
—Para, para… —le pedí mientras regaba mi cuello de besos.
—No puedo vivir sin ti, nena.
—Esto no significa nada —le aclaré. Me dejó en el suelo y me miró confuso—. Me he equivocado. No he debido hacerlo… Yo…
—No te has equivocado —dijo.
Se inclinó hacia mí otra vez y, aunque lo intenté, no pude apartarme. Nos besamos. Empezamos presionando nuestros labios contra los del otro para después ir subiendo en intensidad.
Ni siquiera lo pensé. Dejé la mente en blanco mientras su boca me devoraba por entero y necesité oler su piel, lamerlo, sentirle palpitando dentro de mí y notar cómo se corría pronunciando mi nombre. El deseo caprichoso se convirtió muy pronto en una pulsión animal que no podía ignorar. Lo necesitaba. Lo necesitaba como respirar.
Me separé un poco de él, me senté sobre la taza del váter y le sobé sobre el pantalón. Víctor no pudo disimular su gesto de sorpresa cuando le desabroché la bragueta y saqué su erección, pesada, dura y suave.
—Nena… —gimió.
La metí dentro de la boca y succioné con fuerza. La voz de Víctor se rompió en un gruñido de placer.
—Nena, vas muy deprisa…
Después se resistió, se resistió durante unos segundos…, pero finalmente apoyó las dos manos en mi cabeza y empujó con su cadera hasta el fondo de mi garganta.
Me concentré tanto en aquello que terminó doliéndome hasta la boca. Tenía la mandíbula tensa. Entre mis labios húmedos se deslizaba su erección, acariciando con la punta mi lengua y colándose lo más profundamente que podía. Añadí mi mano derecha para acariciarlo mientras succionaba y saboreaba la punta. Estaba húmedo y sentía ese sabor salado del sexo.
Levanté la mirada y lo encontré con los ojos fijos en mí y una expresión torturada. Me acarició la frente, me apartó el pelo y susurró:
—Te quiero tanto…
Lo sentí endurecerse más y palpitar. Se mordió el labio inferior con fuerza y tembló contenido.
—Para…, para… —pidió.
Pero seguí empleándome a fondo con la succión y él gruñó. Las puntas de sus dedos se crisparon enredadas entre mi pelo y Víctor empezó a correrse abundantemente en mi boca. Tragué y por la comisura de mis labios se escaparon unas gotas hacia mi barbilla, que limpié con el dorso de mi mano cuando él la sacó.
Sin darme apenas tiempo de reaccionar y sin abrocharse el pantalón, Víctor me levantó y, estrechándome entre sus brazos, me besó, olvidando que hacía un segundo me había llenado la boca de su semen.
Todo nos sabía, ahora a los dos, a sexo.
Me giró de modo que yo le diera la espalda y apoyé la frente sobre la puerta cuando metió la mano derecha por dentro de mis pantalones vaqueros. Desabrochó los botones con la otra mano y empezó a frotarme el clítoris de manera encendida y continua. Me revolví, gemí y temblé sintiendo cómo sus dedos resbalaban entre mis labios vaginales totalmente empapados.
Al final me corrí dejando mi cuerpo a merced de los espasmos y apoyándome en su pecho. No creo que las piernas me sostuvieran entonces. Confié en que él aguantaría mi peso.
—Nena… —me susurró al oído.
Por un momento solo hubo silencio. Ni siquiera podía pensar. Solo sentía…, y sentía muchas cosas. Sentía la madera fresca bajo mi frente, un hormigueo en las piernas, el corazón latiéndome en el pecho desesperado y necesidad. Necesidad de Víctor.
Cuando pude pensar, esa necesidad se convirtió en el centro de mis preocupaciones porque era algo que no me podía permitir. Si me dejaba llevar por eso nunca daría sentido a la decisión de marcharme de allí. Fue por eso por lo que rompí el silencio.
—Esto no puede repetirse. —Lo dije como un gemido.
—Pero…
—No podemos.
Víctor me besó el pelo y se separó para abrocharse el pantalón. Después, apenas sin mirarme, me dijo que me esperaría en su casa.
—No voy a ir.
—Claro que lo harás.
Y no sé qué expresión le inundaba la cara cuando lo dijo, porque estaba de espaldas, saliendo del baño.
Cerré la puerta, hice pis, me lavé las manos y me enjuagué la boca con agua. Después subí las escaleras, confiando en que todo aquel episodio de enajenación mental transitoria hubiera pasado desapercibido.
La amable camarera estaba acabando de servir los cafés que habíamos pedido y las tres hablaban con Víctor, que sonreía a Gonzalo, sentadito en las rodillas de su madre mientras babeaba una galleta.
—¡Hola! —me dijo.
—Hola, ¿qué tal? —contesté con desgana.
—Bien, aquí estamos.
—¿Te sientas con nosotras, Víctor? —le preguntó Nerea antes de endulzar su café, siempre tan educada.
—No, qué va. Me voy a casa. He quedado.
Y al decirlo me miró de soslayo.
No sé si las chicas sospecharon de todo aquello, pero sé que no les pasó desapercibido mi nerviosismo. Y no me relajé al verlo desaparecer por la puerta. Seguí ansiosa, viendo cómo las manillas de todos los relojes avanzaban.
Nerea fue la primera en marcharse. Apenas estuvo una hora. Tenía muchas cosas que hacer. Estábamos en pleno mes de mayo y le sobrevenían unos meses complicados, llenos de trabajo. Una hora después de que la rubia se marchara, Gonzalo empezó a dar señales de necesitar teta, siesta o cambio de pañal y Carmen tuvo que marcharse. Creí que Lola y yo pediríamos una copa y dejaríamos que nos dieran las tantas, pero al tiempo que sacaba la cartera con una sonrisa de oreja a oreja, Lolita me dijo que ella también se tenía que marchar.
—Escucha…, ¿le dijiste tú a Víctor que estaríamos aquí?
—¿Yo? —preguntó fingiendo estar sorprendida—. ¿A qué santo?
—No lo sé, explícamelo tú.
—No te montes películas. Me voy. Prometí a Rai ayudarle con la exposición.
Mentira. Quería dejarme sola.
Salí de El Café de la Luz dispuesta a irme a casa. Después pensé que lo mejor sería pasarme por Gran Vía e ir de compras. Al llegar allí, lo que hice fue coger un taxi…
Víctor me abrió la puerta sin sonrisa, pero visiblemente satisfecho de tenerme allí. Quise explicarme, pero no me dio tiempo. Nos besamos desesperadamente contra la puerta cerrada y después nos dirigimos hacia el dormitorio.
Me habría gustado explicarme antes de terminar en la cama. Quería decirle que aquello era solo sexo y que no lo repetiríamos, pero en el momento en el que Víctor se hundió dentro de mí con una penetración violenta, supe que decir aquello sería mentir de la manera más lamentable posible.
Víctor y yo no follamos aquella tarde. A pesar de la violencia con la que empezamos, frenó e hicimos el amor como solo él sabe hacerlo. Nos acomodamos conmigo encima y, bailando sobre él, haciendo que entrara y saliera de mí con suavidad, le mantuve la mirada.
—Mi vida empieza y termina en ti —dijo con la voz tomada.
Quizá fuera lo más bonito que nunca nadie me había dicho. Temí llorar y supongo que dibujé un puchero porque Víctor se giró en la cama, se tumbó sobre mí y susurró:
—No es triste, mi vida. Es lo mejor que me ha pasado.
Nos besamos mucho. Muchísimo. Como si nos hubiéramos vuelto locos. Y nos corrimos, claro. Nos corrimos en un abrazo apretado, entre besos que aspiraban los gemidos mientras me llenaba de él. Vaya…, con él sí me corría al hacer el amor. No me hacía falta que fuera sexo salvaje para sentirme ir.
Pensé en huir, pero cuando se tumbó a mi lado no pude hacerlo. Por el contrario, me hice hueco bajo su brazo y me apoyé en su pecho.
—Te quiero… —susurró mientras me acariciaba la espalda, arriba y abajo.
—Tendrás que dejar de hacerlo —le contesté—. Voy a mudarme a Asturias con Bruno.
Me apretó contra él.
—Lo sé. Lola me lo contó.
—Esto es solo sexo —mentí—. Sexo melancólico.
—Bien. Lo asumo.
—Cuando me marche ninguno de los dos intentará contactar con el otro. —Aunque esa idea me rondaba la mente hacía tiempo, lo decidí en el mismo momento en el que lo dije.
—Si te vas, no iré a buscarte.
Lo sabía. Si me iba, Víctor ya no existiría.
Esta vez fui yo quien tomó la iniciativa para ir a la ducha. Quería ocultar los rastros del sexo y que Bruno no sospechara. No dije mucho. Me levanté desnuda y me metí en el cuarto de baño; entré en la ducha y abrí el grifo. Pensé en lo que acababa de hacer. Tenía un compromiso con Bruno. Una relación. Y acababa de acostarme con Víctor otra vez. Bruno odiaba las mentiras y me abandonaría si llegaba a enterarse.
A pesar de todo… no me arrepentía.
Víctor entró en la ducha desnudo y reguló la temperatura del agua, poniéndola un poco más fría. Me ayudó a enjabonarme, entreteniéndose en mi sexo con dedos hábiles y dejándome a puntito de caramelo. Me dibujó una sonrisa espléndida; siempre podía, incluso en una situación como aquella. Cuando repartió el jabón por su cuerpo, abandonándome, me giré hacia él con una queja entre los labios.
—¿Qué pasa? —Sonrió.
—¿Por qué paras?
—Ya estás limpia.
—Pues yo me siento muy sucia. —Sonreí también.
—¿Cómo de sucia? —jugueteó Víctor a la vez que se quitaba la espuma.
—Termina lo que has empezado —exigí.
—Me gustaría más que lo terminaras tú.
—¿Crees que no lo haré? —Me reí.
Mi mano recorrió mi vientre en dirección descendente y se metió entre mis piernas. Moví el dedo corazón en círculos alrededor de mi clítoris y me estremecí. Víctor se quedó pasmado mirando cómo me tocaba. Eso me excitó, así que, con el pelo húmedo pegado a la cabeza, empecé a jadear sin vergüenza ninguna, viendo cuánto le gustaba.
Víctor no se hizo de rogar. Su mano dibujó el mismo camino que la mía en su propio cuerpo, agarró su inicio de erección y empezó a acariciarse en un movimiento repetitivo y suave, arriba y abajo, haciendo que se pusiera otra vez dura.
Me gustó. Alargué la mano izquierda y la dejé resbalar sobre su pecho, gimiendo. Él me imitó, apretando mi pecho derecho entre sus dedos.
Vi cerca el orgasmo y aceleré la caricia. Él hizo lo mismo, siendo más brusco. Cerré los ojos y me abandoné a las primeras sensaciones, a las previas, pero Víctor se quejó.
—No, no quiero. Quiero que te corras con mi polla dentro.
Me cogió en brazos, me levantó a pulso y me penetró. Entonces sí follamos. Follamos como dos animales, fuertemente, casi salvajemente. Era ese tipo de sexo con el que Víctor me enseñó muchas cosas de mí misma que tenía retenidas. Era brutal y desmedido.
Cuando clavó sus dedos en mis muslos y se corrió, yo ya me había corrido dos veces, pero aún no estaba satisfecha. Él sí. Al menos lo parecía.
Nos secamos en silencio y le pedí un secador. Intenté dejar el pelo tal y como lo llevaba antes de acostarme con él y me vestí.
Me acompañó a la puerta y me besó. Cuando ya me iba, llamó de nuevo mi atención y, sin ningún sentimiento aparente en la voz, dijo:
—Si vas a acostarte con él esta noche ten en cuenta que me he corrido dentro de ti. Dos veces. Igual se sorprende al notarte tan húmeda cuando empieces a vaciarte.
Lo que vino después no fue un portazo, pero tampoco una despedida amable.
Bien. Pues ahí estábamos.