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EMPIEZAN LOS PROBLEMAS

Bruno estaba tumbado sobre su espalda mirando al techo y yo, apoyada sobre su pecho, sentía el viaje de sus dedos arriba y abajo de mi costado, llegando a mi cadera. Acabábamos de acostarnos y me sentía extraña. En el aire, junto con ese olor característico de una cama revuelta después del sexo, se respiraba algo más. Y lo que se respiraba eran cosas por decir y personas de las que hablar.

—Val…, creo que tenemos que hablar —dijo con un tono de voz conciliador.

—Ya. —Sonreí.

Desde que había vuelto de Asturias, y a medida que se acercaba la fecha en la que terminaría su colaboración en Madrid en el proyecto de su película, cada vez era más evidente que tendríamos que tomar una decisión sobre cómo llevar nuestra relación en el futuro.

—¿Sabes de qué quiero hablar? —me preguntó.

—Me lo imagino. Hace tiempo que estoy esperando que saques el tema —murmuré.

—¿Y por qué no lo has hecho tú?

—Porque la decisión es fundamentalmente tuya.

Bruno se incorporó en la cama quedándose sentado y yo hice lo mismo. Tenía el ceño ligeramente fruncido y me perdí por un momento en esas facciones tan tremendamente masculinas.

—No estoy de acuerdo —susurró devolviéndome de Babia.

—A ver, habla —dije mientras alcanzaba mi camisón y lo deslizaba por encima de mi cabeza.

—La decisión es de los dos.

—Sí, ya, bueno…

Y mi respuesta le hizo fruncir el ceño un poco más.

—Sabes que quiero volver. Yo no vivo aquí…, no estoy a gusto. Y no es por ti, ya lo sabes. Si no fuera por ti me habría vuelto mucho antes. Esto ha sido una prueba también para nosotros. Pero… allí puedo verla todas las semanas. Aitana no entiende por qué estoy aquí y aunque sabe que es por trabajo me da miedo que acabe culpando a lo nuestro, ¿entiendes?

—Siempre he sabido que volverías, Bruno. Me habría parecido extraño lo contrario. —Sonreí—. Sé que ella es lo primero. ¿Ves? No hay problema.

Negó con la cabeza.

—El problema no es ese. Sé que sabías que me iría. El problema es qué haremos de aquí en adelante. ¿Seguiremos viéndonos una vez al mes? Porque eso no es una relación, Valeria. Al menos no es una relación como la que aspiro a tener contigo.

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Pues puedes venir conmigo, por ejemplo.

Levanté las cejas, sorprendida. ¿Bruno… estaba ofreciéndome la posibilidad de vivir juntos?

—¿Qué quieres decir?

—Que creo que para que esto funcione la solución es que vengas a vivir a Gijón. Que vengas a vivir conmigo.

¿Gijón? Yo… ¿Yo dejándolo todo por un hombre?

Oh, oh… No sonaba bien.

Estaba tan concentrada en la pantalla de mi ordenador portátil que no oí a Bruno meter las llaves en la cerradura. Cuando quise darme cuenta, lo tenía detrás. En una reacción infantil muy poco inteligente di un salto en la silla y minimicé nerviosa todas las pantallas. Después me giré hacia él, tratando de parecer normal. Bruno levantó la ceja izquierda y dejó su móvil, sus llaves y la cartera sobre la mesita de la salita de estar.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Nada, aquí estaba.

—¿Escribiendo?

—Sí.

—¿Un email, una carta, un artículo, una novela? —dijo con una voz tirante.

—Pues… en realidad estaba revisando un artículo. Una tontada —dije mientras me pasaba los dedos por el pelo.

—¿Y por qué lo escondes?

—¿Yo?

—Sí, tú.

—No lo escondo. —Negué con la cabeza.

—Sí lo escondes. A decir verdad, incluso has cambiado la contraseña del ordenador desde que me la dijiste.

—¿Y tú para qué has intentado entrar en mi ordenador? —contesté a la defensiva.

—Para mandar un correo electrónico. ¿Qué temes que encuentre? —y al preguntarlo inclinó suspicaz la cabeza.

—No escondo nada.

—Mientes fatal.

—No escondo nada —repetí.

—Si me vuelves a mentir mirándome a la cara me largo. Pero me largo de verdad. —Metió las manos en los bolsillos del vaquero—. Me estás empezando a tocar los cojones.

—¿Yo te estoy tocando los cojones? —Me señalé con el dedo índice apoyado en mitad del pecho—. No soy yo quien está haciendo de Sherlock Holmes, persiguiendo fantasmas. Me parece que tienes un problema de celos.

—Perfecto.

Bruno dio media vuelta y, tras unos pasos tranquilos, sacó de debajo de la cama su maleta y abrió el armario.

—¿Qué haces?

—Me largo. Tómale el pelo a tu puta madre —lo dijo de un tirón, casi sin respirar.

—Pero… ¿qué coño te pasa?

Me levanté y fui hacia él, arrebatándole la ropa que estaba metiendo en su maleta y devolviéndola al armario.

—Esta tampoco es manera de solucionar las cosas —le dije.

Bruno me cogió del brazo firmemente y me preguntó otra vez:

—¿Qué me escondes, Valeria? Y ya vale…

—¿Me estás amenazando? ¿Qué es lo siguiente? ¿Una bofetada? —le dije chula. Él me soltó el brazo y siguió metiendo ropa en la maleta—. Me dijiste que no te gustaban los dramas, Bruno.

—Los dramas los montas tú. Lo que no quiero es seguir haciendo el gilipollas.

—¿No crees que a lo mejor tengo una buena razón para no contarte ciertas cosas?

—No —contestó mirándome—. Porque ya me he imaginado de todo. ¿Sabes? Me he imaginado de todo y siempre con el mismo tipo de por medio. Y nadie me conoce por mis celos patológicos, Valeria. Me considero una persona bastante sensata.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que el problema sois vosotros dos. El problema es que me estés utilizando para tratar de olvidar algo que no tienes superado. ¡Eso quiero decir!

—¡Te lo dije! ¡Siempre te he dicho que no estoy preparada para lo que me pides! ¿Te he mentido?

—Todo esto no me interesa. No me interesa en absoluto —respondió hablándose más a él mismo que a mí.

—¿Te largas? ¿Me quieres decir que te vas?

—¿Qué coño hago aquí si no? Estoy a quinientos kilómetros de mi hija tratando de construir algo con alguien que está aún jugando a las barbies. ¡Venga ya! ¿Qué son? Cartitas de amor, fotos de los dos follando, me da igual. El caso es que por ahí no paso. Ya está bien.

Tiré violentamente del brazo de Bruno y lo llevé hacia el ordenador, maximizando la página de texto en la que estaba trabajando.

—¡¡Échale un vistazo!! ¡¡Échale un vistazo y dime si no eres un verdadero gilipollas!!

Bruno hizo ademán de marcharse de nuevo hacia la maleta, pero lo vi leer de reojo lo que había en la página. Se paró, me miró y, mordiéndose el labio de abajo, se revolvió el pelo.

—El problema es tuyo, Bruno, no mío.

—¿Y por qué ibas a esconderme un proyecto? —preguntó.

—Porque me presionas y porque si al final no sale o no te gusta me dirás algo como «esto es una puta mierda», porque no te das cuenta de que de tu boca salen verdaderas lindezas.

Bruno respiró hondo y volvió hacia su maleta para vaciar su contenido y devolverlo al armario.

—Bruno… —dije.

—No. Déjalo estar. Voy a darme una ducha.

No dejé que Bruno leyera ni una palabra de mi manuscrito. A decir verdad, dejamos de hablar del tema. Bueno, para ser completamente sincera diré que no se habló mucho aquella noche en mi casa. Ni se besó, ni se hizo el amor. Ni se folló, hablando en plata. Yo esperé en la cama a que, al salir de la ducha, más calmado, me pidiera perdón, pero lo que hizo fue sentarse en el sillón con la lámpara de pie como única luz y leer.

Al día siguiente no es que me pidiera disculpas, pero al menos me dio una explicación. Una explicación que he de confesar que no me satisfizo mucho. Por no decir nada.

—El problema es que yo jamás me pongo así, Valeria. El problema es que jamás he sido celoso. Y ahora me paso el día pensando mal de cada cosa que no termina de sonarme coherente entre las cosas que me cuentas. He llegado a pensar que te ves con él a mis espaldas. Que me escondes algo, de verdad. Y no puedo vivir con esa sensación. Yo nunca he sido así. Esto eres tú. Me desequilibras y a veces no sé cómo gestionarte, porque has tomado el control de esto y me parece que andas conduciendo al borde del coma etílico. No sé si bajarme del coche ahora que estoy a tiempo o amorrarme a la botella de whisky yo también.

Cuando le recriminé estar hablando desde un nivel de hartura injustificable y recién salido de la nada, me acusó con tranquilidad de estar mirando hacia otra parte.

—Si no miras no ves, Valeria. Pero se nos acumulan los problemas. Y uno de ellos tiene nombre y apellidos.

—La culpa no es de Víctor, por Dios —le dije.

—No. En eso tienes razón. Es tuya.

Lo que le pasaba, además, era que no solo me había negado a contestar a su proposición de ir a vivir con él, sino que cuando había vuelto a sacar el tema lo había tomado por loco.

El ambiente se puso un poco tenso en casa, claro. Y la cosa no se relajó hasta que un día Bruno decidió bajarse los pantalones y tratar de que lo habláramos con una copa de vino. Hablar no hablamos mucho, pero nos bebimos una botella de vino entera y terminamos hechos un amasijo de carne, desnudos y sudorosos, en el suelo. Una vez nos sobrevino el orgasmo y los dos nos corrimos, creo que decidimos que ya estaba arreglado y no hacía falta volver a hablar del tema, al menos hasta que tuviera que marcharse. Creo que los dos decidimos no hacer de ese último tiempo juntos una discusión continua por algo que podría arreglarse más adelante.

Con los ánimos ya calmados (el sexo obra milagros en dos personas tensas), Bruno me preguntó si le dejaría leer mi proyecto y yo, con muy buenos modales, eso sí, me cerré en banda. Le dije que no me sentía aún segura, que no me gustaba que nadie leyera nada que no estaba terminado pero que sería el primero en leerlo. La lengua me quemaba al decir esas cosas y, sinceramente, me sentí una verdadera perra porque, por enésima vez, le mentía. Y digo enésima porque callar ciertas cosas también es mentir. No sé cómo lo hacía, pero a pesar de que quería hacer las cosas bien y de que todas las noches me acostaba pensando en cómo podríamos arreglarlo para que lo nuestro fuera de verdad, por la mañana se me olvidaba y empezaba a hacer tonterías, una detrás de otra.

¿Y por qué era mentira todo aquel discurso sobre que no me gustaba dar a leer cosas inacabadas? Pues porque unos días después de la primera pelea con Bruno por el tema del dichoso manuscrito, me vi con Víctor en su casa y, tumbados en la cama mientras sonaba Ella Fitzgerald, le leí veinte páginas del tirón, con la voz susurrante.

Y no, no había pasado nada. No nos habíamos besado. No nos habíamos acariciado, ni frotado como solíamos hacer, calientes como adolescentes, cuando estaba casada con Adrián. Pero me sentía incluso peor que entonces. Quizá porque sabía que ahora no era el sexo lo que importaba.

Pero aunque me sentía sucia y mala, no transigí y Bruno se quedó sin leer el manuscrito.

—Serás el primero en leerlo —le dije.

Pero…, Valeria…, ¿qué haces?

Y cuanto más me equivocaba, más difícil se me hacía encauzar la situación.