A MIS PIES, SAPO
Carolina no había ido aquel día a trabajar porque tenía dos prácticas de conducir seguidas aquella tarde. Pronto se presentaría al examen y no estaba lo que se dice… preparada. Nerea la dejaba organizarse el horario ella misma, siempre y cuando Carolina supiera demostrarle que era lo suficientemente responsable como para llevarlo todo a su modo.
Así que Nerea estaba sola cuando Jorge entró en el bajo. Lo maldijo mentalmente al comprobar que el muy mamón parecía esforzarse cada día por ir más cochambroso. Los agujeros de sus camisetas superpuestas se veían desde donde ella estaba sentada, y él aún estaba cruzando el umbral de la puerta.
—¿Qué quieres? —preguntó ella de manera algo distraída.
—Qué bienvenida más fría —contestó él con una sonrisa.
Nerea se quitó las gafas, apartó un poco el presupuesto que estaba haciendo y miró el reloj.
—¿No deberías haber cerrado ya? —le preguntó Jorge.
—Pues sí, pero no me he dado cuenta. Estaba trabajando. De todas maneras, si son horas de que hayamos cerrado, ¿para qué vienes? ¿O pasabas por aquí?
—Pasaba por aquí. Llevaba las copias del vídeo de la boda y el montaje de las fotos y pensé que si no estabais os lo colaba por el buzón.
—Muy profesional. ¿De qué boda hablamos?
—La de El Escorial.
—Muy bien. Ya les echaré un vistazo. Gracias.
Los dos se quedaron mirándose y Jorge, con sonrisita socarrona, se acercó a Nerea. Cuando ella vio sus evidentes intenciones pensó en Lola y en todos sus consejos. Dedicó un momento a pensar que si Lola hubiese seguido sus propios consejos habría encontrado un novio formal mucho antes.
—¿Qué te pasa? —dijo con frialdad y en un tono mucho más grave del habitual—. ¿Te pica y te pasas por aquí?
Jorge arqueó las cejas.
—¿Cómo dices, princesa?
—Digo que si te crees que esto es un club de carretera al que acudir cuando estés falto de amor.
—Ay, Nereíta…
—Pero es que… —Nerea soltó una risita algo forzada, como la de alguien al que no le hace ninguna gracia lo que está oyendo.
—¿Qué te pasa?
—Pues que tengo cosas que hacer, Jorge, y aunque tuviese la noche libre, la verdad es que no me apetece nada ponerme a…
—¿A qué? —la retó él, que empezaba a conocer el victorianismo de Nerea.
—A follar contigo.
—¿Por qué? ¿Estás en esos días?
Nerea levantó pulcramente su perfecta ceja izquierda y negó con la cabeza.
—No, querido, lo que pasa es que no me apetece. —Miró su reloj de pulsera.
—¿Te aburro? ¿Es eso?
—No, Jorge, cielo. Es que he quedado. —Sonrió—. Y no quisiera llegar tarde.
—¿Noche de chicas?
Nerea lo dejó todo ordenado sobre su escritorio y cogió las llaves del local. Fingió estar escondiendo una sonrisa tonta.
—Sí…, noche de chicas. —Volvió a reírse—. Algo así.
—¿Y no te quieres venir a casa del tío Jorge? Nos lo pasamos bien, ¿no? —Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.
—No, no quiero irme a casa del tío Jorge.
—¿Por qué? —volvió a insistir.
—Ya te lo he dicho. He quedado.
—¿Has quedado de verdad o intentas darme celos?
Nerea levantó la cabeza, sorprendida de que Jorge entrara al trapo tan pronto.
—He quedado, pero, de todas maneras, ¿con qué absurda intención iba yo a intentar darte celos?
—Porque te quieres comer mi carne morena —dijo a la vez que ponía morritos.
Ella puso cara de horror, pero no tuvo que fingirla. Este Jorge era la versión masculina exacta de cierta amiga suya…
—Mira, Jorge —empezó a hablar con voz suave y melosa—, que estás muy bien, que eres bonito de ver, que funcionas muy bien como cámara y fotógrafo, pero no tengo interés en seguir perdiendo el tiempo contigo. Espero que lo entiendas. No ha estado mal, que conste. Ha sido una aventura interesante, pero… ya tengo un vibrador en casa.
—Pero… —Jorge trató de rebatirla.
—Gracias por las fotos y los vídeos —dijo alzando los CD—. Si esperas un segundo te firmo un cheque y ya lo tienes pagado.
Abrió su cajonera con llave, sacó una chequera y cumplimentó todos los apartados. Después lo rasgó y se lo tendió.
—Qué americano —dijo él visiblemente molesto.
—Así es más rápido y no tienes que volver otro día. Mándame la factura por email y andando. —Nerea fue hacia la puerta, apagó todas las luces, dejando a Jorge a oscuras, y después sentenció la cuestión con un—: Jorge, cielo. Lo digo en serio. No quiero llegar tarde.
Él salió, visiblemente apesadumbrado. Nerea conectó la alarma, cerró con llave, bajó la persiana metálica y, cuando esta tocó el suelo, dio media vuelta para marcharse.
—Nerea… —dijo Jorge.
—Dime.
—Pásalo bien con tu consolador.
—Sí, ya…
Nerea se echó a reír y, moviendo su melena, se marchó calle arriba.
Éxito rotundo. Jorge se quedó plantado en la acera, viéndola irse.