MI CUMPLEAÑOS
Nunca he sido una de esas personas que dan excesiva importancia al día de su cumpleaños. Cuando era pequeña sí, claro. Pero creo que cuando vi veinticinco velas juntas sobre un bizcocho dejó de hacerme tanta gracia. No es que no me guste cumplir años. Cumplirlos es muy buena señal y toco madera para cumplir muchos, hasta hacerme vieja, muy vieja. Quiero una larga vida, ya puestos a elegir.
¿Que adónde quiero llegar? A mi cumpleaños de aquel año.
Bruno no tuvo que avisarme de que aquel año tampoco lo pasaría conmigo porque bien sabía yo que su hija cumplía el día anterior a mí. Sabía que, en una balanza, el cumpleaños de tu novia y el de tu progenie no tienen parangón, de modo que no sería tampoco yo la que pusiera la situación en la categoría de drama. Nada de o ella o yo. No, por Dios. Nunca me han ido las guerras perdidas de antemano. A excepción de lo mío con Víctor, que era kamikaze…, ¿verdad?
La cuestión es que el resto del universo pareció darle más importancia que yo al evento. Cumplía treinta. Treinta añazos. La treintena. ¿Que no iba a hacer nada especial? Todo el mundo me decía que debía de estar o loca o deprimida, pero la verdad es que no estaba ni una cosa ni otra.
Decidí llamar a Lola para pedirle por favor que no montase ningún follón por su cuenta. Me prometió que no lo haría y, tras conseguir que lo dijera de verdad, me preguntó enfurruñada si al menos cenaría con ellas para celebrarlo.
—Creo que podremos arrancarle a Carmen la lapa del pezón y sacarla de paseo —dijo con desgana.
Era evidente que algo no andaba bien en el reino de la orgía y el desenfreno, pero no sería yo la que insistiera otra vez sobre el tema de su jefe. Suponía que su relación de pareja con Rai le estaba dando quebraderos de cabeza, pero egoístamente pensé que hacerse mayor implicaba aquellas cosas y que quizá el problema radicaba en que empezaba a vivir esas experiencias un pelín demasiado tarde. No me preocupé por preguntarme si yo estaba aceptando bien eso de hacerme mayor.
Así que quedamos en que cenaríamos para celebrar mi treintena en el restaurante de siempre y que, si nos apetecía, saldríamos a tomar una copa después.
Y dos días antes de mi cumpleaños Víctor me llamó y me preguntó si había planeado algo especial.
—Saldré a cenar con las chicas y nos tomaremos unas copas. Pero nada especial. Creo que no está el horno para bollos —dije sentándome a los pies de la cama.
—¿Y eso?
—Pues… no podemos obviar que Carmen ha sido mamá y, claro…, eso cambia muchas cosas. Y nos guste o no… nos estamos haciendo mayores.
Víctor se rio y lo imaginé reclinándose en la silla de su despacho.
—¿Y Bruno?
—Se va a pasar el fin de semana con su hija, que los cumple el día anterior.
—Claro. Entonces… ¿no vas a hacer nada especial? Son tus treinta.
—Dejad de decir eso. ¿Es que todo el mundo tira la casa por la ventana cuando cumple treinta?
—Claro.
—¿Qué hiciste tú?
—Me fui con mis amigos a Croacia, me agarré un pedo histórico y me tiré a dos rubias de catálogo Pirelli.
—¿Y qué tiene eso de especial? Tú siempre estás tirándote a rubias de catálogo —refunfuñé.
—A la vez —contestó crípticamente.
Cerré la boca porque me vi reflejada en el espejo de la cómoda y mi expresión me pareció sobradamente imbécil.
—Debes de estar de coña. —Moví la cabeza, sonriendo avergonzada al imaginármelo.
—No, pero no te preocupes. No hace falta que te tires a dos rubias. Eso sí, si lo haces, grábalo. Sería un magnífico regalo de Navidad para mí.
—Eres gilipollas. —Me reí—. Y algún día vas a tener que contarme eso con más detalle.
—Sí, ya, claro. Oye, ¿te parece que cenemos mañana y lo celebramos?
—No quiero fiestas, aviso.
—Nada. No te preocupes. Algo sencillo. Solo tú y yo.
Y «solo tú y yo» sonó tremendamente tentador.
Víctor no me dijo nada de adónde iríamos. Delante del armario abierto lo maldije entre dientes un par de veces. ¿Qué se ponía una para cenar la víspera de su cumpleaños con el hombre más guapo y elegante del mundo? ¿Dónde cenaríamos? Lo imaginé, siempre con la prenda perfecta para la ocasión. Pantalones vaqueros, trajes, camisetas de algodón, jerséis de cuello de pico sobre perfectas camisas de cuellos almidonados, suéteres suaves, de los que animan a tocar… Incluso dentro de la cama llevaba siempre la prenda adecuada. Unos bóxers pegaditos, provocadoramente sencillos, que cuando dormía se ceñían a su trasero de una manera tan tentadora…
Alargué la mano y cogí el teléfono. No quería seguir pensando en la ropa interior de Víctor. Ni en lo que había debajo de ella. Cuando me cansé de escuchar tonos de llamada sin respuesta, colgué y alcancé el móvil. Lola lo cogió al tercer timbrazo.
—¿Qué pasa, perra? —dijo con soltura.
—Te he llamado a casa. Estás de picos pardos, ¿eh?
—No sé yo si se pueden llamar picos pardos…
—Necesito que me eches una mano. Estoy sentada en la cama en ropa interior desde hace al menos media hora y aún no sé qué ponerme. ¿No te diría Víctor por casualidad adónde me lleva o qué se va a poner él?
Escuché sus sonoras carcajadas con resignación.
—Víctor, Valeria no sabe qué ponerse.
—¡¡Oh, mierda, estás con él!!
—Sí, mierda, estoy con él. Ahora mismo se está metiendo una camisa vaquera por dentro de unos pantalones marrón caca caídos de cintura. Está muy guapo. ¿Te vas a poner ese jersey? ¡¡Huy!! ¡Qué mono!
Me tapé los ojos.
—¿Puedes recomendarme, por favor, algo que ponerme?
—Dile que en veinte minutos estoy en su casa —escuché decir a Víctor.
—¡¡Joder!! —me quejé amargamente.
—Escúchame… —susurró Lola muy bajito—. Más vale que te prepares. Lo de hoy me haría mantequilla fundida hasta a mí, que no tengo sentimientos.
—No jodas la marrana —dije antes de colgar.
Tiré el móvil encima de la cama y saqué del armario unos vaqueros rectos, una camiseta blanca muy fina y una chaqueta de entretiempo, tipo chubasquero, de color verde militar. Me lo fui poniendo todo mientras correteaba por la habitación, terminando de arreglarme el pelo y retocando el maquillaje.
Cuando salí del portal lo encontré apoyado en su coche, mirándome con una sonrisa espléndida. Tuve que echar mano de mucho autocontrol para no dejarme caer de rodillas y pedirle explicaciones a Dios. Allí, con unos pantalones de color marrón, el cuello de una camisa vaquera asomando por el cuello chimenea de su jersey grueso de color arena y unas Ray-Ban clásicas, Víctor estaba para comérselo.
Se incorporó, me besó en la mejilla, me dijo lo guapa que estaba y se empeñó en acompañarme a mi lado del coche, para abrirme la puerta. Antes de cerrar no me pasó inadvertida la miradita que echó a mis zapatos negros de tacón con tachuelas. Creo que le gustaban…
Víctor se sentó en el asiento del conductor y me sonrió. Después, humedeció sus labios y me preguntó si estaba preparada.
Le eché un vistazo. Es posible que no me hallara preparada para que él estuviera tan guapo. Su jersey se acoplaba a su cuerpo, pegándose a su estómago plano; casi me arrancó un suspiro.
—¿Preparada? —insistió.
—Sí. O no. No lo sé. Contigo nunca se sabe.
—Eso es bueno. —Esbozó una mueca en sus labios de bizcocho y me guiñó un ojo.
—¿Adónde vamos? Aún es pronto para cenar.
No contestó. Solo rio sordamente, encantado de ser capaz de mantenerme en vilo.
Cuarenta y cinco minutos más tarde aparcábamos junto a una casita con parcela a las afueras de la ciudad. Me quedé esperando una explicación, pero él solo me animó a seguirlo y sacó unas llaves de su bolsillo. Abrió la puerta de metal y tras ella apareció un jardincito de cuento, salpicado de piedras planas y brillantes entre un césped verde intenso, espeso, que cubría el suelo hasta llegar al escalón de acceso al porche delantero de la casa.
No resultaba muy grande. Era como un pareado con parcela independiente. El edificio era de ladrillo rojizo y las paredes exteriores estaban parcialmente cubiertas por hiedras trepadoras y otras plantas que enmarcaban las ventanas de madera.
La puerta, también de madera, se abrió pesadamente después de que Víctor diera varias vueltas a la llave. Él pasó delante de mí y, tras un chasquido, las luces del jardín se encendieron dándole a la escena una apariencia onírica. En los troncos de los árboles había pequeñas luces, como las de los árboles de Navidad, pero todas blancas, que parecían ser parte de ellos, como si se tratase de una nueva especie, mitad árbol, mitad luz.
Víctor se asomó y, dándome la mano, me invitó a entrar. Quería preguntarle de quién era aquella casa y qué hacíamos allí, pero el olor a lavanda de su interior me entretuvo y me dejé llevar por unas escaleras, hacia arriba, pasando tres rellanos de largo. Me dejé llevar por el tacto de su mano entrelazando sus dedos con los míos. El último tramo de escalera daba a una puerta cerrada tras la que apareció una buhardilla de techos altos. A la izquierda había una pared llena de armarios y una puerta que tras asomarme descubrí que daba a un baño clásico blanco y decorado con discretos detalles florales, con una bañera con patas.
En la estancia principal había un sofá amplio y frente a él una mesa baja sobre una alfombra color vino, tupida y espesa. Delante del sofá, en la pared contraria, una televisión grande en un mueble de madera rústica repleto de discos compactos. Habría música como para pasar años sin repetir un solo disco.
La ya tenue luz que entraba por una ventana a la derecha iluminaba una cama grande cubierta por una esponjosa colcha blanca separada del resto de la estancia por una pared de ladrillo inacabada. El cabecero, las mesitas y un armario eran de madera, como el marco de la ventana. Sobre la cama colgaba una lámpara pequeña y antigua que recordaba a aquellas películas de época en las que las lámparas aún funcionaban con aceite.
Me giré a mirar a Víctor, que había vaciado sus bolsillos sobre la mesa baja, desprendiéndose de la cartera, el móvil y la BlackBerry. Me devolvió la mirada, curioso, tratando de medir mi expresión.
—¿Qué es esto? —pregunté sin poder evitar una sonrisa.
—Es solo una cena, como te dije. Pero una cena especial.
—Pero…
—Poco a poco.
Me quedé sentada en el sofá mientras escuchaba a Víctor bajar la escalera de nuevo. Aquella estancia era tan acogedora que me sentí en mi propia casa. Era como la casa que todos hemos soñado tener alguna vez; creo que era aquello lo que la convertía en algo tan familiar.
En las paredes había unas fotografías preciosas en blanco y negro que me recordaron vagamente a Adrián, pero tardé tanto en darle forma a aquel recuerdo que cuando lo hice ya no me trajo melancolía a la cabeza. Sobre el mueble en el que se encontraba la televisión había también unas cuantas pinturas sencillas, con colores cálidos. Una de ellas solo representaba las piernas de una mujer enfundadas en unos vaqueros y sus pies, engalanados con unos zapatos de tacón rojos.
Víctor apareció de nuevo cargando una cesta enorme de picnic y sonrió. Se sentó en el suelo, frente a mí, y empezó a sacar el contenido y a organizarlo sobre la mesa. Una botella de vino y dos copas. Adiviné en el interior otra botella. Unos platos preciosos, blancos con un filamento dorado en el borde, clásicos, como la casa. Cubiertos para dos y dos servilletas de hilo elegantemente enrolladas en un servilletero a conjunto con la vajilla. Después, ante mi atenta mirada, sacó un tupper y al borde de la risa lo abrió y me enseñó el contenido. Me reí con una carcajada infantil. Una sencilla tortilla de patata. Sacó otro más y repitió la operación, enseñándome el contenido: unos sándwiches preparados cortados en triángulos y algunas tartaletas saladas. Por último, un tupper lleno de uvas y fresas.
—Nada complicado. —Sonrió, mirándome.
—Sí, como dijiste.
—Nada de fiestas. Solo tú y yo.
Únicamente pude obligarme a mí misma a tragar saliva y seguir sonriendo.
Nos sentamos sobre la alfombra a cenar cuando empezó a caer la noche. Comenzamos sirviéndonos una copa de vino. Era tinto pero dulzón. Había algo en él que me recordaba el sabor de las uvas pasas. Después comimos algún sándwich y disfrutamos la tortilla casera, que estaba como a mí me gusta, templada.
—¿Vas a darme ya alguna explicación? —le dije acomodándome sobre un cojín—. ¿Quién te ha ayudado con todo esto?
—¿Por qué crees que me han ayudado? He podido hacerlo solo.
—Venga…, ¡confiesa!
—Me ayudó mi madre.
Los dos estallamos en carcajadas y él se levantó de un salto para buscar un CD. Eso me dio la pista de que conocía la casa. Encendió el equipo de música y colocó un disco compacto. Unos segundos después sonaba These Arms of Mine, cantada por la aterciopelada voz de Otis Redding. No, por favor, soul no, que me enamoro.
—Te gusta el soul, ¿verdad? —preguntó.
—Me encanta.
—Este disco es genial. Tiene un poco de todo —dijo mirando la carátula y dejándola después sobre el mueble.
—¿Es tu casa secreta? ¿Vienes aquí los días lluviosos a leer en un sillón con orejas frente a la ventana?
—No. —Se rio—. Es de un amigo mío. Yo le diseñé la reforma. Ahora está de viaje con toda su familia y me la prestó.
—Es preciosa pero… ¿qué tiene de especial? Me refiero a… ¿por qué aquí hoy?
—Bueno. Es bonita, sí, pero siempre hay un porqué, supongo.
—¿Y cuál es?
—No tengas prisa.
Su sonrisa dio la conversación por zanjada. Víctor encendió unas velas y apagó todas las luces excepto una lámpara en un rincón. La Valeria que se resistía se cogió con las uñas al sofá, por no derretirse.
Después de cenar tomamos la fruta con las manos, nos tumbamos y hablamos sobre cosas, sin ton ni son. Sonaron James Brown, Fontella Bass, Aretha Franklin, Marvin Gaye… Hablamos de papel pintado, de la forma de algunas nubes y el nombre que reciben; hablamos de un viaje en avión cruzando el Atlántico bajo una tormenta y sobre un fin de semana en la campiña inglesa, en el que no dejó de llover. Le conté algunas cosas que no tenían sentido en aquel momento. Le hablé de una muñeca que tenía de pequeña, de trapo, que había sido de mi madre. Le hablé de una colcha que intenté coser junto con mi hermana y del primer chico que me besó.
Él me habló de la primera chica a la que quiso y recordó el color rojizo de su pelo entre sus dedos, mientras le acariciaba la cara. Susurró que añoraba esos tiempos en los que un hombre podía pedir a una mujer que bailara con él una balada pasada de moda. Y cuando nos quisimos dar cuenta era noche cerrada.
Garnet Mimms & The Enchanters cantaban For Your Precious Love cuando Víctor me preguntó si estaría fuera de lugar que me pidiera un baile.
—Supongo que no. —Sonreí encantada.
Se levantó, tiró de mí para ponerme en pie y me rodeó la cintura con su brazo izquierdo. La mano derecha se abrió sobre mi espalda, encima de la fina tela de la camiseta. Mi mano izquierda acarició su brazo y la derecha su torneado hombro. Me apoyé en su pecho y… bailamos. Bailamos en un abrazo inocente, como si fuéramos dos novios adolescentes, tímidos, que se aprietan cuanto pueden en la oscuridad de un portal.
Sentí su corazón bombear bajo la tela de su camisa y me dejé llevar por su ritmo y el de la canción. Víctor tarareó la letra muy bajo.
Imaginé que aquella era nuestra primera cita, que no teníamos un pasado que nos impidiera atrevernos. Imaginé que Víctor no estaba inundado de una poderosa sexualidad que lo invadía todo. Yo no había estado casada. Él no había sido mi amante. Nunca nos habíamos hecho daño. Sería una relación sana, tierna y para siempre.
Víctor me estrechó un poco más y seguimos bailando. No sé cuánto tiempo estuvimos así, no sé cuántas canciones más sonaron, pero de pronto me di cuenta de que atesoraría aquel recuerdo con más celo que el de cada una de las ocasiones que habíamos compartido cama. Porque a veces Víctor no era más que un sentimiento enorme que me llenaba el pecho. Y no era un chico guapo; no era un cuerpo de pecado, no era el ritmo que imponía en la cama. Solo era… un chico. Y deseé que fuera un chico enamorado y que lo nuestro pudiera ser…
Víctor se separó a regañadientes de mí y miró su reloj de pulsera. Levanté la mirada hacia su cara, desilusionada, creyendo que se nos hacía tarde y que ya tendríamos que volver a la ciudad. Me entristecí porque no quería volver a mi casa, al menos aún no. En aquel momento me parecería pequeña, fría y muy vacía. Quise disimular y sonreí.
—Se nos hace tarde —le dije.
—No. Qué va. Ahora empieza de verdad la sorpresa. Al menos dijeron que sería sobre esta hora.
Víctor fue hacia la pared, hasta un pequeño monitor en el que yo no había reparado. Era como los mandos de domótica que se instalan ahora en las casas modernas. Apretó un botón y un sonido mecánico me hizo mirar hacia el techo. Tampoco me había dado cuenta de que el techo estaba cubierto por una lona del mismo color que las paredes, que ahora se estaba retirando, dejando a la vista un techo de cristal impecable. Sobre ella nos veíamos reflejados con la luz vacilante de las velas, pero Víctor las apagó una por una, sumiéndonos en una oscuridad que no me inquietó. Después se acercó a mí; estábamos inmersos en la negrura y me pidió que me tumbara sobre mi espalda, mirando al techo. El cielo se veía oscuro y salpicado de luces. Sentí a Víctor acostarse a mi lado y esperamos callados. Yo sin saber qué esperaba.
De pronto una estrella fugaz cruzó el cielo y de mi garganta salió una expresión de sorpresa. Cuando iba a preguntarle si la había visto, otra apareció de nuevo. Cogí aire suavemente, entre los labios entreabiertos. Me giré hacia Víctor, que me miraba.
—¿No lo sabías? —me preguntó.
—No.
—Lluvia de estrellas.
Volví la mirada hacia el techo y sonreí. Una luz plateada nos iluminaba ahora que los ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Víctor acercó su mano a la mía y la cogí, trenzando sus dedos con los míos.
—Gracias —dije.
—Yo no he hecho nada. Solo es…, piénsalo…, basura espacial.
—Es… perfecto.
Sonaba I’ve Been Loving You Too Long, de Otis Redding. No imaginaba qué podía hacer de aquella noche algo más perfecto… hasta que Víctor me rodeó con un brazo y dejó que me acurrucara al abrigo de su cuerpo, que emanaba un calor delicioso.
—Ojalá no acabara nunca —dije.
—Ojalá no amanezca —me respondió.
Pasamos callados cerca de dos horas, hasta que las luces de las estrellas fugaces dejaron de cruzar el pedazo de cielo que podíamos ver. Después nos giramos sobre la alfombra y nos miramos sin decir nada. El estómago se me llenó de un miedo irracional terrible y tuve que controlarme para que la respiración no me saliera a trompicones y no me empezara a temblar. La mano de Víctor fue hacia mi mejilla y me acarició la cara, como a aquella chica de la que se enamoró una vez, hacía tantos años. Después me dijo en un susurro:
—Feliz cumpleaños.
Me incorporé y Víctor hizo lo mismo, sin poder evitar la expresión de sorpresa cuando me senté a horcajadas sobre él y lo abracé. Aun así, me devolvió el gesto con fuerza tras unos segundos.
Cerré los ojos, porque no quería que ningún estímulo me devolviera a la realidad en la que aquello era perverso y maligno. No quise sentir más que su respiración pegada a mi garganta, sus labios sobre la piel de mi cuello y sus manos acariciando mi largo pelo. No quise oler nada que no fuera la mezcla entre su perfume y su piel. No quise tocar más que su pelo, su cuello y su espalda.
Me separé despacio de él y sonreí, sonrojada.
—Gracias, Víctor. Ha sido una de las noches más especiales de mi vida.
—No podemos irnos aún. —Sonrió tímidamente también—. Traje…
Nos miramos, con nuestros cuerpos tan juntos, en una postura tan comprometida… Sería imposible convencer a alguien que nos viera de que no había pasado nada. Y no había pasado. Aún…
Me dejé caer a su lado, incómoda, y acaricié la alfombra mullida con los dedos. Víctor alcanzó la cesta y sacó otra botella del mismo vino.
—Tenemos que brindar —dijo.
—Sí. Por mi treintena.
—Sí…, por tus treinta años. Y no podremos irnos hasta que la terminemos.
La voz de Víctor me pareció extrañamente trémula entonces y me quedé mirándolo, esperando que dijera algo más o esperando a lo mejor encontrar una pista de por qué de repente su voz, normalmente sensual y grave, temblaba ligeramente. Imaginé que se inclinaba sobre mí y me besaba. Yo tendría que rechazarlo entonces…, pero no sabía si podría hacerlo. Quise que no lo hiciera. Pero Víctor solo abrió la botella y sirvió nuestras copas.
—Vamos —dijo ofreciéndome una—. Un discurso, cumpleañera.
—No…, haz tú los honores.
Víctor sonrió y, levantando la copa, susurró:
—Por que esta botella de vino no se termine, por que nunca se haga de día y por que no te olvides de esto jamás. —Bebimos—. Toma. —Víctor sacó un pequeño paquete de su bolsillo—. Algo me dice que te gustará.
Rasgué el papel de regalo con dedos trémulos y abrí una pequeña cajita antigua de terciopelo negro. Sonreí. Era un camafeo antiguo que me había gustado del anticuario que quedaba cerca de su casa. Ni siquiera recordaba habérselo comentado. Era caro, pero no era el dinero que había gastado lo que me emocionaba; era que supiera que aquel sería el regalo perfecto.
—Es precioso.
Al acariciar la piedra verdosa, rocé la tapa de la cajita y cayó un pequeño papel. Lo miré de reojo y él apartó la mirada. Lo dejé en mi regazo y desplegué la nota.
«Ojalá pudiera cambiar todo lo que hice. Ojalá un día olvides que nunca seré suficiente para ti. Ojalá en el futuro pueda hacerte feliz».
Nos miramos. Suspiramos. Dentro de mi bolso, mi móvil sonó rompiendo el momento. Sabía que sería Bruno.
—Te llaman —dijo.
—Sí, pero esta noche no estoy para nadie.
Dejé la caja y la nota sobre la mesa baja y me sentí muy cansada. ¿Qué podía hacer llegados a aquel momento? Solo dejarme arrullar un poco más por aquellas sensaciones…
Fui hacia donde sabía que estaba el dormitorio y me volví para mirarlo. Víctor se estaba levantando.
Nos encontramos a los pies de la cama, donde Víctor me abrazó con desespero y se inclinó hacia mí; pero yo tuve que alejarme de sus labios. No podíamos besarnos.
—No… —le supliqué.
—Pero lo necesito —imploró apoyando su frente en la mía—. Como respirar.
Levanté la cara hacia él, como las heroínas de las películas antiguas, arqueadas esperando el beso del Bogart de turno. Y Víctor no se hizo de rogar.
Entreabrí los labios para recibir los suyos y así se quedaron, porque fue un beso precioso, que no aspiró a ser nada más. No necesitábamos un beso apasionado entonces. Solo uno de amor.
Tras minutos de abrazos y caricias inocentes, mis manos desabrocharon los botones de su camisa, despacio, uno a uno. Después la deslicé por sus hombros hasta que él la dejó caer. No era lujuria lo que me empujaba a ello. Era la pura necesidad de sentir su piel debajo de mis dedos. Me hundí en su cuerpo y olí su perfume, sobre el vello de su pecho. Acaricié sus pectorales y dejé que mis manos bajaran hasta su cinturón. Víctor respiraba abruptamente.
Sus dedos subieron hábilmente mi camiseta y la dejamos caer también. Me agarró por la cintura y me levantó para que lo rodeara con mis piernas.
Qué suspiro sonó entonces en la habitación.
Me echó hacia atrás y me dejó caer sobre la cama. Sus manos acariciaron la piel de mis pechos por encima de la copa del sujetador; después subieron hasta mis hombros, mi cuello, mi pelo y mi cara.
Nos quitamos los pantalones y nos tumbamos en ropa interior. Su nariz entonces viajó hacia abajo, trazando un camino por mi escote. Me besó suavemente entre los pechos y siguió besándome el estómago. Cuando llegó a las braguitas, besó mi monte de Venus y un poco más abajo, provocándome un gemido.
Con un suspiro subió de nuevo hasta mí y se acomodó encima. Entrelazamos las piernas y Víctor volvió a inclinarse hacia mi boca.
—No puede pasar nada —dije apartándome suavemente.
—Ya lo sé. —Y su dedo índice me hizo cosquillas en la frente, tras apartarme un mechón de pelo—. Pero yo no necesito más. Solo a ti.
Y no. No necesitamos más.
Un rato después me dormí con la piel de su pecho bajo mi mejilla y nuestras manos trenzadas en su abdomen.
Y así fue como empecé otra década equivocándome de nuevo.