27

ARREGLANDO LAS COSAS… O AL MENOS INTENTÁNDOLO

Me encogí de hombros, miré a Carmen y resoplé.

—Y ya está. No dijo nada más.

—¿Solo te dice que no sabe si lo quieres más a él o a Víctor y ya está?

—Sí. Se fue. Cogió sus cosas y se pasó el día trabajando fuera —aclaré.

—Y cuando ¿volvió qué pasó?

—Pues… me avergüenza confesar que estuve tentada a hacerme la dormida, aunque al final me quise hacer la valiente y afrontar el problema. Pero él me dijo que lo dejáramos estar. Me pidió perdón por presionarme y…

—¿Y?

—Nos acostamos.

—¿En plan reconciliación? —preguntó Carmen con una sonrisilla.

—Eso creo. Con Bruno nunca se sabe.

—¿A qué te refieres?

—A que siempre tiene ganas. A veces me pregunto si realmente significa algo para él o solo es la mera satisfacción de una demanda física…, ¿sabes?

—Empiezas a ser retorcida —dijo con una sonrisa.

—Ya lo sé. Pero es que Bruno es tan…

—¿Tan qué?

—Tan pragmático, Carmen. Es pragmático para todo.

—¿Qué tiene eso de malo, cielo?

—Pues que hay cosas a las que no se les puede aplicar un pensamiento lógico.

Carmen se acomodó en el sofá, vigilando de reojo el walkie talkie que la conectaba con el sonido de la habitación del niño, y me preguntó casi susurrando si podía darme su opinión más sincera.

—A eso vengo, cariño. —Sonreí avergonzada.

—El caso es que… ya sabes que me cuesta darle la razón a Lola en la mayoría de las cosas, pero… ¿no crees que ahí hay algo más de lo que quieres admitir? Ya te lo he dicho en más de una ocasión, Valeria: uno no puede elegir a quién quiere.

—¿A qué te refieres? —pregunté mientras dejaba mi taza de café sobre la mesa.

—A que te agarras con uñas y dientes a la relación que mantienes con Bruno a pesar de que no estás enamorada.

—¿Crees que no estoy enamorada?

—No es que lo crea. Lo sé. Al menos no lo estás de Bruno. —La miré con angustia y ella siguió hablando—: De ahí que huyas de cualquier compromiso con él, de ahí que no te quites a Víctor de la cabeza. De ahí que… él siga siendo tan importante. Siempre está ahí. No te engañes, cariño.

—¿De verdad?

—Creo que ni siquiera te das cuenta. —Se encogió de hombros—. Y no es que piense que Víctor es el hombre ideal… También tienes que acordarte de lo otro.

—¿Qué otro?

—De que dejaste a Víctor por algo.

—No lo dejé yo. Me dejó él.

—¿Cambia eso realmente las cosas?

—No lo sé.

—No digo que sea mal chico o que tenga malas intenciones, pero es una relación peligrosa. Creo simplemente que nunca ha sabido muy bien lo que quiere y te ha arrastrado con él. Y tienes que ser consciente de que entre los dos hay un algo que vosotros ahora llamáis ser amigos pero que va mucho más allá. Y Bruno no es ciego. Ni tonto. Si te conoce un poco, y sé que lo hace, lo sabrá, probablemente mejor aun que tú.

—Carmen… —susurré mientras me frotaba la cara—. Me acosté con Víctor la noche del cumpleaños de Lola, después de la fiesta…

—Ya lo sé. —Sonrió.

—¿Te lo contó Lola?

—No. Bueno, a decir verdad, no lo sabía, pero me lo imaginaba.

—¿Y?

Carmen puso los ojos en blanco y se rascó la frente.

—¿Qué quieres que te diga? Creo que la razón no fue sexo.

Carmen se quedó esperando mi reacción. Pero solo asentí. Después me levanté, cogí mi taza vacía y la llevé a la cocina, donde la fregué y la dejé secar. Ella me siguió hasta allí y me cogió de la muñeca, tratando de llamar mi atención.

—No quiero meterme donde nadie me llama, Val, pero es que te quiero y… no quiero ni que vuelvan a hacerte daño ni que acabes haciéndoselo tú a otra persona. No te estoy juzgando, es que hasta tú lo sabes…

—Ya, ya… No te preocupes. —Sonreí triste.

—¿Sabes? En el fondo te envidio —dijo acariciándome el pelo.

—¿Envidiarme? —Arqueé las cejas y lancé una sincera carcajada—. No sabes lo que dices.

—Claro que lo sé. Mírate. Tienes todas las opciones delante de ti y…

Me apoyé en el banco de la cocina y levanté la ceja izquierda.

—Pero tú…, tú eres feliz.

—Sí. Claro que lo soy. Pero…

—¿Pero? ¿Cabe aquí un pero?

—Es inevitable pensar que… la vida sigue ahí fuera mientras yo estoy aquí, meciendo a mi bebé, esperando a mi marido… Ya no tengo planes para mí. Me he olvidado de mí misma. —Abrió mucho los ojos expresivamente sin mirar nada en concreto—. Solo es… él. Y me siento culpable pero… me apetece… divertirme.

Me acerqué, le di un beso en la mejilla y le acaricié los rizos.

—Carmenchu, puedes divertirte. No serás una mala madre por hacerlo. Las cosas simplemente han cambiado. Pero eres joven y…, ¿por qué no vamos a poder salir las cuatro juntas por ahí cuando nos apetezca? Tienes un marido estupendo que seguro que no tiene ningún reparo en quedarse con el bebé.

—No podría hacer eso.

—¿Por qué? No es nada malo. No estás abandonando a tu bebé. Gonzalo estará bien. Es su padre.

—Pero… ¿y si no añoro un día de chicas? ¿Y si lo que añoro es mi vida anterior? Mi independencia, mi libertad, todas esas puertas aún por abrir o cerrar… ¿Y si un día salgo por ahí y me doy cuenta de que sigo queriendo más y más?

—Me juego la mano derecha a que eso no va a pasar. Y te lo demostraré. Anímate. Háblalo con Borja y, simplemente, pon fecha. Saldremos las cuatro, como antes. Nos tomaremos unas copas e incluso iremos a bailar. Ya verás como a las dos de la mañana nos dices que te vas a casa porque te aburres.

Carmen sonrió de lado y me dio un beso en la mejilla.

—Gracias.

—Gracias a ti, sabia Carmenchu.

Las dos nos reímos y Carmen movió la nariz.

—Oye, Val, ¿has cambiado de perfume?

—Pues… no.

Me olí la blusa y me quedé pensando. Al fin caí en la cuenta.

—Ah, no, es que la última vez que estuve en casa de mi hermana me puse del suyo y llevaba esta ropa. —Me quedé mirándola—. Pero menudo olfato el tuyo. Yo ni siquiera lo había notado.

Y Carmen se quedó especialmente pensativa después de aquello.

Cuando llegué a casa encontré a Bruno en la cocina, preparando café. Llevaba un jersey gris viejo y unos vaqueros, y probablemente no se afeitaba desde hacía un par de semanas. Y aun con ese aspecto un poco desaliñado tenía ese encanto de escritor torturado por las ideas que le añadía atractivo… Sonreí para mí al sentir algo burbujeando en mi estómago.

—Hola, cielo —dijo al verme. Nos dimos un beso—. ¿Quieres uno? —Señaló con un gesto la cafetera.

—No, gracias. Acabo de tomarme uno en casa de Carmen.

—¿Tienes tabaco? No me apetece bajar al estanco.

Abrí el bolso y le pasé mi cajetilla de cigarrillos, de la que cogió uno y lo encendió. Una calada llenó la pequeña cocina de humo.

—¿Pasa algo? —preguntó mientras se servía una taza de café.

Suspiré.

—Supongo que tenemos que hablar.

Él le dio un largo trago a su café y, dejándolo a un lado después, dio otra calada al cigarrillo y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Quiero ser sincera contigo en la medida de lo posible. Y creo que es hora de ponerle nombre a eso que no está funcionando bien aquí. —Respiré hondo.

—Valeria… —Sonrió—. No hace falta.

—Sí, sí que hace falta. Me hace falta a mí.

Bruno alargó una mano y me cogió de la muñeca, tirando de mí. Me apretó contra su pecho y me besó en la frente; después en el cuello, inclinándose.

—Déjalo, Val… Solo… intentémoslo.

—Pero… ¿y si nunca termina de cuajar?

—Nunca he sido de esas personas que abandonan por un «¿y si…?». —Nos besamos—. Solo tienes que convencerte de que quieres intentarlo de verdad, cariño. No te asustes por las implicaciones. Lo haremos funcionar.

El resto del cigarrillo que Bruno había encendido se consumió solo en el cenicero mientras Bruno y yo… lo intentábamos.

Casualidades de la vida, Nerea y Lola se encontraron en la planta de cosmética de El Corte Inglés. Las dos iban cargadas con un par de bolsas y las dos sabían lo que significaba aquello: terapia consumista.

Nerea, que se había tomado el resto de la tarde libre, le propuso a Lola ir a merendar a una cafetería muy cuca que quedaba cerca de allí, y Lola, que ya había salido de trabajar, no encontró motivo para decir que no.

Se sentaron en una mesita al fondo y pidieron un par de batidos light. Después se quedaron mirándose la una a la otra, esperando que alguien empezara la conversación. No era que no se consideraran lo suficientemente amigas como para irse solas a tomar algo. La cuestión era que hacía mucho tiempo que no quedaban a solas. Empezaron hablando del tiempo, de la alergia, de las hermanas de Nerea, del trabajo de Lola… Y cuando llevaban más de veinte minutos así, Nerea arqueó una ceja y preguntó sin venir a cuento:

—¿Se puede saber qué te pasa?

—¿Cómo? —inquirió Lola sin entender.

—Llevamos media hora aquí y no has dicho aún ningún taco, no te has reído de mí ni has tratado de pellizcarme los pezones. Tampoco le has dicho ninguna barbaridad al camarero y hasta yo veo que está bueno. ¿Qué pasa? ¿Estás tomando Prozac?

—¡No! —contestó Lola. Echó una ojeada al chico que les había servido las consumiciones y se dio cuenta de que, ciertamente, algo debía de estar pasándole—. Igual debería empezar a medicarme.

Y lo dijo sin despegar la mirada de la barra.

—Para, que tienes novio —la reprendió Nerea al comprobar que empezaba un jueguecito de ojitos y caiditas de pestañas con el camarero.

—Ah, sí, mi novio… —dijo Lola volviendo la mirada a la mesa.

—¿Qué pasa con Rai? ¿Es por él?

Lola suspiró y apoyó la barbilla en su mano derecha.

—No. O sí. No lo sé.

—Algo pasa, Lola, y tú no eres de esas chicas que no saben qué es lo que les pasa. Esto me recuerda a Sergio.

Y, ciertamente, recordaba aquella autodestructiva relación que Lola había mantenido con su coordinador, un tipo muy guapo y muy todo que estuvo a punto de volverla loca compaginando sus maratones en la cama con su perfecta vida con su perfecta novia.

—Gracias a Dios, no tiene nada que ver con él.

—¿Entonces?

Lola se quedó pensativa. Nerea era, de sus tres amigas, la última persona que ella habría elegido para su confesión. No quería sus sermones victorianos, no quería sus normas del Manual de la chica de veintimuchos o los consejos que siempre le dio su madre. Pero al pensar en ello se dio cuenta de que todas aquellas cosas eran típicas de Nerea la fría, no de Nerea la que dejaba su trabajo para montar un negocio propio, la que empezaba a vestir a la moda y la que se había abstenido de todo tipo de ceremoniales y protocolos para preguntarle qué era lo que estaba pasándole. E incluso… ¿había dicho la palabra «pezones» sin pedir perdón o ponerse la mano en la boca después? Pues así era la vida. Un empedrado de días cargado de ese tipo de sorpresas.

Lola sonrió porque no quería hacer un drama y, finalmente, ante la atenta mirada de Nerea, que sorbía su batido, se animó a hablar.

—Mi jefe…, mi nuevo jefe… está tan bueno que a veces creo que está hecho de puto sirope de chocolate. Y no es solo eso, es que me… Intenta ligar conmigo. Bueno, ligar conmigo por decir algo. Lo que realmente quiere es rellenarme como un pavo asado, con su polla, claro, no de verdura… El caso es que, bueno, yo coqueteo, pero estoy siendo buena. Todo lo buena que puede ser Lola. Pero lo tengo clavado en el puto subconsciente. Si ese me folla me la mete hasta la garganta. Y… sueño con él. Y parece ser que… digo su nombre en sueños. No sueños en plural, a decir verdad. Sueño en singular. Pero a Rai…, ya imaginarás, le sentó como si lo hubiera sodomizado con una berenjena. Ahora está en plan hombre herido en su orgullo y no sé muy bien qué hacer, porque, para ser sincera conmigo misma, mi jefe me pone perrísima, y Rai es un chiquillo de reacciones desmedidas con las que no sé lidiar. No tengo referencias. Todos los tipos con los que he estado han recibido un boleto de ida sin retorno al país de los «jamás volveré a follarte» cuando se han puesto raritos.

Nerea terminó su batido y apartó la copa. Asintió y, cuando Lola esperaba que dijera algo para tranquilizarla, abrió su boquita y se rio. ¡Se rio!

—Oye, tú, cerda, no se te ocurra reírte de mí —saltó Lola, molesta por su carcajada.

—Ay, Lolita…, es que parece otra de tus truculentas historias de sexo descontrolado, pero no lo es. —Negó con la cabeza y esbozó una sonrisa preciosa que iluminó sus ojos verdes—. Solo es que estás enamorada de Rai y te asusta pensar que es el definitivo.

—Yo nunca pienso en esas cosas. No digas tonterías.

—No seas cerrada —le pidió con el ceño fruncido—. Quizá no lo piensas, pero lo sientes. Y te agobia pensar que la Lola que acudía a cada cena con una historia diferente de morbo y depravación haya desaparecido.

—Tú no has visto a mi jefe.

—Que sí, que probablemente esté muy bueno y esas cosas, pero ese no es el problema. Mira las cosas con perspectiva.

—Es que…

—Es que lo que quieres no es zumbarte a tu jefe, es volver a tu vida de ligues absurdos que se van después de follar. —Lola abrió los ojos de par en par cuando la escuchó decir esa palabra—. Y un día lo verás claro y te dirás: con lo guapo, inocente, bueno y caliente que es mi novio…, ¿por qué quiero andar como puta por rastrojo por un cualquiera?

Lola se quedó sin palabras. Y dejar a Lola sin palabras es difícil, que conste. Pero hacía muchos años que conocía a Nerea y jamás la imaginó hablando tan claro. Al principio pensó que debían de haberle echado algo en el batido, e incluso se inclinó en la mesa para evaluar el estado de sus pupilas, pero cuando comprobó que todo parecía normal se dio cuenta de una cosa: el tiempo pasa y no suele ser en balde. Todas cambiamos. Nerea estaba dando el paso final para convertirse en la interesantísima Nerea la templada.

—¿Sabes, Ne? Tu nombre empieza a resonar fuerte en la lista de tías a las que me follaría.

Nerea la miró con desdén y la tomó por loca.

—No hagas el tonto. Agarra a ese chiquillo y hazlo el hombre que puede ser con ayuda de una mujer como tú.

—Eso suena sumamente interesante.

Entonces Lola alcanzó a ver una bolsita de La Perla que sobresalía de una de Dior y le preguntó qué se había comprado.

—Ah, nada. Una fruslería. La base iluminadora de Dior y unas sombritas de ojos.

—No sabía yo que en La Perla vendieran maquillaje… —Y al decirlo elevó malignamente su impoluta ceja izquierda—. ¿Me dejas verlo?

—Eh… —Se avergonzó Nerea—. Sí, pero no lo saques de la bolsa, por favor.

Puso la bolsita sobre la mesa y Lola se asomó, metió la mano, lo extendió cuanto pudo sin sacarlo y después, mirando de nuevo a Nerea con los ojos muy abiertos, carraspeó.

—Pues menuda fruslería…, y no es precisamente barata.

—Fondo de armario. O mejor dicho, fondo de cajón. —Se rio Nerea, queriendo desviar pronto el tema—. Échale un vistazo a las sombras de primavera de Dior de edición limitada. Son monísimas…

—Espera, espera… —Sonrió Lola—. Nerea…, te voy a preguntar algo y espero que seas sincera. Porque, ya sabes, somos amigas, mentir a una amiga está fatal y además… nosotras… somos muy amigas.

—Claro. Yo te quiero —dijo sonriente Nerea.

—Vale, pues como me quieres…, ¿te estás viendo con alguien, Ne?

—¿Eh? ¿Qué quieres decir?

—Sabes de sobra lo que quiero decir. ¿Follas con alguien? ¿Te la meten? ¿Chupas nardo antes de dormir?

—¡Ay, por Dios, Lola! No. —Negó con la cabeza y miró a Lola. Siguió negando, pero su voz dejó de ser tan rotunda—. ¿No?

—¿No? ¿O sí?

—No. —Y puso carita de perro abandonado.

—¿Me lo cuentas?

Nerea se apoyó en la mesa y lloriqueó, esperando que Lola la dejase en paz, pero, evidentemente, eso no iba a ocurrir.

—¿Te has echado novio, Nereíta? —bromeó Lola.

—No. Ojalá. O no. No lo sé. Es que…

—¿Qué?

—Me gusta un chico.

—¿Quién es?

—Déjame primero que te lo explique… —Se incorporó y cruzó las manos—. No es mi tipo. No me gusta su manera de ser. Me pone muy nerviosa y el sesenta por ciento de las veces que abre la boca lo estrangularía. Pero…

—Pero te pone perraca, ¿no? —preguntó Lola, y le dio un sorbo a su batido.

—No es eso. Bueno, sí, además. Es que… no dejo de pensar en él. No…, no puedo decirle que no, y cuando me doy cuenta…, cuando me doy cuenta… —se acercó a Lola por encima de la mesa y susurró— estamos ahí, dándole. ¡Y no solo en la cama! Le da igual. En la mesa de mi escritorio, en el pasillo de mi casa, en su estudio, en el baño de un bar…

—Entonces… ¿quieres dejar de hacer esas cosas? ¿Es lo que me estás diciendo?

—¡Oh, no! Lo que quiero es que sea mi novio —dijo con ingenuidad.

—¿Quién es?

—Es… Jorge, el de las fotos de tu cumple.

Lola abrió los ojos mucho mientras sorbía de su pajita y después de tragar lanzó una expresión de sorpresa.

—Pero ¡Nerea! ¡Tienes un gusto exquisito!

—Se tira eructos en la cama. Se rasca el culo cuando se levanta. Y mejor no sigo porque come con las manos, se chupa los dedos sonoramente después, me toca las tetas en público y además…, además no quiere nada serio.

—Bueno, tiene pinta de ser de esos, la verdad.

—¿Y qué puedo hacer? —preguntó Nerea esperanzada.

—Pues… se me ocurre un par de cosas.

Dio una palmada al aire y después se frotó las manos. ¡Cómo le gustaban esas tardes de chicas!