NO SÉ QUÉ ES, PERO NO ESTOY A GUSTO
Bruno me volvió a despertar a las ocho de la mañana para preguntarme si quería café. Él ya se había dado una ducha, se había vestido, había bajado a por el periódico y una cajetilla de tabaco y estaba preparando el desayuno.
Como siempre, me hice la remolona y me tapé la cabeza con la colcha, pero no creo que nadie conozca a Bruno por su infinita paciencia. De un tirón me quitó las sábanas de las manos y ya con un tono de voz tirante me pidió que me levantara.
—Venga, levántate —repitió.
—Son las ocho, Bruno.
—Levántate, necesito hablar contigo.
Evidentemente no tenía posibilidad de seguir postergando el tema. Y ya había tenido suerte retrasándolo tanto.
Fui al baño, me lavé la cara con agua fría y los dientes y salí haciéndome una coleta. Bruno me pasó una taza de café y me hizo sentar en el sillón. Subí los pies al asiento y le di un sorbo a la bebida mientras él me miraba.
—Estoy molesto —dijo de pronto—. Y si sigo callándomelo se va a convertir en un problema. —Asentí—. ¿No me vas a preguntar por qué estoy molesto?
—No me hace falta; ya lo sé.
—Entonces ¿por qué narices no haces nada por remediarlo? —Su tono de voz subió ostensiblemente.
—Bruno, yo no puedo trabajar siguiendo tus rutinas porque a ti te venga en gana.
—Eso lo sé de sobra, pero es que no sigues ninguna rutina. Ni la mía ni la tuya ni la de nadie, porque no trabajas. Desde que estoy aquí solo te he visto escribir los artículos para la revista que, por cierto, antes de que te lo digan ellos, empiezan a flojear. —Abrí mucho los ojos, esperando que se disculpara por el comentario, pero no lo hizo. Cambió el peso del cuerpo de un pie al otro—. ¿Prefieres que sean ellos los que un día te llamen y te digan que lo sienten pero que van a tener que rescindir tu contrato? ¿De qué cojones vivirás entonces? ¿Con qué vas a pagar la maldita hipoteca de aquí a que termines de pagar el piso?
—No sé si te has dado cuenta, pero esto es un estudio y lo compré antes de que subieran los precios. La hipoteca es…
—¡Me da igual! ¡¡No trabajas!! ¿Qué haces con tu vida? ¿Crees que esto es sostenible? Pero… vamos a ver, ¿quién narices te crees? ¿J. K. Rowling? ¡Esos libros no van a darte de comer eternamente!
—¡Y menos esos libros, ¿no?! —salté de pronto.
Bruno tranquilizó el tono al momento sin perder un ápice de su tirantez.
—Esa no es mi guerra, Valeria. Esa batalla la tienes contigo misma. No me acuses de haber dicho algo que, además, no diría nunca. Pero ese no es el problema.
—Pues no entiendo qué te ocurre, la verdad.
—El que no entiende qué ocurre soy yo. Cada día que pasa eres menos adulta, responsable y comunicativa. Me escondes algo.
Como buena cobarde me callé y no contesté. ¿Qué iba a decirle? ¿Que yo tampoco sabía qué estaba pasando pero que no, que no estaba a gusto? Ante mi silencio fue él quien terminó con un:
—Sabía que no era una buena idea venir a vivir aquí tan pronto.
Bruno cogió sus cosas de encima de la cómoda y fue a salir de casa, pero no quise dejar las cosas así. Lo más fácil habría sido callarme y esperar que se hubiera tranquilizado cuando volviera. Pero no. No quería hacerlo así.
—Bruno, Bruno… —Me levanté y lo alcancé—. No te vayas, por favor.
Se volvió, se apoyó en la pared y se quedó mirándome.
—¿Es demasiado, Valeria?
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes a qué me refiero. A esto. ¿Es demasiado? —Me quedé mirándolo sin contestar y negué con la cabeza—. Te presenté a mi hija. Te he metido en su vida, Valeria. Lo creas o no, eso significa algo.
—Lo creo, Bruno —contesté avergonzada.
—Pues no estás respondiendo como debieras.
—Es que no te das cuenta de que no pedí nada de esto. Exiges, exiges, exiges, pero ¿alguien me ha preguntado a mí qué es lo que quiero?
—¿Qué quieres, Valeria?
—Quiero que funcione, pero tienes que dejar de presionarme —pedí con voz calmada.
—Lo siento, pero necesito el mismo grado de implicación por tu parte.
—Esto ya no tiene nada que ver con mi trabajo, ¿no?
—No. Claro que no. —Metió las manos en los bolsillos.
—A veces me cuesta un poco comportarme como una novia al uso. Eso es todo. —Me hundí al tener que decirlo porque me sentí rematadamente gilipollas.
—¿Es demasiado compromiso para ti, Valeria?
—Deja de preguntarme eso. Ya te dije que no.
—Yo terminaré queriendo más. Nunca te lo he escondido. —Levanté las cejas y bufé pesadamente—. ¿Es Víctor? —preguntó.
—¿Cómo?
—A veces me da por pensar y… —Frunció el ceño.
—No, no. No hagas eso. Cariño. No pasa nada. Tú y yo estamos bien. ¿Vale? Yo…, yo… te quiero mucho. —Cogí su cara y lo miré.
—Eso ya lo sé. Lo que no sé es si a él lo quieres más o menos que a mí.
Carmen tuvo que llamar a su suegra para decirle que tardaría un poco más en ir a recoger a Gonzalo a su casa. Puri no reaccionó mal porque adoraba estar con Gonzalo. Para ella eran unas horas más para disfrutar de su nieto.
Carmen no se sentía especialmente bien al hacer aquello, pero pensaba que trabajar a media jornada no significaba dejar todos los días cosas por terminar. Quería cerrar aquella cuestión cuanto antes y después irse a casa, con su bebé. Este pensamiento la sorprendió, pero se reprendió. Pensó que era normal tener morriña pero se dijo que ahora debía trabajar.
A las cinco recogió sus trastos y se dispuso a irse, pero una compañera llamó su atención.
—¡Eh! ¿Te vas ya?
—Sí. Tengo a Gonzalo con mi suegra y…
—Ah, claro —le contestó ella—. A veces se me olvida que tienes un niño. Entonces vete, corre, debes de llevar por lo menos un par de horas de más aquí dentro.
—Sí, eso creo.
—Iba a preguntarte si te apuntabas a tomar una cerveza a las siete.
—¿Celebráis algo? —preguntó Carmen mientras se retocaba el pelo.
—Pues que hay fútbol, que es primavera, que pronto saldremos a mediodía…, cualquier cosa.
—Ah, ya. Pues nada. Pasadlo bien y tomaos una a mi salud.
—Si te animas y tu chico se queda con el niño, dame un toque.
—Claro.
Carmen se fue andando hasta la parada de autobús. Bueno, creía que iba andando, pero cuando empezó a faltarle el aire se dio cuenta de que iba casi corriendo. Se sentía confusa y mal. No había que ser adivino para saber que se debatía entre la melancolía por lo que tenía antes de nacer Gonzalo y los reproches propios de la maternidad. Trató de convencerse de que lo único que le pasaba era que echaba de menos a su hijo, pero lo cierto era que, además de las ganas de abrazarlo, olerlo, mecerlo y mirarlo, empezaban a sobresalir unas tremendas ganas de seguir siendo la Carmen de siempre.
Nerea se incorporó en la cama para poder ver a Jorge salir del cuarto de baño de su dormitorio. Estaba segura de que no iba a volver a meterse dentro de las sábanas a abrazarla, como ella quería. Al menos seguía siendo una persona cuerda que no esperaba cosas que no podía conseguir. Al menos empezaba a ser sincera consigo misma, confesándose en pensamientos que empezaba a sentir algo por Jorge; y, además, algo que no había sentido nunca.
Él salió en ropa interior, carraspeó y alcanzó los pantalones, que se puso mirando hacia la ventana. Después tiró de las sábanas destapando las piernas de Nerea. Ella se rio, pensando que se lo había pensado mejor y que ahora vendría un juguetón segundo asalto, pero en realidad él estaba buscando el paradero de su camiseta.
—Rubia, ¿y mi ropa?
—¿Y a mí qué me dices? —contestó ella molesta.
—Va, rubia, que tengo un montón de trabajo.
Nerea pensaba preguntarle en un tono muy airado si creía que ella le escondía la ropa para mendigarle tiempo, pero explicación no pedida, ya se sabe, culpa admitida. Así que se giró hacia la ventana, dándole la espalda. Escuchó el sonido de tela sobre el cuerpo de Jorge y dedujo que había encontrado algo que ponerse.
—Joder, ¿dónde está la puta camiseta?
Nerea se volvió y lo encontró abotonándose la camisa de cuadros que llevaba sobre la camiseta.
—Ya me la darás cuando la encuentres. Me tengo que ir.
—Ale, adiós.
Jorge sonrió.
—¿Por qué pones esa carita? —dijo mientras se acercaba a ella en la cama y apoyaba la rodilla sobre el colchón.
—No pongo ninguna carita.
—Creía que ya lo habíamos aclarado, rubia. —Sonrió Jorge con dulzura.
—No sé a qué te refieres —contestó Nerea muy digna, mirándose las puntas del pelo.
—Habla ahora o calla para siempre.
—Bah, vete ya —dijo con desdén.
Jorge se inclinó sobre ella en la cama y le dio un beso en los labios.
—Te llamo esta semana.
—Sí, vale, vale. —Y Nerea se volvió de nuevo hacia la ventana.
Cualquier persona podría pensar que estaba siguiendo una táctica para quedar de chica dura frente a Jorge. Ya se sabe, los hombres son un poco como el perro del hortelano, que ni comen ni dejan comer. Pero no. A Nerea se le notaba demasiado la decepción en el timbre de su voz cada vez que el aparente desdén le llenaba la boca. Y él lo sabía, claro.
Así que, con todo lo que había sido nuestra rubia y fría Nerea, ahora era una chica colgada de un hombre que, en su humilde opinión, ni siquiera valía la pena. Y en lo único que podía pensar era en cuándo la llamaría de nuevo…
Lola tuvo un sueño. No sabía decir si era una pesadilla o un sueño sin más, pero con un ritmo vertiginoso. Ella tenía que encontrar la ropa interior sexi con la que quería sorprender a Rai, que estaba escondida en alguna parte. Había quedado con él y llegaba tarde, además de llevar un vestido sin sujetador ni braguitas. Buscaba por toda la oficina, incluso por debajo de la moqueta, cuando se le ocurrió que lo más fácil era que su ropa interior sexi estuviera en el cajón del despacho de su jefe. Aquello le pareció muy coherente y normal. Así son los sueños. Así que cogió una llave maestra que alguien le había regalado por el amigo invisible y abrió el despacho. Allí estaba Quique, con la ropa interior de Lola extendida sobre la mesa.
Y en el sueño ella se resistía, sabía que no quería, a pesar de querer, pero daba igual. Terminaba retozando sobre la moqueta con Quique, que se empotraba entre sus piernas, fuerte y contundentemente, y la llevaba de viaje hacia un orgasmo demoledor.
Cuando se despertó, las piernas aún sufrían las sacudidas posteriores al placer y ella se retorcía. Miró a su lado en la cama, donde Rai la observaba sorprendido.
—¿Qué ha sido eso? —dijo él levantando las cejas.
—Eh…, ¿qué?
—Estaba bien el sueñecito, ¿eh?
—Esto… —contestó ella aún embotada—. Es que…
«Piensa, rápido, Lola, piensa».
—Te lo hago bien hasta en sueños, ¿verdad, cariño? —le dijo él con una sonrisa.
—¡Sí! —exclamó ella—. Es que… eres un machote…
¡Salvada!
—Pues nada… —Rai se levantó de la cama cuando ella se le acercaba con la intención de enroscársele—. Me alegro. —Ella lo vio frotarse la cara y atisbó una expresión ceñuda en él. Cuando iba a preguntarle si le pasaba algo, Rai añadió—: Dile a ese tal Quique la próxima vez que sueñes con él que si te toca le saco los ojos. Voy por agua.