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DONDE LAS DAN LAS TOMAN

Era un día entre semana. No recuerdo si martes o miércoles, pero uno de los dos. Un día sin más, sin nada reseñable.

Había sonado el despertador a las siete, que era la hora infernal a la que Bruno solía levantarse. Le escuché darse una ducha y después vino a preguntarme si quería una taza de café, supongo que tratando de convencerme para que me levantara. Pero yo estaba sepultada bajo una montaña de almohadas y sábanas y no quise saber nada ni de la luz que entraba por la rendija de la persiana.

Después Bruno se marchó y yo seguí durmiendo… hasta tarde. Cuando me levanté me di una ducha y ya era la hora de comer. Repasé unas cosas en el ordenador, incluido eso que ya llevaba un par de meses escribiendo en el más absoluto silencio y que no quería que nadie leyese. Hice un par de cambios mientras se calentaban las sobras del día anterior en el microondas y después comí.

Volví al ordenador y trabajé en un capítulo en el que llevaba pensando mucho tiempo. Aún no había llegado a aquel punto de la historia, pero sabía que si no lo escribía o, al menos, no lo esbozaba ya, se me terminaría olvidando. Cuando lo tuve, lo volví a esconder dentro de una carpeta con fotos de Adrián que sabía que Bruno no abriría. Lo peor que podría pasarme era que una persona tan crítica como él lo leyese antes de que lo considerara terminado.

Después me arreglé y bajé a comprar un par de cosas. Se me había ocurrido la idea de cocinar algo mínimamente especial para aquella noche, así que miré mi libro de recetas para dummies; necesitaba algunos ingredientes.

Y fue entonces, a la vuelta, cuando sonó el teléfono. Había sido un día normal hasta que sonó.

Lo cogí y contesté con mi clásico «¿sí?». Como respuesta escuché algo extraño. Miré el número desde el que llamaban. Era el teléfono móvil de Víctor y al momento lo imaginé.

Al principio tuve la tentación de colgar y olvidarme del asunto, pero identifiqué el sonido como el de un beso muy húmedo. Se escuchaba increíblemente cercano.

—Quítate esto —escuché susurrar a una voz femenina.

El teléfono se apoyó entonces en una superficie dura que me imaginé que era la mesita de noche. Los sonidos se hicieron lejanos y confusos. Quizá ropa cayendo al suelo. Quizá más besos. Quizá sexo oral.

Lo oí gemir y susurrar un «no pares, así; lo haces muy bien» y supe que era más bien lo último. Me acerqué al sillón y me dejé caer en él, sin poder quitarme el auricular de la oreja. Ella le dijo que tomaba la píldora, pero Víctor contestó cortante que los preservativos estaban en el cajón de la mesilla. Ella insistió:

—No te hace falta…

—Yo no lo hago a pelo.

Silencio. Saliva mezclándose. Jadeos. Movimiento sobre la colcha de Víctor. Se colocaron más cerca del teléfono. ¿Ella sobre él? ¿Él sobre ella?

—Oh, joder… —gimió ella—. Vas a matarme.

—Abre las piernas —ordenó él.

Golpeteo. Respiración acelerada. Cerré los ojos y tragué saliva. No me estaba gustando escuchar aquello. ¿Por qué no podía colgar entonces?

Había una parte de mí que me pedía que escuchase muy atenta porque aquello era la prueba fehaciente de que lo que quedaba entre Víctor y yo no era nada. Al menos nada bueno. A una vocecita de mi cabeza se le ocurrió insinuar que posiblemente aquello era resultado de lo que estaba haciendo con él. Yo estaba empujándolo a ello.

—Fóllame —decía ella—. Fuerte.

—¿Así? —contestó él con un punto de chulería en la voz.

—Así, así. No pares. Tírame del pelo.

Pues nada. Por si me quedaba alguna duda sobre la postura, ya sabía que ella estaba a cuatro patas y él empujaba desde atrás.

—Hazme lo que quieras —dijo ella subiendo el tono de voz.

Víctor contestó con un gemido con los dientes apretados, ronco y desesperado, como si estuviera conteniéndose para no correrse ya. Si era cierto que aquella era la primera chica con la que se acostaba desde hacía cinco meses, posiblemente fuera así.

El ritmo paró un momento y de nuevo el golpeteo la hizo gemir. Escuchaba la piel chocando, los grititos histriónicos de ella y saliva. Estaba segura de que era la lengua de Víctor lamiendo sus pechos. Quise morirme.

Todo empezó a ser más rápido, más fuerte, más intenso. El tono subió ostensiblemente y sentí vergüenza. Hablaban, jadeaban…, mil cosas que aunque Bruno y yo a veces también decíamos, me parecieron muy sucias. Quise llorar. ¿Por qué? Todo me dio asco. Todo. Y ellos seguían discutiendo si seguir así o terminar de otra manera.

Él avisó de que se iba. Conmigo no era así. A mí nunca me llamó eso. A mí jamás me habló así ni me preguntó aquello. A mí no me trataba de esa manera. Yo…, yo fui especial. Yo fui… ¿más?

Ella empezó a jadear con fuerza, después a gritar y, cuando se calmó, el golpeteo entre pieles húmedas cesó para dar paso a un sonido indefinido. Víctor lo aclaró todo cuando, después de un gemido ronco y satisfecho, le dijo que se lo tragara.

Esperé al teléfono tal y como había hecho él cuando lo llamé yo. Esperé para ver qué me decía antes de colgar. Pude, de paso, escuchar cómo le decía que, si no le importaba, prefería estar solo. Sin más. Sin tapujos. Un educado «vete de aquí» al que ella ni contestó. Yo me moriría si me lo dijera. Y ella debió de recoger sus cosas en décimas de segundo porque cuando quise darme cuenta, él volvía a tener el teléfono entre sus manos.

Al principio no dijimos nada, aunque escuchábamos perfectamente la respiración del otro. Pensé en darle las buenas tardes y colgar, pero recordé que le tocaba a él hablar entonces.

—Jamás vuelvas a decir que no te quiero. Nunca.

Cerré los ojos.

—Víctor… —supliqué.

—¿De qué me ha valido? Dime…, ¿de qué coño me ha servido? —Hizo una pausa—. No hablemos de esto nunca más, pero piénsalo, Valeria. Piensa de una jodida vez. Al menos que nos sirva de algo.

Colgó el teléfono sin añadir nada y enterramos el tema.

Jamás volvimos a hablar de ello, pero no necesitábamos hacerlo para saber que los dos nos habíamos sentido de la misma manera: como una mierda. Me había llamado para que lo escuchara y supiera cómo se sentía, y ahora me sentía igual que él. ¿Y cómo me sentía?

Confusa. Sucia. Y suya…

Pasé aquella tarde llorando. Cuando Bruno volvió, me inventé una migraña y me acosté.