21

LAS PRIMERAS TONTERÍAS

Cuando llegué al local, Lola ya me esperaba sentada en una mesa junto a la ventana. Llevaba el pelo ondulado y sujeto a un lado con una horquilla con un lacito negro. Aquel peinado le quitaba años y allí sentada, con una blusa negra con cuello Peter Pan rojo, parecía una niña maquillada con el pintalabios rojo de mamá, esperando a su primer novio.

Me acerqué y la besé en la mejilla. Después me senté frente a ella y le sonreí, pero ella hizo un mohín.

—¿Qué bebes? —le pregunté.

—He pedido una copa de vino.

El camarero se acercó con la bebida para Lola y me preguntó qué quería yo. Le pedí lo mismo y me volví hacia ella de nuevo, alargando la mano sobre la mesa y cogiendo la suya.

—El otro día fuiste bastante bruja conmigo —le dije sin más preámbulos.

—Ya lo sé. Soy una perra. Creí que si te hacía pensar…

—No es la manera de hacer pensar a nadie. —Lola no dijo nada y jugueteó con el pie de su copa—. Lolita…, ¿qué pasa?

—Nada.

—¿Es por Rai?

—No. Todo va bien con Rai. De verdad que estoy bien.

—¿Seguro?

—Claro. —Esta vez imitó de manera mucho más eficaz una sonrisa real—. Cuéntame cosas.

—No tengo mucho que contar.

—Estás viviendo con Bruno, algo habrá que contar.

—Bueno, la convivencia es fácil. Bruno es muy organizado y además casi siempre está trabajando, así que… —Lola se quedó mirándome, esperando que siguiera añadiendo algo más—. Cocina muy bien —dije.

—Val… —susurró.

El camarero trajo mi copa de vino y le dimos las gracias antes de verlo desaparecer tras la barra de nuevo.

—Val… —comenzó a decir nuevamente Lola—. ¿No te parece muy frío?

—¿El qué?

—Todo lo que me cuentas de Bruno.

—No. Es que no sé qué contarte. Va muy bien. —Me mordí el labio inferior y pensé qué podría decir para cambiar de tema—. ¿Y tú con Rai? ¿Qué tal le han ido los exámenes?

—Aprobó todas —asintió orgullosa—. Ha sacado dos notables.

—Oh. —Sonreí—. Qué bien. Así podréis veros más. No tendrá tanto que estudiar.

—Sí. La verdad es que pasa más tiempo en mi casa que en la suya. Ya ha dejado caer en más de una ocasión la posibilidad de dejar su piso y de que compartamos los gastos del mío.

—¿Y? —susurré alcanzando la copa.

—No, no. —Se rio—. Tiene veintiún años. Es un puto yogurín y yo casi una cuajada pasada de fecha… Irnos a vivir juntos sería un suicidio.

—Ya lleváis un año, ¿no?

—Sí, creo que sí.

Las dos respiramos hondo y miramos alrededor.

—¿De verdad que no te pasa nada, Lola? —pregunté acercándome a ella sobre la mesa.

Frunció los labios y después se los mordió.

—Mi jefe está buenísimo. Tiene un paquete que le llega a medio muslo. No para de hacerme proposiciones indecentes. ¿Aún me preguntas si no me pasa nada?

Abrí los ojos de par en par.

—¡No me jodas, Lola! ¿Es que no aprendiste nada de la historia con Sergio? ¡Creía que estabas de coña con lo de tu jefe!

Lola hizo una mueca.

—Ay, no lo sé…, Val… Es que… es como si…, como si… el cosmos me estuviera poniendo a prueba. ¿No se ha dado cuenta ya de que cedo a la mínima tentación?

—Lola, haz el favor…, pobre Rai.

—Pobre Rai, pobre Rai… ¡¡Pobre Lola, que se va a quedar sin bragas!! ¡¡Las carbonizo!! Ese hombre me va a hacer correrme con solo mirarme…

Y eso me recordó a Víctor. Víctor en mi casa, el día de la exposición de Adrián, sujetando el nudo de mi bata de raso, paladeando con su voz sensual palabras sobre corrernos con solo mirarnos…

—¿Estás aquí? —me preguntó.

—Sí, estoy aquí. Dime una cosa. ¿Quieres un consejo o una reprimenda que te haga entrar en razón?

—Un mix. Si es necesario me tumbo en tu regazo y dejo que me azotes.

—No, gracias. No va a hacer falta. Déjate de monsergas y de rollos chungos. Céntrate. ¿Quieres a Rai? —Lola asintió—. No diré nada más. Dejaré que llegues tú sola a tu propia conclusión.

Lola se desmoronó sobre la mesa, lloriqueó, lanzó un quejidito y después se bebió el contenido íntegro de su copa.

—Emborracharnos aquí nos va a costar un pico.

—Siempre podemos no emborracharnos —le contesté.

—No contemplamos esa opción. Quiero que bebas y que se te suelte la lengua. Igual así acabas confesándome ese rollo tan raro que os lleváis Víctor y tú.

Me quedé mirando a Lola y sopesé confesarle algo que aún no sabía muy bien si era cierto. ¿Qué iba a decirle? ¿Hay algo de Víctor que no consigo quitarme de encima? ¿Pienso en él todos los días, casi a cada momento? No, yo quería que mi relación con Bruno funcionara. No quería meterme de lleno otra vez en un tira y afloja sentimental de lo más kamikaze con una persona que ya sabía que no era capaz de darme lo que yo necesitaba de él. Y que no lo era porque no me quería de verdad.

—Víctor y yo estamos tratando de ser amigos en gran parte por ti, por lo que, por favor, deja de tratar de hacer de Celestina, porque se te da de culo.

Lola arqueó muy digna su ceja izquierda y después se giró hacia el camarero y le silbó.

—¡Chato! Trae la botella entera y déjala aquí, entre la malfollá y yo.

Gracias a ese cosmos que parecía estar poniendo a prueba a Lola, Rai acudió un par de horas más tarde a la cafetería en la que estábamos. Me vino muy bien que alguien con más paciencia que yo se hiciera cargo de Lola, que terminó con una melopea de impresión. No es que yo no fuera tocadita, pero es que a ella se le fue la mano con esto de llorar las penas de estar haciéndonos adultas. Cuando insistimos en que lo mejor era que se fuera a casa a comer algo con lo que asentar el estómago, Lolita nos salió por peteneras, hablando sobre la opresión del qué dirán y la corrupción política. Y después de un monólogo sobre el asco que le daba la doble moralidad, se fue trastabillando con una silla, arrastrando la chaqueta y tratando de retocarse el pintalabios.

Rai pagó la cuenta íntegra, me dio las gracias por no dejar a Lola sola y se reunió con ella en la calle, donde esta lo abordó metiéndole la lengua en la boca. Rebusqué en mi bolso, queriendo apartar la vista de aquel espectáculo dantesco, y cogí el móvil. Tenía un mensaje.

«He pasado por delante del Thyssen hace un par de horas y me he acordado de ti. Y aquí sigo, sin poder dejar de pensar en esa Valeria; en mi Valeria».

Jodido Víctor. No, por favor.

Llamé a Bruno y, entre mil arrumacos verbales, le pedí que se tomara el resto de la tarde libre por mí y fui tan insistente que él solo dijo que lo esperara en casa.

Llevaba en casa media hora cuando apareció Bruno con una botella de vino en la mano y una mueca perversa en la boca. A pesar de que la cosa pintaba estupendamente bien y de que yo andaba un poco achispada, no podía quitarme de la cabeza a Víctor. Y no Víctor en términos románticos. No. Víctor en absoluto. Víctor en mi vida.

¿Y si mantenía aquella extraña amistad con Víctor porque me gustaba tenerlo ahí? ¿Y si lo que necesitaba era tenerlo cerca con cualquier excusa porque no lo había superado? Pero si uno no supera una ruptura o una relación en su conjunto no es posible que se enamore de otra persona, y yo quería querer a Bruno. No quería que nos convirtiéramos en dos amigos que follan. No. Quería levantarme sabiendo que no tenerlo a mi lado me haría desgraciada.

Últimamente no dejaba de darle vueltas a la idea de que quizá estaba sufriendo un poco de síndrome de Peter Pan, tratando de evitar todas las responsabilidades que harían de mi relación con Bruno una relación adulta y, sobre todo, definitiva. Yo sabía que podía ser el único hombre del resto de mi vida, pero creo que, a la vez, tenía miedo de que lo fuera. No quería tener que convencerme a mí misma, quería tener la certeza.

Y allí estaba él, sirviéndome una copa de vino tras otra, besándome el cuello, diciéndome tonterías al oído y metiéndome mano con las mismas ganas que yo de darle al cuerpo alegría Macarena. Y la cuestión era que… el alcohol me había puesto un poquito demasiado salvaje para lo que yo acostumbraba a ser. Supongo que nos ha pasado a todos en un momento dado. Te bebes unas copas y de repente tienes unas ganas tremendas de hacer cosas prohibidas y de convertirte en esa persona que grita cosas que los vecinos se avergüenzan de escuchar. Esa a la que, en el fondo, le encanta verse reflejada en un espejo.

La última copa de vino me puso oficialmente borracha. Así que… borracha, caliente y con Víctor en la cabeza… Resumen: Valeria hace una tontería.

Cuando Bruno se fue a la cocina a dejar las dos copas y la botella, cogí mi móvil con manos temblorosas y pensé que tampoco pasaba nada si…, por equivocación…, seleccionaba el contacto de Víctor y pulsaba la tecla de llamada.

Aún no sé por qué narices lo hice. No fue por hacerle daño. No fue por morbo. Creo que fue todo mezclado con la idea de que haría falta algo para que los dos siguiéramos con nuestras vidas.

Escuché los pitidos del tono mientras lo dejaba sobre la mesita de noche, de manera que no se viera que la pantalla estaba activada. Aquello podría extrañar a Bruno. Sí. Eso es premeditación y alevosía, lo sé. Cuando Bruno volvía con aquella sonrisita en la cara escuché la voz de Víctor saludarme. Recé por que Bruno no tuviera tan buen oído.

No sé si Víctor se lo olió o si, simplemente, esperó a tener respuesta; pero se calló y Bruno y yo empezamos a besarnos. No reprimí un gemido cuando sus manazas me sobaron de arriba abajo y estrujaron mis pechos. Creo que aquello le dio la pista definitiva a Víctor para saber de qué iba aquella llamada.

Podría haber colgado, pero no lo hizo.

Bruno se quitó la camisa y la camiseta que llevaba debajo mientras yo me desprendía de la ropa a toda prisa sobre la colcha. Las frases sucias en boca de Bruno rebotaron en las paredes y por primera vez, excitada con la idea de que nos escuchaban, contesté. Aquello le puso como una moto, claro; se volvió loco de ganas.

—A pelo… —pidió Bruno con la voz grave—. Déjame follarte a pelo de una puta vez.

—No, Bruno…, no…, a pelo no.

—Joder, tomas la píldora, cojones…

—Ven… —dije con voz mimosa mientras alcanzaba un preservativo.

No tardó en penetrarme con fuerza mientras decía lo mucho que le gustaba sentir mi calidez y mi humedad. Pero como ya he comentado en alguna ocasión, es Bruno y no dice las cosas concretamente así.

—¡Joder, qué mojada estás! Te pongo cachonda, ¿eh?

Me senté sobre él y gemí casi lastimeramente al mecerme sobre su erección. Estábamos haciéndolo con tanta fiereza que casi hasta me dolía. Me movía entre el placer más delirante y un suave dolor que me volvía más loca aún. Le pregunté si le gustaba follarme y Bruno gruñó. Exigí que dijera cosas sucias. Imaginé a Víctor escuchándonos y a punto estuve de correrme en ese momento.

Le pedí que parara, le dije que necesitábamos descansar si queríamos alargarlo y me contestó que no quería alargarlo. A decir verdad, me dijo, con los dientes casi apretados, que quería correrse ya.

—Más fuerte —le dije cuando empezó a penetrarme desde atrás—. No pares.

El golpe entre su cadera y mis nalgas empezó a sonar con fuerza y sentí que no aguantaría mucho más. Pensé en Víctor escuchando. Pensé en Bruno, sudoroso, agarrando con una mano mi cadera y con la otra mi hombro, llevándome hacia él. Pensé en mí, húmeda, ida, borracha, y me corrí, entre bocanadas de aire exageradas y exclamaciones. Cuando, agotada, le pedí que terminara, Bruno se corrió.

Tras el orgasmo se abrazó exhausto a mi espalda y la besó. Sofoqué el impulso de apartarme. Me sentía tan sucia, tan mala persona…

Cuando se marchó al baño cogí a hurtadillas el teléfono, lo coloqué en mi oreja y susurré:

—Ahora podemos seguir con nuestras vidas.

—No —contestó resuelto—. No te engañes, nena. Conmigo siempre fue… más.

Después colgó.