AMIGOS
Víctor me llamó un día para hacerme la proposición más extraña que un hombre me había hecho jamás.
—¿Quieres venir al gimnasio conmigo?
¿Al gimnasio? Pero… ¿es que el mundo se había vuelto definitivamente loco?
Lo primero que se me pasó por la cabeza fue que estaba empezando a criar culo, así que le pedí que me disculpara un momento, solté el teléfono y fui al baño a pesarme. Cuando comprobé que seguía pesando lo mismo, recogí el auricular y le pregunté a qué venía aquello.
—¿Qué has ido a hacer?
—A pesarme. Quería asegurarme de que no estabas llamándome foca.
—Eres tonta del culo. —Se rio—. Es la jornada de puertas abiertas y nos han dicho que podemos llevar a quien queramos. Me pareció que sería divertido.
—Víctor…, ¿recuerdas con quién estás hablando?
—Por eso. En cuanto me lo dijeron te imaginé cayéndote de la cinta de correr y estampándote contra los espejos del fondo de la sala.
—No sé si reírme o planear tu asesinato. —¿Te animas?
Por supuesto dije que no. Pero Víctor es tremendamente persuasivo. Los siguientes dos días insistió, pero de esa manera casi silenciosa que hace que al final tomes la decisión de ceder sin ni siquiera planteártelo demasiado. Su mirada y esa sonrisa tremendamente manipuladora lo convertían en un arma de destrucción masiva, por no hablar de ese tono de voz…
Por supuesto no quedé con él para ir a correr y sudar. Soy muy consciente de las limitaciones de ser yo misma y no quería sufrir un desmayo delante de un montón de desconocidos (y de Víctor) o morir de una manera trágica, patética y supertelevisiva. Pasaba de salir en las noticias.
Nada, nada. Lolita siempre dice que correr es de cobardes; por una vez seguiría su consejo. Así que quedé con él para recogerlo al salir del gimnasio e ir a tomar algo.
Habíamos quedado a las seis de la tarde pero aparecí media hora después. Había tardado tanto en decidir qué me pondría que llegué tarde. Y tampoco es que me hubiera esmerado demasiado… Llevaba un moño de bailarina despeinado, un jersey desbocado granate y un pantalón vaquero ceñidito con vuelta en el tobillo. En los pies unas bailarinas verde botella y, enrollada alrededor del cuello, una bufanda del mismo color. Cuando llegué, acalorada y a toda prisa, cargaba con el perfecto de cuero y con el bolso en un brazo.
Pero al parecer Víctor también se había tomado su tiempo y tuve que adentrarme en el gimnasio (cueva de los horrores para una persona como yo) a buscarlo.
Al entrar en recepción, una chica preciosa, vestida con un conjunto deportivo negro muy ceñido, se ofreció sonriente a ayudarme.
—He venido a buscar a un amigo.
—¿Cómo se llama? —preguntó solícita.
—Víctor…
—Puedes pasar. Creo que está en la cinta de correr. —Sonrió.
Bien. No le había hecho falta ni el apellido. Qué localizadito lo tenía, ¿eh?
Me asomé a la sala de máquinas y lo encontré corriendo con los auriculares puestos, la mirada fija en el infinito y algunas gotas de sudor recorriéndole las sienes.
Rebobinemos. Víctor, jadeante, sudoroso, con los labios hinchados por el ejercicio.
Mátame, camión.
Respiré hondo, anoté mentalmente buscar en Internet si vendían infusiones de bromuro y, como no me había visto llegar, me acerqué sigilosamente. Traté de despegar la mirada de su trasero, pero no pude. Llevaba un pantalón de deporte negro y una camiseta lisa del mismo color. Me dio rabia pensar que alguien pudiera estar sexi y guapo incluso en esas condiciones.
Me apoyé en la cinta de correr y sonrió cuando me vio asomarme al display de la máquina.
—¿Cuánto llevas?
Se arrancó los auriculares y sin parar de correr a grandes zancadas me los lanzó junto a un iPod minúsculo que apagué.
—No me hagas hablar mientras corro —jadeó.
—¿Llevas cincuenta minutos? Yo corro diez y tiene que venir una UVI móvil a reanimarme.
Siguió riéndose y me preguntó:
—¿Serías capaz de esperar diez minutos? Estoy contigo enseguida.
—Claro. Voy a… levantar unas pesas. —Puse cara de estar habituada a esas cosas.
Víctor se echó a reír y yo me marché hacia la salida, donde lo esperé. Saqué mi móvil y eché una partidita al Tetris. Después me animé y le envié un mensaje a Lola, pidiéndole disculpas por haberme marchado de su casa de aquella manera. Le decía que me apetecía mucho verla y que nos tomáramos unos vinos y la animé a buscarme un hueco en esa apretadísima agenda roja de la que hacía tiempo que no alardeaba.
Vi a Víctor bajar de la cinta, jadeante, y apreté los muslos. Joder. Un parpadeo y ya estaba recordándolo embistiendo entre mis piernas, lanzando un ronco gemido final al correrse. Y la sensación de que se vaciara dentro de mí, humedeciéndome.
Casi ni me di cuenta de que me hacía señas hasta que me llamó con un silbido agudo.
—Voy a darme una ducha rápida y nos vamos. ¿Vale?
—Aquí te espero.
—También puedes acompañarme. Creo que serías muy bienvenida en el vestuario —me dijo.
—Gracias, pero vengo duchada de casa —contesté con una sonrisa provocadora.
—Pero…
—¡Ve ya, hombre! —Me reí.
Y mientras él iba hacia los vestuarios yo fantaseaba como una loca con la idea de ir con él, escondernos de todo el mundo y darnos una ducha juntos y apretados. Desnudos. Con la piel resbalando. Las bocas atadas en un beso y las lenguas haciendo un nudo.
… Virgen santa…
Cuando diez minutos después apareció de vuelta, me dije a mí misma que adorar a alguien por su cuerpo y sus rasgos me convertía en una auténtica superficial. Tenía que recordar que, a pesar de lo mucho que me gustaba físicamente, Víctor no podía quererme como yo necesitaba que lo hiciera. Y no era un supuesto. Ya lo habíamos intentado. Por mucho que él dijera que no podía vivir sin mí.
Víctor, vestido con una camiseta blanca, un cárdigan gris, un vaquero y unas Converse, cargó la mochila del gimnasio a su espalda y sonrió. No sé si yo era realmente una auténtica superficial o es que sus sonrisas podrían hacer encender una noche; lo que sé es que tuve que volver a apretar los muslos. Muslos locos. Braguitas locas. Todo loco en mi cuerpo. Incluido el desbocado latido que me retumbaba hasta en las sienes.
Cuando estaba a tres pasos de distancia de mí, una chica apareció de la nada y prácticamente le saltó encima. Hasta yo me asusté. No sé cómo no gritó. Y allí estaba ella, todo pelo sedoso, todo ropa de licra, todo vientre plano al aire y sonrisas. Se saludaron como si fueran viejos conocidos.
Mientras charlaban y yo la odiaba en silencio, me fijé en que su lenguaje corporal pedía a gritos una noche de sexo lujurioso y sucio. Después lo miré a él, que, aunque sonreía, no comunicaba nada. Alto, firme, imperturbable, de nadie. Así era Víctor. Podía hacernos flaquear con solo arquear las comisuras de los labios, pero qué difícil era hacer que su piel se erizara…
De pronto se despidieron. Ella lo agarró, él impuso una breve distancia y la besó en la mejilla. Pero en ese beso las manos de Víctor no bailaron acariciando un mechón de pelo de aquella chica ni rozaron su cintura. Solo un beso cortés, tras el que ni siquiera la miró.
Víctor vino hasta mí, me dio un abrazo, me levantó del suelo y me besó sonoramente en el cuello.
—Dios…, hueles como deben oler las cosas que me hacen perder la cabeza —dijo con su cara hundida en el arco de mi cuello.
—Vamos… —Me separé con una sonrisa y le tendí la mano.
Después solo salimos de allí rumbo a su casa. Con las manos cogidas.
Cuando llegamos, Víctor descorchó el vino y lo vertió en el decantador para dejar que respirara. Mientras tanto sacó dos copas y me preguntó si tenía hambre. Le dije que sí y él me hizo un sándwich, que partió en dos triángulos y sirvió en un plato. Le robé un trozo de queso y, sonriéndome, me pidió que cogiera las copas y lo siguiera.
Fuimos a su dormitorio. Dejó el decantador y el platito en la mesilla de su lado de la cama y me preguntó qué me apetecía escuchar.
—Adele —le dije.
Salió del dormitorio y yo, sin poner en entredicho el sitio que habíamos elegido para tomarnos una copa de vino, me quité las bailarinas y me senté sobre la colcha de plumas de color blanco. Hacía más bien poco que estar en su casa suponía un problema para mí, pero esas cosas eran las que pasaban en el momento en el que cedías un rescoldo a Víctor. Víctima de mí misma, apenas me daba cuenta de que iba regalándole espacio sin parar.
Y allí, tirada sobre su cama, recordé. Tuve incluso la tentación de oler la almohada, pero me contuve. Él volvió con un CD y lo colocó en la cadena de música. Después se quitó las zapatillas y se echó a mi lado en la cama.
—¿Qué tal? ¿Y Bruno? —me preguntó mientras servía el vino y me pasaba una copa y mi bocadillo.
—Pues muy ocupado. Lo veo casi con la misma asiduidad que cuando está en Gijón.
—Bueno, al menos os acostáis todos los días en la misma cama —dijo sin connotaciones aparentes.
—No siempre. Bruno es de los que cuando le viene la inspiración trabaja sin descanso y cuando no, trabaja igual, así que suele acostarse tarde escribiendo. Hay veces que llevamos el ritmo al revés. ¿No quieres un poco? —Le tendí el sándwich y le dio un mordisco.
—Dios os cría y vosotros solos os juntáis —farfulló mientras masticaba.
—¡Qué va! No nos parecemos en nada. Yo soy más de escribir a trompicones. Como en vomitonas.
Me acomodé sobre la colcha y una bofetada de su olor escapó de la funda de la almohada.
—Hummm. ¿Cuándo pusiste estas sábanas? —Me arrullé, abrazando el cojín.
—¿Temes por las condiciones higiénicas de mi casa?
—No. Es porque la almohada huele a ti… Y huele muy bien —aclaré.
—Las puso Estrellita el lunes —dijo sonriendo.
—Supongo que si hubieras pasado el martes retozando con alguien en ellas, esta mañana habrías mandado cambiarlas.
—Probablemente —contestó crípticamente antes de darle otro bocado a mi merienda.
—¿Ya no te traes a niñas entre semana?
Masticó, bebió y después negó con la cabeza.
—Ni entre semana ni en fin de semana. He debido de perder el atractivo. —La provocativa sonrisa que se le dibujó en los labios demostró que sabía que aquello no era cierto.
—¿Qué me dices? —Exageré mi tono de sorpresa.
—Lo que oyes. Estoy mayor.
Puse los ojos en blanco. Era obscenamente evidente que ni estaba mayor ni había perdido el atractivo. Estaba segura de que habría una lista interminable de mujeres dispuestas a desnudarlo, besarlo y llevarlo hasta el orgasmo. Por muchos años que pasaran, eso no cambiaría. Víctor era cada día un poco más guapo.
—Lo digo en serio —insistió.
—Déjame que lo dude. Si no…, ¿y lo de la chiquilla del gimnasio?
—¿Qué chiquilla? —dijo haciéndose el tonto.
—La que te saludó cuando ya nos íbamos y te comía con los ojos.
—Maite. —Miró al techo—. Eh…, esto…
Me eché a reír.
«Valeria…, estos hombres no cambian. Cuando tenga cuarenta, andará con una chica de veinticinco».
—Creo que quiere repetir —le dije sin poder evitar una mueca de desagrado.
—Repetir implica haberlo hecho antes. Y Maite y yo no nos hemos acostado nunca. —Levantó las cejas significativamente.
—¿Estás de ramadán sexual?
—Algo así. —Volvió la cabeza sobre la almohada y me miró.
—¡Ja!
—¿No te lo crees?
—Claro que no. ¿Cuánto llevas sin echar un polvo?
Víctor se mordió los labios por dentro y miró al techo, haciendo cálculos. Después chasqueó la boca.
—La cosa ha estado floja.
—¿Sí? ¿Y eso? —Me senté y le di un sorbo a mi copa.
—Bueno…, le doy más vueltas al tema que antes, supongo.
—Creía que para los hombres el sexo era solo el medio para un fin. Que no lo pensabais.
—Hace tiempo que ya no significa lo mismo. —Víctor acomodó un cojín a su espalda y se sentó, con sus eternas piernas flexionadas—. Salir a beberme unas copas, volver acompañado y después despertar con una desconocida ha dejado de ser emocionante. No me compensa. Me deja… vacío.
—¿Necesitas probar cosas nuevas?
—No exactamente. Solo necesito un poco de tranquilidad para…
—¿Cuánto tiempo llevas así?
—Que yo recuerde, como… cuatro meses. Posiblemente cinco.
Lo miré como si estuviese loco. ¿Víctor en plan señorita victoriana que protege su virginidad?
—¿Llevas de verdad casi medio año sin…?
—Mujer, tanto como medio año no. Pero… Sí. —Se echó a reír, avergonzado, y se revolvió el pelo, dejándolo desordenado.
—¿Y cómo puedes…? —pregunté muy interesada por la respuesta.
Ya estaba imaginando complejas técnicas de relajación, retiros espirituales, lectura de las sagradas escrituras…
—Valeria, cielo… —Me miró con las comisuras de los labios tirantes, perverso—. ¿Cómo crees que me las apaño? Pues con la mano derecha.
Me quedé mirándolo y me eché a reír a carcajadas, sonrojada.
—Ya, ya. No me des más datos.
—No es que me incomode hablar del tema contigo, pero ¿por qué seguimos hablando de mi rutina sexual?
—Porque quiero entenderte. —Me coloqué de lado, mirándolo.
—No hay nada que entender. Es solo que últimamente es un trámite. Hablando claro y mal, el sexo se ha convertido en un impulso que soluciono solo. Y así me va bien. No encuentro papel para una mujer en mi vida ahora mismo, ni siquiera en la cama.
¿Ni siquiera yo?, pensé.
—Suena serio… ¿Desde cuándo estás así?
—Pues… —Víctor miró al techo y jugueteó algo inquieto con los labios entre los dientes. Después suspiró—. ¿Quieres que te sea del todo sincero?
—Claro.
—El hecho es que llevo así desde el cumpleaños de Lola y creo que tú también lo sabes. —Cerré los ojos y me acaricié los labios, violenta—. ¿Qué quieres que te diga, Valeria? No puedo seguir con algo que no me llena, fingiendo que no me has marcado. Ya no tiene sentido. Es todo.
Me giré a mirarlo y cogí aire, volviendo a perder la mirada por todos los objetos de la habitación.
—¿Es culpa mía?
—No es culpa de nadie. —Negó con la cabeza, serio.
—¿Entonces?
—Ya lo sabes, Valeria. Fue…
—Ya. No termines la frase.
Pensé en si no debería ponerme los zapatos, recoger la chaqueta y el bolso y marcharme, pero, como siempre con Víctor, retrasé la huida un poco más de lo necesario.
—Nunca te he preguntado si Bruno lo sabe.
Encogí las piernas, flexionando las rodillas.
—No se lo conté porque en realidad hay poco que decir sobre aquello y tú también lo sabes. No fue…
—Sé lo que fue. Eso es lo peor. —Aunque lo dijo con una sonrisa sonó muy triste.
Nos miramos durante quizá demasiados segundos y yo terminé con el silencio diciendo:
—Aquella noche habíamos bebido mucho. Quisimos arreglar las cosas y…
—Me acuerdo —dijo cortándome—. Quisimos arreglarlo y lo estropeamos más.
—Bueno…, al menos hemos llegado a un entendimiento. Míranos. Hablando civilizadamente de todo esto… —Creí que Víctor lo dejaría correr y que callaríamos, pero al final, después de una respiración muy profunda, él siguió hablando.
—Ya no puedo ser feliz con lo que tenía antes de ti. No quiero seguir insistiendo. Prefiero esperar.
—¿A qué?
—A que se me olvide que contigo siempre fue diferente… porque fue más.
No quise mirarlo. No quise apenas ni moverme. Solo quería que aquello desapareciera de entre nosotros y no tener que acordarme nunca más de la noche del cumpleaños de Lola, ni de Víctor llorando. Ni de las cosas que dijimos. Ni de las cosas que nos juramos.
¿Podíamos ser de verdad amigos Víctor y yo? ¿No sería otra cosa ese algo, ese impulso que me llevaba constantemente a él? Sentía algo parecido a una fuerza gravitacional que me llamaba continuamente a él. No podía resistirme a tenerlo en mi vida. Sonaba bien, ¿no? Víctor y yo siendo amigos. Pero… ¿era simplemente posible?
—Perdona —dijo él levantando la palma de su mano derecha—. Tú solo me preguntaste por Maite y yo saqué todo esto…
Los dos nos sonreímos y él me palmeó la rodilla de manera amistosa.
—Creo que deberíamos pasar página. Invita a esa chica a una copa y después tíratela —dije de pronto con una expresión mucho más amarga de lo que pretendía.
—¿En serio has escuchado una palabra de lo que te he dicho? —Levantó una ceja, con una sonrisa de lo más seductora en sus labios.
—Sí, por eso. Es muy guapa —repliqué—. Algo joven para ti, pero ya tiene edad para saber lo que se hace, supongo. Date un capricho y haz las paces con ese Víctor.
En el tiempo que duró el parpadeo siguiente los imaginé entrando en la habitación, quitándose la ropa y cayendo sobre la cama y… no me gustó. Contuve una mueca de disgusto.
—No sé si ese Víctor aún existe —contestó sacándome de mi imagen mental.
—Es lo mejor que puede pasar. Y cuando te la tires, llámame para contármelo.
—¿Mientras me la tiro? —dijo mirándome de reojo.
El ambiente se distendió.
—Sí, hombre. A ella seguro que le parece buena idea —bromeé.
—Siempre podría llamarte sin que se diera cuenta, dejar el teléfono descolgado y hacer como si nada…
Me quedé mirándolo con otra sonrisa pérfida en los labios y negué vehementemente con la cabeza.
—No entiendo qué interés podría tener yo en escuchar eso.
—Morbo, supongo.
Me terminé la copa y me acosté en la cama de nuevo.
—Yo creo que esa es de las fáciles. Caerá a la primera. Probablemente ni siquiera lleguéis a casa. Puedes tirártela hasta en el gimnasio.
—¿Qué ha sido de la Valeria recatada?
—A lo mejor está con Víctor el seductor.
—Sí, en una realidad paralela en la que lo suyo es posible, ¿no? —Nos miramos e hicimos una mueca. Víctor se contestó a sí mismo—: Aunque ese Víctor es un gilipollas que nunca supo hacer las cosas bien. Me merezco saber que estás con un hombre que te hace feliz y que no soy yo. Me merezco saber que incluso te folla mejor que yo.
Lo miré sorprendida.
—Bruno y yo… Es diferente. Incluso en la cama. Es más… fácil.
—Lola dice que folláis como animales pero que en realidad la relación que tenéis es un espejismo. Que tú quieres quererlo pero no puedes.
—No, no es cierto. —Bajé la mirada a mis manos.
Nota mental: matar a Lola.
—Supongo que nunca lo sabré a ciencia cierta. —Sonrió.
—Llama a la del gimnasio y tíratela.
—Tírate a Bruno y llámame. Si te oigo en la cama con él a lo mejor me animo a seguir haciendo mi vida.
Me quedé mirándolo sorprendida.
—Posiblemente eso te pusiera a tono —contesté con una sonrisa.
—Bueno, parece que nunca lo sabremos.