ASTURIAS
Víctor bajó del coche sin chaqueta y el viento frío le revolvió ese pelo negro, suave, sexi y espeso que Dios le ha dado.
—Buen viaje —me dijo tras tenderme la maleta.
—Gracias. Venga, entra en el coche. Te vas a resfriar. —Le palmeé el brazo, tratando de que me hiciera caso.
—Espera, dame un beso.
Su brazo me rodeó la cintura y me acercó a él. Se inclinó sobre mi mejilla y la besó. Después se dirigió hacia mi cuello, mientras mis brazos torpes trataban de hacer de aquello un abrazo de amigos. Sus labios mullidos junto a mi oído susurraron:
—Pásalo bien, nena. Pero no demasiado.
Después nos alejamos un paso y nos miramos sin decir nada. Hasta que un coche pitó detrás del de Víctor no me di cuenta de que mi mano derecha y su mano izquierda estaban unidas y nuestros dedos se acariciaban. Todo salía tan jodidamente natural…
Me subí a la acera; Víctor cerró el maletero y fue hacia la puerta del conductor. Antes de meterse en el coche sonrió y me guiñó un ojo.
Qué sensación más extraña en la boca del estómago…
Cuando vi a Bruno entre la gente el corazón estuvo a punto de salírseme del pecho, pero lo contuve y me dirigí hacia él para abrazarlo. Solté la maleta y me apreté contra su pecho delgado pero fuerte, oliendo su cuello y ese aroma tan suyo. Algo me palpitó debajo de la ropa interior.
Le rodeé el cuello con los brazos, permitiendo que mis manos se enredaran entre la espesa mata de su pelo negro. Bruno me agarró de la cintura y, dejando que una de sus manos viajara hacia mi trasero, me estampó contra su boca, besándome de esa manera, salvaje pero lánguida, que me volvía loca.
—No sabes cuánto te he echado de menos —susurró apoyando su frente en la mía.
—No más que yo a ti.
Cuánto empalago, ¿eh? Y es que en los últimos ocho meses lo nuestro había dado un paso enorme al frente. Se respiraba entre los dos una relación distinta. Creo que para Bruno íbamos en serio, pero yo no dejaba de preguntarme si no estaríamos dependiendo demasiado de nuestra atracción sexual. Me costaba un mundo encontrar ternura entre nosotros, aunque la había. Es solo que… no sabíamos expresarnos entre nosotros, en relación a nuestros sentimientos, si no era con el sexo.
Ya llevábamos juntos un año y ninguno de los dos había dicho «te quiero». Yo no lo necesitaba. Bruno tampoco. Bruno no es un hombre de grandes palabras de amor. A él le gustan los actos.
Y aunque el sexo siempre significaba muchas cosas entre nosotros, jamás hacíamos el amor. Bruno y yo… Bruno y yo no sabíamos hacerlo porque nos calentábamos mucho y muy deprisa, de modo que no había manera de hacer de aquello un acto de entrega y amor galante. Lo que no significa que yo no estuviera satisfecha, que conste. Hay muchas maneras de demostrar lo importante que es alguien para ti.
Bruno se pasó parte del trayecto en coche callado, lo cual no era precisamente normal. Normal habría sido que dijera doscientas palabrotas entrelazadas con frases como «y tus tetas rebotando frente a mi cara». Ya se sabe, sutilidad, sutilidad…, como que no. No era lo suyo ni le interesaba. Entonces ¿a qué venía tanto silencio? Por mi cabeza pasó de todo, hasta si habría podido adivinar que Víctor me había llevado aquella mañana al aeropuerto. ¿Y si al darme el beso de despedida se había acercado demasiado y yo ahora olía a su after shave o a su colonia? Acercarse se había acercado. No podía evitarlo. Cerré los ojos pensando en ello y me sorprendió comprobar que mi mente trazaba una historia paralela en la que al final nos besábamos.
Abrí los ojos. No. Bruno. Tenía que centrarme. Y a Bruno le pasaba algo.
Lo que le pasaba lo descubrí cuando llegamos a su casa.
Dejé la maleta sobre la cama y la deshice. Como siempre el primer cajón de la cómoda estaba vacío y en el armario había dejado perchas libres en la parte derecha. Creo que ya lo tenía siempre así, hasta cuando yo no estaba. Era un recordatorio constante de que en ese momento yo no estaba con él pero pronto lo estaría. Era un recuerdo de que hacía poco habíamos dormido juntos. Un pósit que le decía que mantenía una relación, que seguía queriendo compartir la vida conmigo incluso cuando yo no estaba allí.
Bruno entró y dejó una taza de café negro como la boca de un lobo sobre mi mesita de noche, junto con un platito con un trozo de bizcocho que miré con placer.
—¿Es casero?
—Sí. Lo hice anoche —contestó.
Le guiñé un ojo y bebí un trago de café mientras pellizcaba el bollo. Qué novio más apañado tenía. Hasta bizcochos sabía hacer. No me hacía falta Víctor.
—Valeria… —La cadencia de su voz hizo que me volviera alarmada, aun con la boca llena.
—¿Qué pasa? —dije farfullando.
—Nada. Traga.
—¿Qué pasa? —pregunté otra vez con medio bizcocho bajando y otro medio en la boca.
—Traaagaaa —me reprendió como un padre.
Tragué y con los ojos asustados me dejé caer en la cama frente a él, que me miraba sentado en el sillón de leer, con la cabeza apoyada en el puño.
—¿Ya? —dijo con una sonrisa. Asentí y él siguió—: ¿Crees que nos va bien?
Os… tras. Pero ¿qué clase de pregunta era esa?
—Sí. Supongo que sí. Es duro estando lejos pero… creo que lo llevamos bien. ¿No?
—Bien. Entonces… estarás de acuerdo conmigo en que…
—¡Ay, Dios! —Me tapé la cara—. ¡Ve al grano!
Bruno se echó a reír, pero hasta la risa era algo tensa.
—Es solo que he decidido dar un paso. Un paso por los dos y… no sé si estarás de acuerdo.
—¿Qué? —Lo miré a través de los dedos de mis manos entrelazadas.
—Bueno, este fin de semana… lo pasaremos con Aitana.
Me quité las manos de la cara, dejándolas caer sobre mi regazo, y levanté las cejas, sorprendida. ¿Aitana? ¿Aitana, su hija?
—¿Por qué no me has avisado? —dije poniéndome mucho más seria de lo que, seguro, Bruno esperaba.
—¿Para qué necesitarías saberlo?
—Lo primero, para traerme ropa y no un sinfín de picardías, saltos de cama y conjuntos de ropa interior de encaje —repliqué nerviosa.
Bruno se acomodó en el sillón y sonrió, pero tirante. Aunque la que debería estar tirante era yo. No entraba en mis planes empezar a formar parte de la vida de esa niña. Yo quería que mi relación con Bruno se rigiera por sus propias normas y no por la obligación moral de no marear a una niña de seis años. ¿Y si dentro de dos meses decidíamos que no queríamos vernos más? Él era el primero que se había mostrado siempre muy cauteloso, que había querido evitar un baile de «amiguitas» delante de Aitana. ¿Entonces?
Bueno, Valeria, entonces puede que él ya no te considere una amiguita.
Bien, pues conociendo la situación y todos los agravantes, me sentí presionada y obligada. Era posible que lo que viniera a continuación acabara en bronca, pero no me iba a callar. Al menos algo había aprendido de mi penoso currículo sentimental.
—Bruno… —dije con voz firme—. Yo no sé si estoy preparada para esto. Y lo has decidido por mí.
—Su madre se marcha y me preguntó… Yo pensé que…
Miré al techo y resoplé. Después devolví la mirada hacia su cara.
—No puedes hacer que me comprometa con esto de esta manera. Es ruin. —Se mordió el labio, pero no dijo nada—. Me pones en esta situación y mírame, parezco la madrastra de Blancanieves. No es que no tenga sentimientos, es que me preocupa que…
—Por mi hija no te preocupes. Amaia y yo, que somos sus padres, ya hemos hablado de esto.
¿Encima se ponía a la defensiva? Pues yo no iba a dejarlo correr.
—Estupendo, pero resulta que yo soy la amiguita de papá que va a ser presentada en sociedad sin que nadie le pida su opinión.
—Amaia está intranquila.
—No lo estaría si yo no fuera a pasar el fin de semana con su hija.
—¡Es que también es mi hija!
Me levanté y paseé por allí.
—Lo siento, Bruno. Llámala y dile que no puedes. Si no, siempre puedes acercarme al aeropuerto de nuevo. Cambiaré el billete de vuelta.
Bruno levantó las cejas sorprendido.
—¿Y esto? —preguntó muy molesto, levantándose también.
—No me gusta que nadie tome decisiones por mí. De eso ya tuve suficiente estando casada con Adrián. No quiero sentar precedentes peligrosos. Y no me siento cómoda conociendo a tu hija porque, si lo hago y esto empieza a ir mal, me sentiré con la obligación moral de… —Bruno chasqueó la lengua contra el paladar. Él sabía que en el fondo yo tenía razón—. Me sorprende mucho que hayas hecho esto. No me lo esperaba. Pensaba que nos comprendíamos bien —me quejé.
—Solo…, solo quiero comprobar cómo empastáis, Valeria. Si a ti nunca te va a interesar dar el salto…, ¿qué somos? ¿Amantes? ¿Tiene sentido que mantengamos esta relación así, suspendida en el tiempo y en el espacio, esperando que nada del resto de nuestras vidas le afecte?
Resoplé y me revolví el pelo. En el fondo, yo sabía que él también tenía un poco de razón.
—No sabía que íbamos tan en serio.
—Ni yo que no lo fuéramos —respondió.
—A lo mejor tendríamos que plantearnos cuál es la naturaleza de esto antes de meter a tu hija, ¿no crees?
Nos mantuvimos la mirada, tensos. Cuando Bruno acercó sus dedos al teléfono móvil que había dejado sobre la cómoda, el timbre del exterior de la casa nos sorprendió a los dos.
—Joder… —musitó él.
Y yo no pude más que mascullar un montón de tacos más para mis adentros.