ODA Y LO QUE AHORA ESCRIBES
Una tarde, después de volver de ver a mi hermana (con el aviso previo correspondiente a Bruno), lo encontré sentado con un ejemplar de Oda entre sus manos. Estaba sentado en el sillón, ya sabéis, el único de la casa. En la mesita de enfrente había una taza de café con pinta de llevar allí muchas horas y un cenicero con una colilla cuyo rastro de ceniza demostraba que habían dejado que se consumiese. Tenía el ceño fruncido y no despegó los ojos del libro a pesar de que, evidentemente, me había escuchado entrar. Vi que le quedaban unas pocas páginas, así que dejé el bolso sobre la cómoda y fui a la cocina, donde encendí la cafetera Nespresso. Después me apoyé en el banco y me mordí las uñas, comiéndome parte del esmalte rojo.
Al ratito Bruno se asomó muy serio a la cocina, con el libro en la mano.
—Hola —le saludé esperando que no dijese nada de Oda—. ¿Qué tal?
—Lo encontré en una estantería y decidí leer un par de páginas mientras me tomaba el café —contestó enseñándomelo.
—Ah, qué bien.
—Eran las once de la mañana. No he podido parar de leer desde entonces.
—¿No has comido?
—No. —Negó con la cabeza—. Es brutal.
—Gracias. Querrás cenar algo, ¿no? Mi hermana me sacó unas galletitas saladas y…
—No, no lo entiendes, Valeria. Es brutal —volvió a decir.
—Ya te he oído. —Mi tono se volvió un poco más tenso mientras me afanaba en mantenerme ocupada y no mirarlo.
—Este libro merece una consideración aparte de lo que habitualmente escribes, Valeria.
—¿Cómo?
—Esto… es otro género.
—Lo sé.
—Esto es un drama muy bien construido.
Me giré dándole la espalda y me puse a sacar un plato y un vaso.
—Voy a hacerte un sándwich. —Y, de paso, a ver si con la boca llena te callas un poquito, pensé.
—Cielo, escúchame.
—Preferiría no hablar de esto.
—Pero ¿por qué? ¡Es buenísima! Es…, es una obra buenísima, Valeria. De las que se te agarran a las tripas.
—Ya, bueno, me alegro, pero es agua pasada. Ya está. Hablar de ella no traerá resultados y a mí nunca me gustó la adulación.
—¡No es adulación! ¡Es que es…, es literatura de verdad! ¿Cómo no le dieron más cancha a esto? ¿Cómo no…? ¿Eh? No sé, no entiendo.
—Bruno… —Traté de pararlo.
—No, escúchame, lo que quiero decir es que…
—No, Bruno, escúchame tú a mí. No quiero hablar de Oda. No quiero escuchar hablar de Oda. No quiero hablar sobre el rumbo de mi carrera ni del futuro… —lo dije tan fríamente que creo que me asusté hasta a mí misma.
Bruno levantó las cejas sorprendido y después frunció el ceño.
—¿Por qué te pones así? Solo te estoy diciendo que este libro me ha parecido brillante. Es una obra madura, con unos personajes de una profundidad que deja boquiabierto, con unas reflexiones que…
—Basta, Bruno…
Arqueó la ceja izquierda.
—¿Qué pasa? —insistió.
—No pasa nada, pero no me gusta hablar de esto.
—Hemos hablado mil veces de En los zapatos de Valeria y nunca has demostrado que te disguste hacerlo.
—No es el caso de Oda. Ya está.
Bruno guardó silencio durante unos segundos y después se acercó con una sonrisa cariñosa.
—Val…, no quiero decir que lo que ahora escribas no sea bueno. Es… simplemente diferente.
—Vale. —Fingí una sonrisa mientras ponía lonchas de queso entre dos rebanadas de pan de molde.
—Y algo diferente a algo bueno también puede ser bueno. Es solo que… no son el mismo género. No se parecen en nada. Ni siquiera parece que lo haya escrito la misma persona.
—Ajá.
—Lo sabes, ¿verdad? Para mí tú ya eras escritora antes de leer esto.
—Lo sé, lo sé.
Otro silencio. Supe que ahí venía la pregunta del millón. Cómo no.
—Y… ¿no has pensado en seguir escribiendo este tipo de…?
—Bueno, ya sabes cómo es esto —le corté—. Un día tienes a la musa de tu parte…, otro no.
Bruno se quedó mirándome con el ceño ligeramente fruncido y acercó a mi cara su mano derecha, acariciando mi mejilla.
—Solo quería darte la enhorabuena por esto, Valeria. Y decirte que… si esta fue tu primera novela…, no imagino lo que podrás alcanzar de aquí a un tiempo.
Le tendí el plato con el sándwich esperando que se callara pronto. Me mordí el labio superior y, muy sorprendida, descubrí que tenía unas tremendas ganas de llorar. Suspiré pensando en decirle que después de esa primera novela había publicado dos más y que una tercera se encontraba a punto de ver la luz. Pero estaba parcialmente de acuerdo con él. No era lo mismo. No. No lo era.
Víctor no pareció sorprendido cuando lo llamé para preguntarle si le apetecía tomar algo, aunque sé que lo estaba. Probablemente esperaba que si volvíamos a vernos después de lo que había «no pasado» en su casa, sería porque él insistiría. No es que yo suplicase, pero ya era suficiente gesto por mi parte hacerle una llamada motu proprio después de todo.
En un principio quedamos para tomar un café, pero, cuando estaba a punto de salir de casa, me llamó para decirme que se encontraba en una reunión con un alto cargo de una cadena hotelera y la cosa se alargaba.
—Es importante. Sabes que no te dejaría tirada si no fuera así. Pero hagamos una cosa. Te llamo cuando termine, paso a recogerte y cenamos. ¿Te parece?
—Llámame cuando termines y lo vemos.
—Le pediré a mi secretaria que reserve mesa por si acaso.
Bruno estaba en ese momento inclinado en la mesa de escritorio, perdido entre un montón de folios manuscritos y un documento de Word. Tenía las gafas puestas y en la mano un lápiz que dejaba entre sus labios cuando tecleaba en el portátil.
—Bruno, ¿te importa que salga a cenar por ahí? —dije cuando colgué.
—Nop —contestó escuetamente.
—¿Te preparo algo antes de irme?
—Nop —repitió.
Y es que cuando Bruno trabajaba era completamente imposible sacarlo de lo que estuviera haciendo a menos que él se esforzara inhumanamente por salir de la burbuja; y no era el caso.
—Cariño, ¿cómo se llaman esas chufas con las que os recogéis las tías el pelo? —preguntó sin mirarme.
—¿Pinza? ¿Diadema? ¿Coletero?
—Eso. Gracias.
A él no pareció importarle con quién salía y yo no me vi en la obligación de decírselo.
Víctor me llevó al Santiago Bernabéu. Me imaginé que había algún restaurante por allí porque no es que sea muy forofa del fútbol. Aparcó por allí cerca su bonito Audi negro y juntos paseamos hasta uno de los laterales del estadio, donde subimos en un ascensor hasta la tercera planta. En la recepción del restaurante esperaba una impecable chica asiática, guapísima, que se comió comedidamente a Víctor con los ojos. Mientras él daba su nombre para la reserva me fijé en que a ambos lados de la recepción había adosadas en la pared unas peceras con luces, que cambiaban de color muy suavemente, llenas de pequeñas medusas.
Nos llevaron hacia uno de los laterales del local y cuando nos sentamos en nuestra mesa Víctor me preguntó si había estado allí alguna vez. Mientras lo decía, colocaba elegantemente la servilleta sobre sus rodillas; eran gestos que le salían solos y que le hacían parecer más inalcanzable todavía. En esas ocasiones, a su lado me sentía como una niña sucia y descalza.
—No lo conocía. Es muy bonito —dije desviando la mirada hacia la decoración.
—Desde aquella parte del restaurante se ve el campo de fútbol, pero en mi opinión afea el ambiente.
Me cogió la carta, la cerró y llamó al camarero. Después pidió por los dos, incluyendo una botella de vino que, a menos que quisiera dejar su coche allí, terminaría bebiéndome prácticamente sola. Y no, no fue una fanfarronada. Creo que quiso demostrarme algo haciéndolo, porque solo pidió mis platos preferidos.
—Víctor… —susurré.
—Dime —contestó él alcanzando su copa.
—¿Has leído Oda?
—¿Cómo?
—Mi primera novela…, Oda… ¿La leíste?
—Sí, claro —asintió.
—¿Qué te pareció?
Levantó las cejas y respiró hondo.
—¿Sinceramente?
—Claro. Somos amigos, ¿no?
Se rio sensualmente.
—Me dejó confuso.
—¿Confuso?
—Sí. No entendí algunas cosas. Quizá es demasiado para mí.
—¿Qué no entendiste? Y no me digas que soy una pedante. —Sonreí.
—No, pedante no. Te estoy echando un piropo. Eres muy… profunda. Y ¿qué no entendí? El título, por ejemplo. —Me apoyé en el respaldo y él siguió hablando—. Oda, sí, pero ¿oda a qué? Porque no hace referencia a nada de la historia, al menos explícitamente.
—Bueno, quizá explícitamente no. Es un guiño. Un guiño hacia mí. La novela es en realidad una oda personal a lo propenso que es el género humano a la infelicidad por elección propia. Al drama. De ahí el título.
—¿Ves? Quizá demasiado profundo para mí.
—Es solo subjetivo. No todos los títulos de las novelas tienen por qué ser descriptivos.
—Ya, ya. Pero además… es triste, supongo que eres consciente. Me refiero a la historia. Es de las que se agarran a…
—A las tripas, ya. —La misma expresión que había utilizado Bruno.
—¿Era tu intención?
—No quería escribir una historia lacrimógena, si es lo que me preguntas. Solo quería reflexionar sobre esa complejidad que hace que confundamos sentimientos con…, con mitología. Pienso que el noventa por ciento de las cosas que creemos sentir por otra persona forma parte de una mitología aprehendida, ¿sabes?
Víctor frunció un poco el ceño, interesado, y se apoyó la barbilla en el puño.
—Sigue —me pidió.
—Me refiero a que creemos que moriríamos por alguien al que amamos porque la literatura romántica, desde siempre, nos ha hablado del sacrificio por amor como la prueba suprema. Tenemos en la cabeza el concepto romántico del siglo XVIII, aún en vigor. ¿Entiendes?
—Claro —asintió—. Doncellas que necesitan ser salvadas y caballeros torturados.
—Exacto. —Sonreí—. Yo no quise que terminara mal. Yo garabateé a tres personajes y pasé tanto tiempo conociéndolos que al final su propia personalidad fue la que decidió adónde iría la historia. Los situé en un contexto y ellos hicieron el resto. No podía hacer nada por remediar que terminara como lo hizo. Habría sido un postizo. Sería imposible que, si existieran esas tres personas en realidad, terminaran de una manera diferente…, que fueran felices. —Víctor sonrió melancólico, contagiándome—. ¿Qué pasa? —contesté a la sonrisa.
—Me estás recordando a alguien.
—¿A quién?
—A la Valeria a la que me llevé a tomar un café y a pasear hace casi dos años. Entonces hablabas de la relación entre la transacción económica y el concepto de arte y ahora me sorprendes, después de tanto tiempo, hablando de Oda sin que sepa qué significa esta conversación. Siempre hay un porqué en las cosas que dices.
—¿Quieres decir que de vez en cuando me pongo pedante? —Sonreí, manoseando la servilleta.
—Ni mucho menos. Te diré que añoré a esa Valeria durante mucho tiempo. Un día me dije a mí mismo que era mejor no buscarla más, y de pronto se sienta frente a mí en un restaurante. ¿Y qué puedo hacer? Sonreír.
Nos quedamos callados, mirándonos, y la sonrisa de Víctor se ensanchó.
—Que te pregunte por esto no significa nada; solo… me paré a pensar en ello y… —empecé a decir.
—Por tu expresión yo diría que te preocupa.
—Un poco.
—¿Te preocupa no volver a hacer nada igual? ¿Te preocupa que los demás pensemos que fue cuestión de suerte y que tu verdadera naturaleza es frívola? —Levanté la mirada hacia él y sonrió abiertamente dejando ver sus dientes blancos—. ¿Sorprendida por que te comprenda?
—¿Para qué mentir? —Pestañeé.
—Que no lográramos que funcionara no significa que no pusiésemos empeño. Si algo hice bien fue intentar conocerte a fondo. Creo que ocurrió lo mismo a la inversa.
Nos miramos durante unos segundos sin decir nada y volví a sentir ganas de llorar. Pero no lo haría.
—¿Puedo decirte algo? —susurró.
—Claro.
—En mi trabajo diseño proyectos que me enamoran, otros que no están mal y algunos que aborrezco, pero ¿sabes? Todos tienen un público y todos son necesarios. Para mí y para ellos. Tú escribes. Tú eliges palabras de entre todas las que hay en el mundo para contar una historia de una manera determinada y al final… es bonito, sí, pero no deja de ser un trabajo. Harás cosas que no terminarán de ser tuyas a pesar de serlo al cien por cien, pero tienes que comer y tienes que expresarlas.
Me apoyé en la mesa y asentí.
—Nunca debí publicar En los zapatos de Valeria.
—¿Te arrepientes?
—A ratos sí.
—¿Por qué? —dijo trenzando los dedos de sus manos sobre la mesa.
—No lo sé. Hablar de mí, de las cosas que me pasan…
—¿Crees que la gente te juzga? ¿Que no les pasan cosas parecidas a los demás? No somos tan especiales. —Sonrió—. Mira, Val, yo tengo una teoría —lo dijo con una sonrisa natural y sincera.
—¿Y cuál es?
—No estarás tranquila hasta que no termines con esa historia.
—Es mi vida. ¿Tendré que morirme? —Hice una mueca simpática.
—No es tu vida. Es una parte de tu vida. No empezaste contando: «Hola, soy Valeria, nací un ocho de mayo…». No. Seleccionaste un punto muy determinado de tu vida. Fue un: «Hola, soy Valeria y me siento frustrada». Deja de sentirte frustrada ya. Sé feliz con lo que tienes o… O decide qué es lo que quieres para ser completamente feliz, alarga la mano, cógelo y cierra el ciclo.
Sonreí y, sin saber muy bien por qué, alargué la mano hacia él en la mesa. Él miró hacia donde nuestros dedos se trenzaban y suspiró, mordiéndose el labio inferior.
—Gracias.
—¿Lo necesitabas? —dijo acariciando mi piel con la suya.
—Mucho.
—Pues, ¿ves? Para eso estamos los amigos.
Después apretamos nuestras manos, la una contra la otra, y en una milésima de segundo olvidé que Bruno estaba en casa esperándome. Quise besarlo.
—Bienvenida —susurró.
—Siempre he estado aquí.
Chasqueó la lengua contra el paladar y soltó mis dedos. Después esbozó una pequeña mueca resignada y, suspirando, añadió:
—Cenemos antes de que se nos…, antes de que yo… —Levantó la mirada hacia mí y, tras un silencio suspendido en el aire, concluyó—: Cenemos.
Víctor detuvo el coche frente a mi casa y paró el motor. Se quitó el cinturón de seguridad y se volvió hacia mí, a mirarme, pero no dijo nada.
Sentí una sensación extraña en el pecho, me desabroché el cinturón y me bajé del coche. Él hizo lo mismo y nos encontramos junto a la puerta del copiloto.
—No hace falta que me acompañes al portal. —Palmeé suavemente su pecho cuando se acercó—. Buenas noches, Víctor. Gracias por la cena y por la charla.
—A ti por la compañía.
Echó un vistazo hacia la fachada del edificio y me dijo:
—Te dejaste la luz encendida.
—¿Cómo?
—Digo que te debiste de dejar la luz de la habitación encendida al salir.
Me giré y sonreí.
—No. Es que Bruno está en casa.
Víctor levantó las cejas.
—¿Bruno está en casa? —preguntó.
—Está trabajando en un proyecto en Madrid.
—¿Y vivís juntos?
—Por unos meses sí.
Soltó aire en una exhalación, como si le acabara de dar un puñetazo en el estómago. Después se frotó la cara.
—Víctor… —empecé a decir.
—No, da igual. —Me acarició la barbilla y sonrió sin ganas.
Nos acercamos para despedirnos. Se inclinó hacia mí y besó mi mejilla derecha. Un beso escueto, suave, sensual. Después, dejó los labios allí suspendidos, sin erguirse, sin abrazarme, sin hacer nada en particular más que quedarse quieto, con su boca casi a la altura de la mía.
Gimoteé de modo casi inaudible y él giró la cara para encajar un beso en mis labios. Me aparté un poco, con los ojos cerrados.
—No me hagas esto —le pedí.
—No puedo vivir sin ti —susurró, despacio.
No puedo vivir sin ti. No puedo vivir sin ti. No puedo vivir sin ti. No puedo vivir sin ti. No puedo…
Quise pedirle que no lo complicáramos más, pero no estaba segura de que me saliera la voz; así que evité su cuerpo y caminé hacia mi portal con paso rápido.
—Valeria… —me llamó.
No me giré. Abrí el portal sin mirar atrás, subí el primer tramo de escaleras y me escondí en un rincón, donde me detuve para ahogar un sollozo.
Entré en casa quince minutos más tarde y me encontré a Bruno delante del ordenador portátil, en la misma postura en que lo había dejado y un plato con restos de comida junto a él en la mesa.
—¿Cómo va? —le pregunté aún un poco temblorosa.
—Hum…, no sabría decirte.
Me quité los zapatos de tacón, la blusa, la falda y las medias de liga y me acerqué a él con la combinación de encaje, pero sin ninguna intención sensual. Solo necesitaba tocarlo, notar su piel caliente pegada a la mía.
—Bruno…
—Dime. —Desvió a duras penas la mirada hacia mí.
Me senté en sus rodillas y lo abracé.
—Siento haber reaccionado de esa manera con lo de Oda.
—No tiene importancia. ¿Quieres hablarlo? —dijo jugueteando con mi pelo.
—No. No hace falta.
—Vale, mi vida. Pues vamos a dormir. Mañana será otro día.
Bajé de sus rodillas y fui hacia la cama. Sí, el día siguiente sería uno totalmente diferente y yo podía superarlo… algún día.
—Oye, a todo esto…, ¿con quién fuiste a cenar? —Bruno se estiró al levantarse de la silla.
—Ah…, pues con Víctor. —Preferí ser sincera y no darle más importancia.
Bruno se quedó mirándome unos segundos eternos y levantó las cejas después.
—Voy a darme una ducha.