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PRINCESA SIN TRONO

Lola miró su agenda roja y, aunque quería alcanzarla y hojearla, cogió el paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo.

Después de un rato tiró de ella y la dejó sobre su regazo. Empezó mirando las primeras hojas, donde algunos garabatos recordaban vagamente a su antigua agenda, a su antiguo ritmo de vida. Hacía tiempo que había perdido la sensación de vivir en un constante viaje. Hacía mucho tiempo que se preguntaba qué narices había cambiado.

¿Qué había sido de la Lola que soñaba con viajar continuamente y no sentar cabeza hasta que sus piernas estuvieran demasiado cansadas como para seguir por ahí al trote?

Rai estaba estudiando en la mesa del comedor. Ella prefería que se fuese a su casa a hacerlo, pero él decía que allí se concentraba mejor. Al fin y al cabo, era su novio. Era normal. ¿Novio? ¿Normal?

Lola descolgó el teléfono y pensó en llamarnos a alguna de nosotras, pero…

Carmen era madre. Madre de verdad. No es que hubiera adoptado un cachorrito del que tenía que responsabilizarse y bajarlo a la calle tres veces al día. No. No era un gatito al que regañar si se hacía pis en la alfombra. Era un bebé. Era un bebé que ella había llevado dentro de su tripa durante cuarenta semanas, que había nacido de ella y al que amamantaba y cuidaría hasta morir. Carmen era la misma persona pero ya no tenía la misma vida. Y Lola en aquel momento no necesitaba molestarla en busca de unas respuestas que quizá ya sabía. Carmen ahora estaba a otras cosas.

Nerea. Nerea la templada aún era muy fría para ella. Lola por aquellos días no estaba al tanto de la tórrida historia y las pulsiones sexuales contra las que tenía que luchar cada vez que veía a Jorge, aunque, de todas maneras, en aquel momento Lola no necesitaba hablar con nadie como ella. Nerea le diría que diseñase un plan pormenorizado de todas aquellas cosas que quisiera conseguir y que sopesara aquellas que funcionaban como un lastre. Listas de pros y contras. Plannings. No era aquello lo que esperaba encontrar ahora.

Pensó en mí. Incluso empezó a marcar mi número, pero colgó. No. Tampoco me necesitaba a mí… Ella necesitaba a Víctor, que la comprendería.

Suspiró y marcó su teléfono. Respondió a los cinco tonos con esa voz masculina, grave y sensual contra la que ella ya estaba inmunizada.

—¿Qué pasa, Lola? ¿Qué pulga tienes que confesar?

—Cómo me conoces… —Se rio—. Iba a llamar a Val, pero ella es demasiado sensata en estas cosas.

—No tan sensata. Es mi ex.

—No es sensata ¿por haberlo dejado contigo o por haber estado contigo? —preguntó Lola.

Víctor se echó a reír.

—Creo que por lo segundo. Mi sensatez fue la que desapareció del todo cuando la dejé.

Lola se calló e hizo un mohín. No le gustaba escuchar esas cosas.

—Creo que empiezas a tener más en común con ella que conmigo.

—Lo que tengo con ella no son cosas en común, te lo aseguro. Venga. ¿Qué me cuentas? —contestó él evitando el tema.

—Víctor, ¿te acuerdas de cómo era yo antes?

—La última vez que te vi seguías siendo igual que siempre.

—No, escúchame. Sé que puedes entenderme… ¿Te acuerdas de cuando tú y yo follábamos?

Víctor se echó a reír.

—Sí que me acuerdo, pero aclárame una cosa: ¿a qué parte en concreto de eso te refieres?

—A las cosas sobre las que charlábamos cuando fumábamos el cigarrito de la victoria —concretó ella—. ¿Tú te acuerdas de la cantidad ingente de cosas que yo quería hacer?

—Solías decirme que tendría que planificar mis calentones con la suficiente antelación como para llamarte, preguntarte por dónde andabas y comprar los billetes de avión. Y yo te decía que terminaría cascándome pajas en todos los aeropuertos del mundo.

Lola se rio.

—¿Por qué dejamos de follar? Nos lo pasábamos bien, ¿no?

—Dejamos de follar porque empezamos a cogernos cariño pero no estábamos enamorados —comentó él con naturalidad—. Tú te liaste con aquel tipo que conducía un Porsche y yo me lie con Raquel. Lo normal. Dime…, ¿estás melancólica o es que esperas que acuda a tu casa con la chorra fuera?

Los dos compartieron unas carcajadas.

—No me malinterpretes. Ya no tienes nada que ofrecerme, pequeño —susurró ella sensualmente—. Es solo que… —Ella asomó la cabeza hacia el salón, donde Rai estaba estudiando con los auriculares puestos—. Mi jefe está tan bueno que cuando llego a casa las bragas me pesan.

Víctor, en su despacho, se tapó los ojos con una mano y, mordiéndose el labio inferior, trató de no seguir el impulso que lo empujaba a colgarle.

—Eres una cerda de cuidado —contestó.

—Tú ya sabes a lo que me refiero.

—Lo sé, pero trata de no ser tan escatológica ni tan gráfica.

—Ay, Víctor, es que tú no sabes cómo está ese hombre…

—¿Y cuál es el problema?

—El problema es que uno de los ingredientes del café de mi oficina no es el bromuro. Ese es el problema. El otro día me dijo que sería mejor que folláramos de una vez y dejáramos de darle vueltas.

—Eres Lola…, esas cosas suelen pasarte. Sigo sin ver el problema.

—¿Crees que tengo la suficiente fuerza de voluntad para no hacerlo?

Víctor se echó a reír.

—No es fuerza de voluntad lo que te tienes que plantear. Es si…, si quieres lo suficiente a tu pareja como para no estropearlo.

—Sí le quiero, Víctor… —dijo poniéndose seria otra vez, mientras echaba un vistazo de nuevo al salón—. Pero es que me apetece tanto que me pongo a pensar y…

—¿Sabes lo que te pasa, Lolita? Que estás viendo que te haces mayor y que te sigue apeteciendo igual de poco hacer las cosas que todo el mundo espera que hagas con tu edad. A mí también me pasa a veces.

—¿Has pensado que a lo mejor hay personas que no nacemos para hacer lo mismo que los demás?

—Es posible que las haya, pero nosotros no somos así. A mí el cuerpo ya empieza a pedirme que frene. A veces también me apetece asentarme y…

—¿Qué edad tienes? ¿Treinta y dos?

—Treinta y cuatro —le contestó con voz pausada.

—¿Estás enamorado? —le preguntó a bocajarro—. Y no me pidas más explicaciones porque los dos sabemos de qué estamos hablando.

Víctor respiró hondo antes de contestar.

—Sí. Como un auténtico gilipollas. Y no me pidas más explicaciones porque los dos sabemos de qué estamos hablando. ¿Lo estás tú?

Lola se rio entre dientes.

—Sí. Es la única explicación posible. Tiene veinte años, por Dios.

—Pero te hace feliz, ¿qué más da? ¿Qué más dan los veinte años o lo gorda que la tenga tu jefe? Lo que pasa es que estás enamorada de muchas cosas y quien mucho abarca, poco aprieta.

Lola sonrió.

—¿De qué más estoy enamorada según tú?

—Del sexo, del morbo, de ser una mujer que no da explicaciones a nadie… Pero es que, chata, hay que elegir. Llega un momento en la vida en el que es o la polla o tú.

—Yo no tengo polla.

—Ya me entiendes.

—Deberíamos quedar algún día y tomarnos unas copas, como hacíamos antes —dijo ella.

—Pero sin follar después. Ahora que tienes novio, como que…

—¿Cuándo fue eso un impedimento para el gran Víctor?

—Desde que se acostó con tu mejor amiga casada, me temo.

—La Lola de antes te diría que te has vuelto un meacamas, pero la de ahora piensa que para qué lo va a decir si ya lo sabes. Y lo peor es que eres un meacamas porque quieres. Si aprietas ella terminará…

—Lolita, no vayas por ahí.

—Los dos decís lo mismo. Sabes a lo que suena, ¿verdad? Suena a amor.

—Del que duele —insistió Víctor—. Y no nos lo merecemos. —Los dos se callaron unos segundos y al final Víctor rompió el silencio—. ¿Quieres un consejo sobre lo del fucker de tu jefe?

—Precisamente te he llamado en busca de uno. Has tardado mucho en ofrecérmelo.

—Deja de tener miedo de eso que quieres. Deja de tenerle miedo a la decisión, porque es como tenerte miedo a ti misma.

—¿¡Quieres decir que tengo que follármelo!? —preguntó ella emocionada porque alguien le diera el visto bueno.

—No. Todo lo contrario. Te digo que no tengas miedo de querer estar solo con una persona. Al final el sexo, Lola, es solo un ratito de placer. Y piénsalo…, ya hemos tenido muchos.

Lola resopló.

—Gracias.

—¿Es lo que estabas buscando?

—Supongo. Pero escúchame…

—¿Qué?

—Aplícate el cuento.

—Lo mío es diferente.

—¿Por qué?

—Porque no depende de una decisión que tenga que tomar yo. Yo lo sé, lo tengo claro. Y ella…, ella también. —Suspiraron—. Adiós, piojo —le dijo él dulcemente.

Y Lola colgó, como siempre. Víctor se quedó mirando el teléfono, meditabundo. Lola pensó que tenía que decirle más a menudo lo mucho que lo quería.

Rai apareció en la puerta de la habitación con una sonrisa y un montón de apuntes bajo el brazo.

—¿Me lo preguntas?

Lola sonrió con bonanza y agarró todos los folios.

—Bien, Raimundo…, esto es un examen oral. Si lo apruebas te la como hasta que te corras.