BRUNO SE MUDA
Cuando Bruno recibió el sí definitivo al proyecto de la película sobre su libro me llamó para informarme de todo lo que aquello supondría. Tendría que supervisar las labores de guion, de manera que debía venir a Madrid durante los meses que durase la preproducción. Evidentemente, cuando me dijo que le ayudara a encontrar un apartotel para poder instalarse durante ese tiempo, le ofrecí mi casa.
—¿Tu casa? —contestó, algo incómodo—. Valeria…, es que es muy pequeña.
—Adrián y yo vivíamos aquí y no pasó nada.
—Pasó que os divorciasteis.
—Pero no fue por el piso. —Me reí—. Para dos personas está muy bien. Es perfecto.
—¿Y cuando los dos tengamos que escribir? Porque, que yo sepa, solo tienes una mesita escritorio y es minúscula.
Miré la mesita, apoyada bajo una de las dos únicas ventanas del piso. Sí, era pequeña. Solo me cabía el portátil, el ratón con mi almohadilla en forma de zapato negro con suela roja, el cenicero y una taza de café.
—Está la de la salita.
—La salita es el espacio que hay justo detrás de la silla del escritorio, ¿verdad?
—Sí —dije escueta y fría. No me gustaba que nadie se metiera con mi piso.
—Esa mesita redonda, enana y bajita.
—Yo escribiré en esa. No me puedo creer que estés dando tantos problemas. Yo voy continuamente a tu casa y no digo ni mu —me quejé.
—La mía es como cinco veces la tuya.
—¿Y qué? —dije empezando a molestarme—. ¿Es que cuando voy estamos en habitaciones diferentes? ¿Te cansarás de verme la cara todos los días? ¿Es eso?
—Me estás poniendo podre —refunfuñó—. Vale. Visto lo visto, si me voy a otro sitio te va a sentar como si te metiese un ajo por el culo, así que… el lunes estaré allí.
—Aquí te esperaré para darte la bienvenida y hacerte un tour de bienvenida por las instalaciones —bromeé.
—Seré el chico de la maleta. ¿Quieres que me ponga un clavel en la solapa?
—Ya te diré yo dónde te puedes poner el clavel —le contesté.
Bruno entró en mi casa con una maleta mediana. Yo para dos meses habría movilizado a una empresa de mudanzas, pero, bueno, él es así. Conciso y pragmático. En la solapa de su chaqueta llevaba un clavel rojo, que se quitó al entrar. Y después me aclaró dónde pensaba ponérmelo a mí.
Primero le di su copia de las llaves. Después me quité las braguitas, las metí en el bolsillo de su americana y me tumbé en la cama. Bruno ni siquiera se desvistió. Se quedó mirándome unos segundos, paseando su mano derecha por el inicio de su erección, y después se quitó el pantalón y se me echó encima.
Me penetró una, dos, tres veces, hasta que volví a pedirle por favor que se pusiera un preservativo. Me había vuelto muy reacia a acostarme con alguien sin usarlo, no sé bien si por la mala experiencia de que mi exmarido me pegara la clamidia o por poder seguir recordando que Víctor fue el último que se corrió dentro de mí.
Cuando se lo hubo puesto dejé que me embistiera con fiereza sobre la cama. No fue romántico, ni suave, ni amoroso, con lo que yo quedé contenta. ¿Qué narices me estaba pasando?
Cuando los dos nos hubimos desfogado, recuperé mi ropa interior y Bruno vació la maleta embutiendo todas sus cosas en un cajón que había conseguido dejarle disponible en la cómoda, en la mesita de noche y en el rincón que había rascado del armario. Y vaciarle el cajón de la mesita de noche me costó más de lo esperado, que conste. Aún recordaba cuando estuvo ocupado por un libro de Nabokov.
Cuando terminó, y mientras buscábamos un hueco donde dejar la maleta, Bruno volvió a bajarme la ropa interior y, esta vez a cuatro patas sobre el suelo del dormitorio, lo hicimos gruñendo, blasfemando y diciendo palabras malsonantes y frases dignas de películas porno.
Bruno se había instalado.
Cuando cenamos, traté de que se sintiera cómodo con la idea de estar allí durante una temporada larga. No creo que ninguno de los dos viera aquello como la antesala de un «ir a vivir juntos». Solo era una medida eventual, mientras durara su trabajo en Madrid. ¿No? Así que le pedí que entrara y saliera cuando quisiera, con total libertad. Él levantó una ceja y, sonriendo de lado, en ese plan macarra que siempre me gustó tanto de él, preguntó:
—¿Era así como hacíais las cosas Adrián y tú?
—Claro —contesté encogiéndome de hombros.
—Pues entiendo que os divorciarais.
Lo miré con el ceño fruncido y me levanté; cogí mi plato vacío y me dispuse a llevarlo a la cocina.
—Te recuerdo que tu matrimonio fue tan bien que ahora estás saliendo conmigo, no sé si captas la ironía.
—No te pongas así. Es solo que…, venga, escúchame. —Me cogió de un brazo y me acercó a él—. Si hubiera querido que fuese así me habría ido a un hotel. Prefiero que juguemos a que esto es verdad, ¿no? A ver cómo sale.
—No entiendo qué quieres decir.
—Bueno, iremos entendiéndolo.
A decir verdad, lo entendí muy bien. Lo que esperaba Bruno era algo que me resultaba soberanamente difícil dar. No puede darse algo que pertenece a otra persona.