CERCA
Bruno compró unos billetes para venir a verme, pero tuvo que cancelarlos en el último momento porque le habían pedido que participara en un especial sobre ciencia ficción en la radio en la que colaboraba. Me fastidió sobremanera, pero cuando se ofreció a cambiar el vuelo para que yo fuera la que pudiera viajar allí, lo que me disgustó fue sentir una claustrofobia terrible. ¿Por qué me sentía acorralada? ¿Eran los resquicios de la sensación de haber sido obligada a tomar la decisión de conocer a su hija? No podía evitar echarme una reprimenda a mí misma, echándome en cara que ahora que tenía con Bruno esa relación que siempre había buscado me empeñaba en ponerle peros sacados de la manga. Con Víctor jamás me sentí cómoda del todo. Bueno, cómoda sí. Lo que nunca pude sentir cuando estaba con él era seguridad. Y cuando terminaba dándome cuenta de que estaba comparando mi relación de más de un año con Bruno con la historia de unos meses con Víctor me enfadaba mucho más.
Pero es que Víctor siempre estaba por allí, vagando hasta en el aire.
Una tarde, el sonido del teléfono me encontró sentada frente a mi ordenador con una taza de café. Estaba fumándome un cigarrillo de liar mientras terminaba mi artículo de aquel mes para la revista y un escalofrío me recorrió la espalda cuando sospeché de quién podía ser aquella llamada. No, no soy bruja ni tengo premoniciones pero… hay personas que siguen unas rutinas muy concretas. Él siempre llamaba a aquella hora.
Carraspeé y después contesté:
—¿Sí?
—Hola. —Efectivamente, era Víctor.
—¿Qué tal? —pregunté un poco seria.
—Bien, ¿y tú? ¿Qué haces?
—Estoy terminando el artículo para la revista.
—Léemelo.
—¡No! —Me reí. No podía mantener la guardia alta durante demasiado tiempo con él.
—Oye, ¿tienes algo que hacer esta tarde?
—No. —Negué con la cabeza—. Terminar y enviar esto, supongo.
—¿Te llevará mucho tiempo?
—¿Por?
—Podría pasar a por ti después del trabajo. Nos tomamos una copa de vino y escuchamos algo de jazz. ¿Te apetece? —Miré el reloj—. En plan amigos —puntualizó.
—Ya sé que es en plan amigos.
—¿Entonces?
Me mordí el labio inferior. ¿Debía? Claro que no. Pero…
—Venga, vale.
—Paso a por ti en una hora.
Una hora después salí a la calle y miré alrededor. Localicé su coche en la esquina y caminé hacia allí sin poder evitar la tentación de mirarme en el escaparate de la papelería que había junto a la frutería. Me había puesto una camisa vaquera por dentro de unos pantalones vaqueros pitillo negros, unas bailarinas de animal print a juego con el cinturón y una bufanda negra. Me había recogido el pelo en una cola de caballo e iba abrigada con un chaquetón negro de cuello chimenea. Quería ir sencilla y que no creyera que me arreglaba para él. Pero a la vez… Quería que el estómago le diera un vuelco cuando me viera, tal y como me pasaba a mí con él.
Me toqué nerviosamente los pendientes de perla cuando, al acercarme al coche, me di cuenta de la manera en la que Víctor me miraba. Otra mujer habría sonreído con seguridad, pero ese gesto, como si en un momento dado pudiera devorarme con solo pestañear, me gustaba tanto que me daba miedo. No quería que Víctor me convenciera absolutamente de nada y sabía que era capaz de hacerlo.
Me senté en el asiento del copiloto y le sonreí.
—¡Qué frío hace! ¿Qué tal?
—No tan bien como tú —dijo mientras ponía en marcha el coche, sin ni siquiera dedicarme una mirada más.
Víctor tenía pinta de venir de alguna reunión informal de trabajo. Llevaba vaqueros, una camisa azul clara de tejido basto con un jersey de cuello de pico color azul marino y una corbata fina con rayas oblicuas grises y azul marino. Estaba muy guapo.
—¿Vienes del trabajo? —le pregunté.
—Algo así. Vengo de echar un vistazo a un local del centro. Tengo que presupuestarles unas reformas. Iba a ir en traje, pero mi padre me dijo que eran modernos…
—Así estás muy bien.
—¿Sí? —Desvió los ojos de la calzada un momento hacia mí—. Nunca sé si esto de la moda se me da bien. Al menos en mi opinión.
—Se te da tremendamente bien.
—Lo mismo digo.
Los dos sonreímos y yo alargué la mano y subí el volumen de la radio. Me encantaba la canción que estaba sonando, pero me abstuve de cantar a lo Lola.
Ni me di cuenta de qué camino llevábamos hasta que Víctor accionó el mando para abrir la puerta del garaje. Me quedé mirándolo sorprendida, pero él se comportó como si aquello fuera lo pactado. Bajó las tres plantas con el coche y lo aparcó en su plaza, la número veinte, con esos movimientos en el volante que me ponían tan irreflexivamente caliente. Se desabrochó el cinturón y se volvió a mirarme, como siempre que hacíamos ese recorrido. Me acordé, claro, del tiempo que estuvimos saliendo juntos.
—¿Qué? —dijo con la mano preparada para abrir la puerta.
—¿Tu casa?
—Claro. Jazz y vino.
—Creía que era jazz y vino en un sitio público.
—¿Qué diferencia hay? —Levantó las cejas mientras dibujaba una sonrisa de lo más sensual.
—¡Es tu casa!
—¿No le parecerá bien a tu novio?
—Pues no creo —contesté como si fuera una evidencia.
—Oh, vaya. Sí que te ha cambiado ese chico.
—No me ha cambiado en absoluto —me quejé.
—Cuando estabas casada no tenías problemas en escuchar música y beber vino en mi casa. —Arqueó las cejas. Empezaba a parecer molesto.
—Cuando estaba casada nos desnudábamos y nos frotábamos sobre tu cama. Igual es que entonces hacíamos las cosas un poco mal…
—No voy a desnudarte ni a frotarme contra ti sobre la cama, el sofá ni el suelo. ¿Qué problema hay en beberse una copa de vino en casa de un amigo?
No quería ponerme a discutir con él, así que salí del coche, cogí el bolso y me encaminé sola al ascensor mientras sentía la mirada de Víctor clavada en la nuca. De verdad, este chico tenía algunas maneras de mirar que hasta arañaban.
Me dejé caer en el sofá y no pude evitar pensar en cuántas chicas habrían hecho lo mismo bastante más ligeritas de ropa que yo desde que rompimos. Me sorprendí a mí misma apretando los dientes.
Víctor fue a la cocina y sacó dos copas.
—¿Te importa que me cambie? —dijo casi sin mirarme.
—Mientras no lo hagas aquí delante. —Me reí.
—Ve eligiendo el disco si quieres.
Me levanté y me planté delante de la estantería de los CD; ni siquiera me di cuenta de que elegía el disco que siempre escuchábamos juntos; no fue una cuestión de melancolía ni una provocación, lo juro.
Víctor volvió al poco vestido con unos vaqueros de color claro, muy desgastados, que le quedaban…, joder, cómo le quedaban. Para más inri debía de estar poniéndose la camiseta en el pasillo, de manera que cuando lo vi entrar en la cocina de nuevo estaba aún bajándosela por la espalda. Demasiada piel. Demasiada piel de Víctor, en casa de Víctor, en el salón de Víctor, que olía a Víctor, de pie delante del sofá de Víctor, sobre la alfombra de Víctor…
Salió de la cocina con una botella de vino descorchada y se me quedó mirando.
—¿Qué pasa? —dijo con otra sonrisa.
No contesté. ¿Qué pasaba? Pues que Víctor, con aquellos malditos pantalones vaqueros y aquella odiosamente perfecta camiseta gris de manga larga arremangada, estaba para comérselo, porque además, en el proceso de quitarse la ropa que llevaba, se había despeinado. Y pocas cosas había más jodidamente seductoras que él despeinado. Recordé a Víctor levantándose por las mañanas…
Me volví al sofá y me dejé caer sobre los cojines mullidos y él hizo lo mismo, pero en la butaca que había enfrente.
—Nunca te sientas en ese sillón.
—Iba a sentarme a tu lado —dijo mientras servía—. Pero pensé que a lo mejor creías que estaba acosándote o que era el primer paso en mi plan para violarte en la ducha.
—Bien. —Me acomodé ignorando su contestación—. ¿Qué te cuentas?
—Poca cosa.
—Qué divertida va a ser esta velada. —Sonreí.
Víctor se carcajeó:
—Yo sé un par de cosas que la harían infinitamente más divertida, pero claro…
—Cállate —me quejé, tirándole un cojín.
—Prueba el vino. Me lo trajo mi padre de Italia.
Le di un sorbo y asentí.
—Muy dulce.
Sonrió de lado.
—Entonces he elegido bien con quién descorcharlo.
Arqueé las cejas.
—Dime que no acabas de usar esa frase tan manida para impresionarme.
—Ya sé que si tengo que impresionarte voy a necesitar hazañas sobrehumanas. Por más que me empeñé, creo que nunca lo conseguí. —Puse los ojos en blanco—. Dime, ¿de qué va lo tuyo con Bruno? —lo preguntó con la mirada perdida en el vino que llenaba su copa.
—¿Cómo que de qué va?
—Sí, si va en serio, si es un rollo de cama o si…
Lancé una carcajada.
—¿Somos ese tipo de amigos? —pregunté sorprendida.
—No lo sé. Creo que aún estamos definiendo qué tipo de amigos somos.
Moví el vino dentro de la copa, haciendo que manchara las paredes de cristal y luego volviera al fondo.
—Bruno es genial. Te caería bien.
—No lo creo. —Soltó aire en una suerte de risa irónica—. Me pregunto… ¿en qué es diferente a lo que tú y yo…?
—No se parece en nada, Víctor. —Quería zanjar el asunto en ese punto.
Pero él siguió.
—En algo se parecerá…
—Bruno y tú sois machos humanos. Y… creo que ya está.
—Eres realmente irritante —dijo echándose a reír—. Venga, dime de qué va…
—No sé qué quieres saber realmente.
—¿Estás enamorada?
Le sostuve la mirada. Me cagüen mi idea de tomarme una copa de vino con él.
—Si nuestras quedadas van a ser siempre así, dejaré de cogerte el teléfono muy pronto…
—Es una pregunta como cualquier otra. Me preocupo por ti y por cómo te van las cosas.
Suspiré sonoramente.
—Sí —dije tajantemente—. Sí, estoy enamorada. ¿Y tú?
—Sí. Yo también —añadió sin apartar la mirada.
Resoplé. No iba a poder soportar mucho más en ese tipo de ambiente.
—Aclárame una cosa. ¿Estoy tomándome un vino con mi ex o con un amigo? Porque lo primero no me apetece en absoluto.
—Con un amigo que es tu ex. Oye, ¿me puedo sentar a tu lado?
Señaló con la cabeza el espacio vacío junto a mí y solo aquel gesto me puso nerviosa.
—Ahí te veo muy bien. Estás cómodo, ¿no? —contesté sonriendo—. Mejor tenerte lejos.
—¿De qué tienes miedo? ¿Te gusto un poquito demasiado como para contenerte mucho tiempo si estoy cerca? —Sonrió también.
—Y cuéntame: ¿qué tal tú? ¿Tienes chica? ¿Te ves con alguien? ¿Retomaste tu chorbi agenda? Porque si estás enamorado…
—No me has contestado. ¿Quien calla otorga?
—No. Simplemente no creo que merezca la pena gastar saliva para decirte que sabes lo que hay.
—¿Qué es lo que hay?
—Ya no me tienta la idea de acostarme contigo, Víctor.
—¿Es lo único que ofrezco? ¿«Una polla medianamente aceptable»? —dijo, repitiendo una de las frases con las que lo castigué la noche del cumpleaños de Lola, hacía casi un año.
Levantó las cejas.
—Creí que íbamos a pasar página sobre todo lo que sucedió aquella noche.
—En ello estoy.
Sonrió otra vez, pero tirante.
—Espero que sepas que no pienso de verdad nada de lo que dije.
—Algunas cosas sí las piensas.
Lanzó una carcajada muy sexi y yo lo acompañé con una risa contenida.
—Sí, ¿eh? —Me reí—. Resumiendo, ¿tienes chica?
—No. —Negó con la cabeza—. No tengo chica.
—¿Y estás enamorado?
Asintió.
—Como un imbécil. Pero eso tú ya lo sabes —confirmó.
Gracias a Dios, por aquel entonces no creía una palabra de lo que él me dijera sobre sus sentimientos. Aunque quisiera escondérmelo incluso a mí misma, estaba muy resentida, no con él, sino con los dos. Así que no creía nada que tuviera a Víctor y a mí juntos en el enunciado. De modo que me bebí el contenido de mi copa de un trago y le dije que el vino era espectacular.
—Deberías haber guardado esta botella para tratar de seducir a alguna mujer. —Él se rio entre dientes, mirando hacia otro sitio—. ¿Qué? —le dije.
—Deja de provocarme o terminaremos mal.
—Suena a amenaza. Define mal.
—Mal. —Cogió la botella y llenó de nuevo mi copa—. Que me castigues porque fui un completo inútil gestionando lo que tuvimos lo entiendo. Ahí la culpa es mía. Sin embargo… supongo que eso de volver una y otra vez a la misma cuestión que, aunque no hablemos, está suficientemente clara, es una provocación. Y al final, lo sabes, no soy de los que pueden morderse la lengua eternamente.
—Di lo que tengas que decir. Estamos entre amigos, ¿no? —Me acomodé poniendo los pies sobre su rodilla izquierda.
—Después de lo que ha habido entre tú y yo debemos ser amigos de la hostia si estamos aquí bebiendo una copa de vino. Porque, que yo recuerde, la cosa fue más bien intensa. En todos los sentidos, además.
—¿Sí? —dije—. Pues fuiste tú quien me llamó para quedar, así que…
—Debo de ser masoquista entonces. Si me preguntas qué es terminar mal cuando hablamos de ti y de mí, hay varias opciones. Una es que terminemos diciendo cosas que realmente no sentimos solo porque estamos resentidos, como en el cumpleaños de Lola. Tú porque yo fui imbécil y yo porque me sustituiste apenas unos días después de romper. Días. Fuerte, ¿eh? —Hizo una pausa, con los ojos puestos en el vino, que movía nerviosamente dentro de su copa—. Otra opción es que decidamos que, por mucha página que pasemos, siempre habrá ahí un rescoldo que no es superable y, por tanto, no estamos preparados para seguir viéndonos. Esa opción no me gusta, ¿sabes? Porque por más que creas que soy una persona monstruosa y como un niño, te echo de menos cada día y cada hora que paso sin verte. Y la tercera posibilidad que se me ocurre es que sigamos discutiendo así como lo hacemos, de esta manera velada tan educada, y al final nos calentemos tanto que terminemos follando encima de esa alfombra donde, por otra parte, ya lo hemos hecho más de una vez. Y creo recordar que nos gustaba. Mucho. —Abrí la boca para contestar, pero continuó—: En eso tenemos experiencia. En lo de follar estando enfadados. Nos insultaremos. Nos diremos cosas horribles y después nos arrancaremos la ropa. Tus bragas terminarán hechas jirones y mientras te follo con rabia, tú me clavarás las uñas en la espalda hasta dejarme la marca. Yo suplicaré que no te vayas, tú sollozarás que soy el único al que dejas correrse dentro de ti, y cuando te marches yo terminaré a puñetazos con las paredes. —Y después de decirlo vació el contenido de su copa garganta abajo.
—¿¡Por qué estás tan enfadado!? —pregunté indignada, bajando los pies al suelo.
—¡¡Porque lo intento!! ¡Pongo todo mi empeño, joder! —gritó—. ¡Y parece que tú buscas que no nos queden ganas de seguir viéndonos!
No contesté. Agaché la mirada y contemplé mis zapatos moteados. Después suspiré, dejé la copa sobre la mesa baja que quedaba a mi derecha y me levanté.
—Mejor me voy.
Víctor me cogió de la muñeca, suavemente, acariciándome la mano.
—Perdona… —Cerró los ojos—. Perdóname. No te vayas, por favor. No quiero discutir contigo. Ya hemos discutido demasiado.
—No sé por qué lo hacemos. Esto es complicar las cosas. Las parejas rompen, ya está. No tenemos por qué seguir hurgando ahí, esperando encontrar algo. ¡No hay nada! Fueron unos pocos meses. Ya está. Dejémoslo estar.
—No.
Víctor se levantó y me atrajo con suavidad hacia su cuerpo hasta apoyarme, como una muñeca inerte, sobre su pecho. Después me abrazó. Me abrazó con fuerza. Nunca me había abrazado así. Ni él ni nadie. Y era un abrazo que me decía muchas cosas que yo no creía de él.
Al principio me dejé abrazar, violenta, pero poco a poco los olores, aquel salón, los recuerdos, la música… Todo me llevó a un punto de encuentro con esa parte de mí que, efectivamente, no había pasado página. Esa Valeria que estaba molesta, enfadada, y que se sentía abandonada, ridiculizada y débil, pero que doblaría las rodillas por él otra vez.
Terminé por agarrarlo y apretarlo contra mí con la misma intensidad con la que él lo estaba haciendo. Hundí la nariz en la tela de su ropa y respiré su olor…, esa mezcla de perfume, suavizante y él mismo. Recordé la ilusión de los primeros meses; recordé a ese Víctor que luchaba consigo mismo pero me regalaba los besos más sinceros que nunca nadie me daría. Lo eché tanto de menos aun teniéndolo entre mis brazos… que me sentí frágil.
Pero aquel abrazo solo tuvo sentido durante unos segundos. Si se alargaba terminaríamos por tener que darnos más explicaciones, y eso no sería ni cómodo ni lo que yo quería.
Apoyé las palmas de las manos sobre su pecho y me separé. Víctor se resistió unas milésimas antes de dejarme ir. Cuando lo hizo, sus dedos juguetearon con un mechón de mi pelo. Después me besó en la sien.
—Me voy —susurré.
—Bien —contestó.
Cogí mi chaquetón y mi bolso lentamente, como si la gravedad hubiera variado, o como si me moviera debajo del mar. Los brazos me pesaban, los ojos me ardían y quería salir de allí.
Fui hacia la puerta. Él no me siguió. Solo se quedó allí apoyado, mirándome marchar. Cuando iba a cerrar la puerta, Víctor añadió:
—Me contentaré con lo que me des.
—No te puedo dar nada —respondí.
Después, solo el silencio que reinaba en el rellano.