11

BEBÉS

Un berrido sacó a Carmen de su sueño profundo con la velocidad de un rayo. Se incorporó en su cama y se levantó de un salto para inclinarse sobre la cuna donde Gonzalo lloraba, rojo y enseñando sus encías desnudas. Hacía casi dos semanas que habían vuelto del hospital siendo tres.

—¿Qué pasa? —le susurró cogiendo a su hijo en brazos—. Quieres que te hagamos casito, ¿eh, gatito? Eres muy malo.

Pensó que si Lola la oyera se mearía de la risa allí mismo. Pero no podía evitar ser así de ñoña. Aquel saco de cacas, lloriqueos y babitas le había robado hasta la personalidad.

Miró a Borja, que dormía bocabajo, con la cabeza ladeada hacia ella y la boca abierta. Se sentó sobre la cama suavemente para no despertarlo, pero un ruidito en su respiración le avisó de que no lo había conseguido.

—¿Qué pasa? —dijo con la voz pastosa, somnoliento.

—Una de dos.

—Caca o teta —contestó Borja.

Borja se sentó en la cama junto a ella, frotándose los ojos, y le pidió con una sonrisa somnolienta que se lo pasara. Lo cogió en brazos y Carmen extendió el cambiador sobre las sábanas revueltas. Borja le abrió el pijamita por abajo y después el pañal, que evidentemente estaba sucio. Carmen no podía dejar de sorprenderse de la habilidad que tenía Borja para cambiarle el pañal al niño. Era alucinante, como si la naturaleza le hubiera dado aquel superpoder en el mismo momento en el que Gonzalo respiró.

El niño se llevó el pulgar diminuto a la boca y se lo chupó intensamente mientras Carmen se subía la parte de arriba del pijama y se desabrochaba la copa del sujetador.

—Anda, dámelo. Va a acabar conmigo. —Se rio con resignación.

Gonzalo se enganchó sin pensárselo dos veces y comenzó a succionar con avidez. Borja le acarició un piececito y sonrió.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Carmen en un susurro.

—Sábado.

—Eso me parecía. ¿Te acuerdas de cuando salíamos los sábados?

—Y tanto. —Se rio—. Me parece que hace siglos de eso.

—Y a mí.

—¿Cuánto hace que nos conocemos? —susurró él mientras la ayudaba a recostarse un poco con Gonzalo agarrado con ganas al pecho.

—Cinco años y un par de meses. Pero tranquilo, no te armaré un escándalo porque a mí también me da igual lo de recordar las fechas. —Sonrió.

—A mí no me da igual. Es solo que… cuando tienes uno de estos todo parece cambiar. Hasta el tiempo. Me parece que hace el doble de aquello.

—Imagínate que alguien se acerca a nosotros ese día y nos dice: vosotros dos vais a tener un hijo seis meses después de casaros.

—Habría dicho: ¿dónde tengo que firmar?

Ella se volvió para mirarlo y lo encontró con los ojos fijos en su hijo.

—¿Me quieres? —le preguntó.

—No —negó con la cabeza—. Te adoro.

Borja se acercó y se besaron. En ese momento, Gonzalo rompió el instante de romanticismo tirándose un pedo que hizo vibrar hasta la cama.

—Sí, no hay duda. Es tu hijo —dijo Borja muerto de la risa.

Lola se despertó con un ruido. Bueno, ruido es un eufemismo. Más bien se despertó con un cataclismo en su salón. No tuvo ninguna duda de qué era lo que estaba pasando.

Salió abrochándose el cinturón del kimono que Carmen le había traído de Japón para encontrarse a Rai muerto de risa, solo, cogido a un perchero.

—¿Qué haces? —dijo Lola con un tono de voz monocorde.

—Holaaaa —dijo él—. Hostias, he entrado, así a oscuras, y me lo he encontrado y… ¡pensaba que era un ladrón! ¡Le he dado un puñetazo! ¡Y es el perchero!

Lola puso los ojos en blanco.

—¿Qué hora es?

—Pronto —dijo él muy seguro—. He venido pronto para dormir contigo.

Ella echó un vistazo al reloj que tenía en el salón. Las cinco y veinte. Pronto. Claro.

—Oye, Rai, que si te vas de fiesta no hace falta que vengas a dormir aquí.

—¡Es que quiero! —dijo él muy ofendido.

—No hables tan alto. Es tarde.

—Es pronto.

La cogió de la cintura y fue a besarla.

—Dios, Rai, aparta, hueles a…, hueles a taberna de pueblo. ¿Qué narices has bebido?

—¡Yo qué sé! ¡Un montón de cosas!

—Ay, Dios…

—¡No te enfades! ¡Mira cómo vengo!

Lola se dio cuenta de que se estaba señalando la entrepierna, donde una erección de sobresaliente se marcaba en su pantalón vaquero.

Ella levantó una ceja. Bueno…, quizá si no la besaba con ese horrible aliento etílico. No… Habría que solucionar antes lo del aliento.

—Lávate los dientes. Te espero desnuda en la cama —sentenció ella.

Rai volvió a los pocos minutos. Abrió las piernas de Lola y se concentró en hacerle un cunnilingus a lo bestia que por poco no la hizo perder el conocimiento. Y es que debía de ser la especialidad de Rai, por lo que Lola nos contaba. Lo había aleccionado muy bien, al parecer.

Le cogió la cabeza jugueteando con su pelo y gimió, arqueando la espalda, encantada de la vida. Gimió ella, gimió él. Lola arqueó una ceja. Gimió, él también. Una cosa es que te guste hacerlo y otra es que encuentres placer en ello, ¿no?

El siguiente gemido de Rai lo aclaró todo, porque en realidad no era un gemido. Era más bien un quejidito. De pronto se puso tieso y se fue al cuarto de baño, donde empezó a vomitar como si no hubiera mañana.

Lola resopló y se tapó la cabeza con la almohada. Estaba claro…: quien con niños se acuesta, potado se levanta.