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EL PRINCIPIO DEL FIN

Segunda semana de enero del año siguiente (unos seis meses después)

Entré en casa de Carmen y la encontré de pie junto a la puerta. Parecía un tráiler, la pobre. No es que estuviera gorda, es que estaba muy embarazada. Sonreí al verla y ella puso los ojos en blanco. Eso de ser futura mamá no le había mejorado el humor.

—¿Qué tal? —dije cerrando la puerta tras de mí.

—Mátame. ¿Responde esto a tu pregunta?

—Creo que sí.

—Mátame. Lo digo en serio. No sufras por Borja. Hasta él te lo agradecerá.

—No digas tonterías. A ver, siéntate. ¿Quieres algo de la cocina?

—Sí, el cuchillo jamonero para degollarme —contestó mientras se dejaba caer estrepitosamente en el sillón.

—Carmeeeen —me quejé.

—Tráeme un vaso de agua, por favor. Y coge lo que quieras para ti. Self service. No sé ni lo que hay. Ni me interesa.

Llené dos vasos de agua y volví al salón, donde la encontré siguiéndome con la mirada.

—Tendrás que dejar de venir a verme. Estoy empezando a cogerte manía.

—¿Y eso? —Me reí.

—Siempre vienes tan mona, tan arregladita, tan… apolínea.

—¿Apolínea? Ay, Carmen, por Dios. —Me reí de nuevo—. Pero si estás monísima. Muy embarazada, es verdad, pero no se te ha hinchado la cara, ni apenas las piernas. Tienes una barriga que parece un remolque, pero es que llevas un bebé dentro.

—Cuanto más mona y adorablemente maternal me veis los demás, más gorda y amorfa me veo yo.

—Te queda poco. —Le toqué el vientre.

—Y tan poco… Salgo de cuentas mañana.

—Espero que no seas una excepción a esa norma de que las mamás primerizas se retrasan.

—¿Tú me quieres matar de un disgusto? —dijo al tiempo que cogía el vaso de agua.

—No, pero es que me voy a casa de Bruno hasta el miércoles y no quisiera perdérmelo, la verdad.

—Borja dice que nacerá el viernes que viene. Mi madre decía que hoy, pero creo que no.

—¿Y tú? ¿Has participado en la porra?

—No, solamente opino que si nace el viernes que viene, lo mato. Estoy harta. Quiero que salga ya. ¡Ya está bien, Gonzalo, sal ya y deja a mamá vivir en paz con su cuerpo! —le dijo a su tripa.

—¿Tú estás segura? —pregunté riéndome—. ¿Recuerdas por dónde salen los bebés?

—Por el mismo sitio por el que entran, si no me equivoco. —Sonrió.

Carmen se recostó, se tocó la barriga y, subiendo los pies a la mesa baja del salón, emitió un sentido suspiro. Pobre. Esperaba que la última semana como contenedor de vida se le hiciera corta.

Llegué a casa cuando ya era noche cerrada, a pesar de que mi reloj de muñeca apenas marcara las siete en punto. Hacía un frío de mil demonios y había empezado a chispear; esperaba que no se pusiera a nevar, no porque no me pareciera pintoresco y todo eso, sino porque al día siguiente, a las seis y veinte de la mañana, tenía que coger un avión y no me apetecía tener que sufrir retrasos y los problemas varios que se acumulan en cualquier lugar del país cuando caen dos copos de nieve.

Encendí la cafetera, saqué la maleta del altillo y empecé a doblar la ropa que quería llevarme, incluido ese salto de cama tan absolutamente desvergonzado que Lola me había regalado por Navidad. Tenía unas ganas locas de enseñárselo a Bruno. Bueno, de enseñárselo y de que me lo quitase, porque entre unas cosas y otras llevábamos casi un mes sin vernos.

Y mientras yo pensaba en ello, o más bien fantaseaba, sonó el timbre de mi casa.

—¿Sí? —dije mientras me acercaba a la puerta.

—Val…

Me paré como un gato que ve cernirse sobre él un posible peligro.

—¿Val? —repitió la voz.

En dos grandes zancadas fui hacia allí y abrí; no había razón para esconderse ni para alargarlo. Yo sabía quién esperaba al otro lado de la puerta. Y así, de golpe, apareció Víctor, vestido con un traje oscuro precioso y un abrigo cruzado de paño gris. Tragué saliva y bajé la mirada hacia sus bonitos zapatos Oxford negros, evitando el verde intenso de sus ojos a través de unos mechones caídos de su pelo oscuro. Conozco a bien pocas mujeres que no caerían rendidas a sus pies al verlo con aquel aspecto. Era un dios. Me recompuse y sonreí por inercia, aunque no me hacía mucha gracia verlo allí. Pero Víctor siempre ha tenido ese poder: nos hace sonreír.

—Hola —dijo—. ¿Vengo en mal momento?

—No —contesté un poco alelada—. Pasa. Me pillas haciendo la maleta. ¿Te apetece un café?

—Sí, gracias.

—Con leche y dos de azúcar, ¿verdad?

—Verdad.

Me metí en la cocina maldiciéndome a mí misma por haber decidido que quedar con él en que seríamos «amigos» era más agradable y cordial que desaparecer del mapa. No quería poner a Lola en una situación violenta. Quería ser civilizada y adulta, sobre todo después de que Víctor tuviera que llamarme para evidenciar que había un problema. Tras hablar con él estuve pensando, esforzándome por entender que dar carpetazo a una relación no tiene por qué suponer que él pase a ser persona non grata.

Pretendíamos normalizar el asunto, pero creo que empezaba a desmadrarse; últimamente Víctor aparecía cada dos por tres allá donde Lola y yo hubiéramos quedado, como por casualidad. Para mí la frase «dos personas con una relación cordial» significa saludarse, darse dos besos, preguntarse qué tal y después decir adiós muy buenas sin tener que llamarse ni para quedar ni para gritar como posesos por una relación que es imposible retomar. La noche del cumpleaños de Lola había terminado de manera un poco conflictiva… Y yo prefería olvidar todo lo que pasó después de que Bruno se marchara al hotel.

En un principio ni siquiera me planteé que Víctor y yo fuéramos a vernos motu proprio, pero él se había tomado muy a pecho lo de «relación cordial». Aunque a mi entender, y a juzgar por el mensaje que había recibido días antes de la boda de Carmen, había algo en aquel planteamiento que fallaba: «Sé lo que dije. Sé que dije que era la última vez. Pero necesito verte. Necesito olerte. Necesito que vuelvas a mirarme como aquella noche. Vuelve, por favor. Vuelve porque ya no te echo de menos. Ahora, simplemente, te necesito».

No. No estaba claro. Y ahora, después de meses de ambigüedad, de vernos con pretextos absurdos y de tardes confusas y a veces hasta incómodas, allí lo tenía, en mi casa. Al menos en los cinco meses anteriores siempre nos habíamos visto en terreno neutral. Ni su casa ni la mía, y casi nunca porque quedáramos solos. Nada que nos recordara que hacía algo más de un año éramos pareja…Y compartíamos cama. Y vida. Y un proyecto.

Saqué una taza de café para él y otra para mí y las coloqué en la mesita del espacio que hacía las veces de salón; de reojo vi a Víctor coger de encima de la cama un ejemplar de mi segunda novela autobiográfica y sonreír melancólicamente.

—¿Lo leíste? —le pregunté.

—Claro. Estoy esperando el tercero —y al decirlo me lanzó una mirada muy elocuente.

Supongo que se preguntaba si nuestro pequeño secreto vería la luz al final de la siguiente novela o me limitaría a pasar por encima del catastrófico final del cumpleaños de Lola.

Yo contesté obviando su tono:

—Pronto entregaré la tercera parte a la editorial. Es posible que en mayo ya esté en la calle.

—¿No me preguntas qué me pareció este?

—No, quiero atajar posibles situaciones incómodas. —Sonreí.

—Pues quizá deberías evitar que viera tu lencería fina sobre la colcha.

Cogí el salto de cama que me había regalado Lola, un conjunto de encaje y un par de cosas más y lo metí todo hecho un gurruño en la maleta, donde él no pudiera verlo.

—Cabrón con suerte —murmuró.

Nos miramos un momento. Yo estaba segura de lo que él acababa de decir, pero prefería hacerme la tonta, o la sorda, o las dos cosas a la vez, para no tener que ahondar mucho en eso. Bueno, ni mucho ni poco. Nada.

—Tu café. —Señalé la taza con la cabeza, esperando que se alejase de mi cama.

Él caminó elegantemente hasta la mesita y yo lo seguí.

—Y, bueno…, ¿a qué debo el placer?

—Lola me dijo que te vas mañana, y ya que pasaba por aquí me he acercado a preguntarte si quieres que te lleve al aeropuerto.

Arqueé una ceja.

—No te preocupes. No hace falta.

—¿Llamarás a un taxi?

—Claro. —Sonreí—. Como siempre que me voy tan temprano.

—Bueno, yo esperaba que…, como amigos…, pudieras tener la confianza suficiente como para pedirme un favor cuando te hiciera falta.

—Así será. —Volví a sonreír y me aparté el pelo—. Pero es que esta vez no hace falta.

—Bueno, pues como somos amigos acepta que yo alargue la mano tratando de hacerte la vida más cómoda de vez en cuando.

—Ya. Pero es que…

—¿A qué hora tienes que estar en el aeropuerto?

Dios. ¿Qué había hecho yo para merecer aquello? Bueno…, bien lo sabía yo. Lo sabía yo y lo sabía él. El que no lo sabía era Bruno y así, por el momento, era mejor. De ahí que el borrador de mi tercera novela sobre mí misma se resistiera a ver la luz. Tenía un capítulo loco que quitaba y ponía según el día.

Me armé de mi mejor sonrisa y me bebí el café casi de un trago. Después me apoyé en la pared y tomé aire para darme ánimos. Tenía que hacerlo.

—Víctor… —dije.

—¿Vas a darme una charla? —preguntó con cara de buen chico.

—Puede.

—Pones tu cara de «vamos a hablar claro».

—Mi cara es un libro abierto. —Sonreí.

Víctor se quitó el abrigo sin dejar de mirarme, lo dejó caer en el respaldo del sillón y después se quitó la americana, se desabrochó los dos puños y se arremangó la camisa. Por Dios santo, ¿por qué me lo ponía tan difícil?

Luego se acomodó los pantalones del traje y se sentó, mirándome.

—Venga, habla. —Alcanzó su café y le dio un sorbo.

—Tienes la cara muy dura. —Me reí.

—¿Por qué?

—Deja el numerito ese… —Cerré los ojos.

—¡¿Qué numerito?! —Se rio.

—Ese despliegue de gestos de seducción. Te lo diré de todas maneras.

—Pues venga, dilo. —Sonrió de lado.

—A ver… —Dejé caer un cojín al suelo y después me senté frente a él—. ¿Te acuerdas de cuando decidimos que era mejor tener una relación cordial?

—Sí —asintió.

—Pues quizá es hora de confesar que no me refería a que tuviéramos que ser amigos íntimos, de los que se cuentan sus cosas y quedan todas las semanas para verse. No soy como Lola. No puedo.

—¿Te sientes incómoda conmigo?

—Un poco. —Y dejé de sonreír—. A veces la situación es… rara. Y tensa.

—Valeria, somos adultos. Los dos sabemos lo que hay. —Sonrió de esa manera… como Cary Grant…

Cagüenlalecheagria…

—No. —Negué con la cabeza—. También éramos adultos y también sabíamos lo que había cuando yo estaba casada y mira cómo acabó la cosa. Como el rosario de la aurora.

Víctor levantó las cejas.

—¿Es que no estás segura de…?

—Estoy muy segura. —Esbocé una gran sonrisa cínica—. No va por ahí. Simplemente… me parece raro.

—Pues no tiene por qué parecértelo. Podemos ser amigos. No hay que sacarle más punta al lápiz. Puedo llevarte al aeropuerto para que vayas a ver a tu novio; te aseguro que después no voy a llorar durante todo el fin de semana pensando que él te tiene y yo no.

Su manera de sonreír después de decirlo me hizo sentirme extraña. Fue como si su boca convirtiera mis suposiciones en patéticas. Era muy poco probable que él tratase de ir más allá de lo que decía. Qué ridícula, Valeria, como si él no pudiese tener a la mujer que quisiera. Y mujeres de ensueño, de las de piernas eternas y pechos que miran al cielo.

—Bueno…, visto así —conseguí decir tras mi monólogo interior.

—Tú me importas. No quiero alejarte de mí porque no pueda meterte en mi cama.

Levanté la cabeza y lo miré fijamente. No podía haber elegido aquella frase por azar. Era prácticamente lo mismo que me había dicho una noche, cuando yo aún estaba casada con Adrián. Y para nosotros esas frases aún tenían mucho significado.

—Relájate. —Se reclinó cómodamente en el respaldo del sillón con la taza de café en su mano derecha y cruzó las piernas, apoyando el tobillo derecho en su rodilla izquierda.

Me quedé unos segundos callada, mirándolo, perdida en esa imagen tan abruptamente masculina. ¿Cómo podía Víctor parecer sexual solo con sentarse allí frente a mí? Gritaba sexo… Quizá debía sacar la cámara y fotografiarlo. Parecía un modelo directamente salido de una sesión para Vanity Fair. Tan deseable. Tan jodidamente grácil y masculino a la vez. Tan… hombre. Pero…

El problema no era el sexo. El problema era lo que había debajo. Si fuera solo sexo sabríamos controlarlo.

—¿A qué hora quieres estar en el aeropuerto? —preguntó mientras dejaba la tacita sobre la mesa.

—A las cinco y media.

—Pasaré por aquí a las… ¿cuatro y media? Así vamos con tiempo y me tomo un café contigo en el aeropuerto.

—No, no. Tendrías que dejar el coche en el aparcamiento y es un follón. No quiero que encima te cueste dinero. Mejor a las cinco. Me dejas en la puerta y te vas. —Sonreí por fin.

—Bien. Oye…, ¿te apetece salir a cenar?

Durante unos segundos me lo planteé realmente. Pero era fácil adivinar dónde podía terminar aquello. Salir a cenar, volver tarde y con dos copas de vino encima, decirle: «Eh, no vale la pena que vayas a tu casa a dormir, puedes quedarte aquí…».

Desde luego Víctor de tonto no tenía un pelo.

—Tengo que hacer aún la maleta y enviarle a la redactora jefe mi artículo. —Mentira. Hasta finales de la semana siguiente no esperaban que les enviara nada—. Además, tendría que dormir algo y…

—Oh, bien. Pues entonces te veo a las cuatro y media en la puerta.

—Cinco.

—Ah, sí, a las cinco menos cuarto. —Y me guiñó un ojo. Se levantó, se bajó los puños de la camisa, los abrochó, se puso la americana y cogió el abrigo. Y, mientras, yo no podía dejar de mirarlo. Pero… ¿cómo se podía ser tan guapo? ¿Es que no había una ley que lo prohibiera?—. Hasta mañana entonces —dijo sonriéndome.

—Hasta mañana —contesté aún sentada en el suelo.

—¿No me despides ni me das un beso?

—Para levantarme voy a tener que rodar por el suelo, tipo albóndiga asesina. —Sonreí—. Preferiría que no tuvieras que verlo.

Víctor se me acercó y tiró de mí con facilidad hasta tenerme en pie frente a él. Después me dio uno de sus besos en la mejilla (con caricias en el pelo y en la cintura incluidas) y fue hacia la puerta.

—Que sueñes con cosas bonitas —dijo antes de cerrar.

Pensé que si tenía que soñar con cosas estéticamente admirables y podía elegir, quería que fuese con él.

En el momento en que la puerta encajó en el marco, el teléfono se puso a sonar. Anduve hasta la mesita de noche, cogí el inalámbrico y contesté con un aséptico: «¿Sí?».

—Hola, cielo.

—¡Hola, Bruno! —Sonreí.

—Llamo para confirmar la hora a la que llegas. No me gustaría volver a equivocarme.

—Ni a mí. —Me reí—. Llego a las siete y media, en teoría. Ya sabes la manía que tienen los aviones de retrasarse…

—Esperemos que sean las siete y media en punto. ¿Llamarás a un taxi para ir al aeropuerto?

Me quedé mirando la puerta y, cerrando los ojos, contesté:

—Sí.