A mediodía, Ford y el grupo de jinetes salieron de los enebros y cruzaron los pastos de una pequeña granja navajo. Después de diez horas a caballo, Ford tenía todo el cuerpo magullado; le dolían las costillas rotas, y su cabeza estaba a punto de estallar; también un ojo tan hinchado que no podía abrirlo, y los dientes de delante descascarillados.
La casa de la hermana de Begay era un remanso de paz y tranquilidad: una cabaña de troncos, con cortinas rojas, al lado de un grupo de álamos muy recios, justo a la orilla de Laguna Creek. Detrás de la cabaña, la hermana tenía una vieja caravana Airstream, con la chapa de aluminio pelada por el viento, el sol y la arena. Un rebaño de ovejas se agitaba y balaba en un redil, y en un corral bufaba y piafaba un caballo. También había dos campos de maíz regados, separados con una alambrada de cuatro alambres, y un depósito de agua para los animales, con una bomba de viento que crujía alegremente con la fuerte brisa. Por el lado del depósito, una escalera de madera desgastada por la intemperie daba acceso a un trampolín. Había dos camionetas aparcadas en la sombra. Por las ventanas de la cabaña se oía una emisora de música country.
Desmontaron en silencio, exhaustos, y cepillaron los caballos. Una mujer con pantalones vaqueros, delgada, con el pelo largo y negro, salió de la caravana y abrazó a Begay.
—Mi hermana, Regina —dijo él, presentándosela a los demás. Ella les ayudó con los caballos.
—Necesitan un buen baño —dijo—. Usaremos el depósito. Primero las señoras, y después los caballeros. Cuando me ha llamado Nelson he buscado ropa limpia. Está a punto en la caravana. No se quejen si no es de su talla. He oído que en Cow Springs vuelve a estar abierta la carretera, así que Nelson y yo les llevaremos en coche a Flagstaff en cuanto se haya puesto el sol.
Les miró muy seria, como si nunca hubiera visto a nadie en tan pésimo estado, lo cual era perfectamente posible.
—Comeremos dentro una hora.
Durante todo el día habían volado helicópteros que iban o volvían de la mesa incendiada. Pasó uno. Regina lo miró con una mueca.
—¿Dónde estaban cuando hacían falta?
Después de comer, Ford y Kate se sentaron a la sombra de un álamo, detrás de los corrales, y vieron pacer a los caballos. El arroyo corría perezosamente por su lecho de piedras. El sol estaba bajo. Al sur, Ford vio la columna de humo que subía de Red Mesa, un pilar negro y torcido que se iba ampliando hasta cubrir la atmósfera con un manto marrón que se extendía por todo el horizonte.
Se quedaron mucho rato sin hablar. Era el primer momento que pasaban a solas.
Ford rodeó con un brazo la espalda de Kate.
—¿Cómo estás?
Kate sacudió la cabeza sin decir nada, pasándose un pañuelo limpio por los ojos. Permanecieron un buen rato sentados a la sombra sin hablar, mientras zumbaban las abejas, que volaban hacia las colmenas del final del campo. Los demás científicos estaban en la cabaña escuchando la radio, que emitía continuamente noticias sobre el desastre. El aire plácido llevó hasta ellos la voz débil y metálica del presentador.
—Somos los muertos de los que más se habla en todo el país —dijo Ford—. Quizá deberíamos habernos entregado a la Guardia Nacional.
—No podemos fiarnos de ellos, ya lo sabes —le recordó Kate—. Pero se enterarán de la verdad cuando lleguemos a Flagstaff, como el resto del país. —Levantó la cabeza, se secó los ojos y metió una mano en el bolsillo. Sacó un fajo sucio de papel de impresora—. Cuando enseñemos esto al mundo.
Ford se lo quedó mirando con cara de sorpresa.
—¿De dónde lo has sacado?
—Me lo dio Gregory cuando le abracé. —Kate lo desdobló y lo alisó sobre su rodilla—. Las palabras de Dios, impresas.
Ford no sabía cómo empezar a contarle lo que llevaba varias horas ensayando mentalmente. Optó por hacer una pregunta.
—¿Qué harás con esto?
—Tenemos que hacerlo público, contar nuestra historia. El mundo tiene que saberlo. Wyman, cuando lleguemos a Flagstaff organizaremos una rueda de prensa, para anunciarlo. Según la radio, todos nos dan por muertos. Ahora mismo la atención mundial está pendiente de lo que ocurre en Red Mesa. Piensa en el impacto que tendrá.
Su hermosa cara, tan cansada y magullada, nunca había parecido tan llena de vida.
—Anunciar… ¿qué?
Le miró como si se hubiera vuelto loco.
—Lo que ha pasado. El descubrimiento científico de… —Solo titubeó un momento antes de pronunciar la palabra, que dijo con gran convicción—. Dios.
Ford tragó saliva.
—Kate…
—¿Qué?
—Primero tienes que saber una cosa. Antes de… dar este paso.
—¿Qué cosa?
—Pues que…
Ford hizo una pausa. ¿Cómo plantearlo?
—¿Qué?
Vaciló.
—Estás de nuestro lado, ¿verdad? —preguntó Kate. Ford no sabía si sería capaz de decir la verdad, pero tenía que intentarlo. De lo contrario, se lo reprocharía toda la vida. ¿O quizá no? Miró a Kate a la cara, radiante de convicción y fe. Había estado perdida, y ahora se había encontrado. Aun así, Ford no podía irse sin decirle lo que sabía.
—Todo era un engaño —dijo atropelladamente.
La mirada de Kate se endureció.
—¿Cómo?
—Lo tramó Hazelius. Era un plan para iniciar una nueva religión, como la cienciología.
Sacudió la cabeza.
—Wyman… No cambiarás, ¿verdad?
Ford quiso cogerle la mano, pero ella la apartó rápidamente.
—Me parece mentira que pretendas engañarme —dijo, en un acceso de ira—. De verdad que no puedo creerlo.
—Kate, me lo dijo Hazelius. Lo reconoció. En las minas. Todo era un timo.
Kate sacudió la cabeza.
—Has hecho todo lo que has podido para impedirlo, para desacreditar lo que está pasando, pero no te creía capaz de caer tan bajo y recurrir a una mentira.
—Kate…
Se levantó.
—No te saldrá bien, Wyman. Ya sé que no puedes aceptar lo que ocurrió; no puedes renunciar a tu fe cristiana, pero esto es absurdo. Si Gregory se lo hubiera inventado todo, ¿se lo habría reconocido a alguien? ¡Y menos a ti!
—Él creía que íbamos a morir.
—No, Wyman, lo que dices no tiene sentido.
Ford la miró. Sus ojos brillaban con el fervor de la fe. Jamás podría convencerla.
Kate siguió hablando:
—¿Viste cómo murió? ¿Te acuerdas de lo que dijo, de sus últimas palabras? A mí se me han grabado en la memoria: «El universo nunca olvida». ¿Crees que eso formaba parte del engaño? No, Wyman; ha muerto creyendo. Esas cosas no pueden fingirse. Se quedó de pie en medio del fuego. Se quemaba, y tenía una pierna destrozada, pero él seguía de pie. No se vino abajo ni un momento. Sonreía y abría los ojos todo el rato. Imagínate si era fuerte su fe. ¿Y eso era un engaño, según tú?
Ford no dijo nada. Ni haría cambiar de opinión a Kate, ni estaba seguro de querer hacerlo. Había tenido una vida tan difícil, con tantas desgracias… Convencerla de que Hazelius era un fraude equivaldría a destruirla. Además, tal vez la mayoría de las religiones necesitaban cierta parte de engaño para triunfar. A fin de cuentas, la religión no se basaba en hechos, sino en la fe. Era una cuestión de confianza espiritual.
La miró con una pena casi incontrolable. Hazelius tenía razón: ni Ford, ni Volkonski, ni nadie podía detenerlo. Nadie. «Les jeux sont faits». La suerte está echada. Entendió que Hazelius se lo hubiera confesado de buen grado, porque sabía que, aunque Ford sobreviviese, no podría hacer nada para impedirlo. Por eso había ido hacia la muerte con una dignidad y una determinación tan asombrosas. Era el acto final de su obra de teatro, y estaba resuelto a hacer una buena interpretación.
Su muerte había sido la de un auténtico creyente.
—Wyman —dijo Kate—, si me has querido alguna vez, cree y únete a nosotros. El cristianismo está acabado. —Le mostró los papeles impresos—. ¿Cómo puedes no creer esto, después de todo lo que hemos pasado?
Ford sacudió la cabeza sin poder contestar. La pasión de Kate le llenaba de envidia. ¡Qué maravilloso sería estar tan seguro de cuál era la verdad!
Kate tiró el papel al suelo y le cogió las manos.
—Podemos hacerlo, juntos, tú y yo. Rompe con tu pasado. Elige una vida nueva conmigo.
Ford inclinó la cabeza.
—No —dijo en voz baja.
—Puedes intentarlo, y con el tiempo verás la luz. No des la espalda a todo esto. No me abandones.
—Al principio sería maravilloso, por el mero hecho de estar contigo, pero no duraría.
—Lo que presenciamos en la montaña lo dictaba Dios. Estoy segura.
—No puedo. No puedo vivir algo en lo que no creo.
—Entonces cree en mí. Me dijiste que me querías y que te quedarías conmigo. Me lo prometiste.
—A veces el amor no es suficiente, al menos tratándose de lo que planeas hacer tú. Me voy. Despídeme de los demás.
—No te vayas.
Kate lloraba a lágrima viva.
Ford se agachó y le rozó la frente con un beso.
—Adiós, Kate —dijo—. Y… que Dios te bendiga.