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Lockwood echó un vistazo al gran reloj que estaba colgado detrás del presidente, en la pared de madera. Las ocho de la mañana. Ya había salido el sol, y la gente se iba a trabajar; el tráfico de la Beltway se movía con su acostumbrada velocidad de caracol.

Allí había estado él el día anterior, en un atasco de la Beltway, con el aire acondicionado a tope y escuchando la voz de Steve Inskeep por la Radio Pública Nacional.

Pero el mundo había cambiado.

La Guardia Nacional había aterrizado en Red Mesa a la hora estipulada, a las 4.45 de la madrugada, a unos cinco kilómetros del antiguo emplazamiento del Isabella, pero ya no era la misma misión. El asalto se había convertido en una operación de rescate: rescatar y evacuar heridos, y sacar los cadáveres esparcidos por Red Mesa. El fuego se había vuelto incontrolable. La mesa, que recorría una infinidad de vetas de carbón bituminoso, probablemente ardería durante un siglo, hasta que desapareciese la montaña.

El Isabella ya no existía. La máquina de los cuarenta mil millones de dólares era un amasijo de chatarra disperso en llamas, y lanzado al desierto por el precipicio.

El presidente entró en la sala de crisis. Todos se levantaron.

—Sentaos —gruñó, estampando unos papeles en la mesa antes de tomar asiento a su vez.

Había dormido dos horas, pero para lo único que había servido el breve descanso fue para empeorar su estado de ánimo.

—¿Estamos preparados? —preguntó.

Pulsó un botón de su sillón y apareció en el monitor el pulcro rostro del director del FBI; su pelo salpicado de canas se mantenía perfecto, y su traje seguía inmaculado.

—Ponnos al día, Jack.

—Sí, señor presidente. La situación está controlada.

Los labios del presidente se tensaron con escepticismo.

—Hemos evacuado la mesa. Estamos trasladando a los heridos a hospitales de la zona. Lamento decir que todo apunta a que nuestra Unidad de Rescate de Rehenes al completo ha perdido la vida en el conflicto.

—¿Y los científicos? —preguntó el presidente.

—El equipo científico parece haber desaparecido.

El presidente se llevó las manos a la cabeza.

—¿No sabemos nada de los científicos?

—Ni rastro. Puede que algunos escaparan por las antiguas minas en el momento del asalto, y es posible que les pillase la explosión, el fuego y el derrumbamiento de las minas. La opinión general es que no han sobrevivido.

El presidente seguía sujetándose la cabeza con las manos.

—Todavía no tenemos información sobre lo sucedido ni sobre cuál fue la razón de que el Isabella se quedara incomunicado. Es posible que estuviera relacionado con el ataque. No lo sabemos. Hemos sacado centenares de cadáveres, enteros y a trozos, muchos de ellos irreconocibles. Todavía estamos buscando el cadáver de Russell Eddy, el predicador con un grave trastorno mental que incitó por internet a toda esa gente. Quizá necesitemos semanas, o incluso meses, para localizar e identificar a todos los muertos. Algunos nunca aparecerán.

—¿Y Spates? —preguntó el presidente.

—Lo hemos detenido y le están interrogando. Me han informado de que colabora. También hemos detenido a Booker Crawley, del bufete de la calle K Crawley & Stratham.

—¿Del grupo de presión? —El presidente levantó la cabeza—. ¿Qué tiene que ver en todo esto?

—Pagó en secreto a Spates para que predicara contra el Isabella, y de ese modo sacar más dinero a su cliente, la nación navajo.

El presidente sacudió la cabeza, atónito.

Galdone, el jefe de campaña, cambió la postura de sus muchos kilos. Parecía haber dormido con el traje azul puesto, y haber encerado su Buick con la corbata. Necesitaba un afeitado. «Un ser absolutamente odioso», pensó Lockwood. Se estaba preparando para hablar. Todos miraron su figura de oráculo.

—Señor presidente —dijo—, tenemos que dar una versión de los hechos. Mientras estamos aquí hablando, la columna de humo sobre el desierto sale en todos los informativos, y el país espera respuestas. Afortunadamente, el aislamiento de Red Mesa y nuestra rapidez en cerrar el espacio aéreo y bloquear el acceso por carretera, han reducido al mínimo la presencia de la prensa, que no ha podido retransmitir los detalles más truculentos. Todavía podemos convertir este desastre en una historia a la medida del votante, que pueda granjearnos la aprobación pública.

—¿Cómo? —preguntó el presidente.

—Alguien tiene que pagar los platos rotos —dijo Lockwood sin rodeos.

Galdone le sonrió indulgentemente.

—Es cierto que cualquier historia necesita un malo, pero nosotros ya tenemos dos: Spates y Crawley, auténticos malos de película. Uno es un telepredicador putero e hipócrita, y el otro un representante de un grupo de presión, melifluo y maquinador. Por no hablar del loco de Eddy. No, lo que realmente necesitamos para esta historia es un héroe.

—De acuerdo, pero ¿quién es el héroe? —preguntó el presidente.

—Usted no puede ser, señor presidente. La opinión pública no lo creería. Tampoco puede ser el director del FBI, que ha perdido a su unidad. Ni nadie del Departamento de Energía, que son quienes metieron la pata con el Isabella desde el principio. Tampoco puede ser ninguno de los científicos, porque parece que están muertos. Ni un funcionario político, como Roger Morton o yo. Eso no se lo creería nadie.

Los ojos inquietos de Galdone se detuvieron en Lockwood.

—Hay una persona que se dio cuenta del problema antes que nadie: usted, Lockwood. Un hombre de gran sabiduría y clarividencia, que actuó con decisión para corregir un problema que solo vieron venir usted y el presidente. Todos los demás estaban en babia: el Congreso, el FBI, el Departamento de Energía, yo, Roger… Todos. Usted ha sido decisivo en todo el desarrollo de los hechos. Sensato, informado, confidente de los científicos martirizados… Ha sido crucial para solucionar la situación.

—Gordon —atajó el presidente con incredulidad—, hemos hecho explosionar una montaña.

—¡Pero ha abordado las consecuencias estupendamente! —dijo Galdone—. Señores, el desastre del Isabella no ha sido un Katrina que se ha arrastrado durante meses. Señor presidente, usted y Lockwood han matado o encerrado a los malos, y han puesto orden en la catástrofe. ¡Todo en una noche! La mesa está controlada por la Guardia Nacional.

—¿Controlada? —le interrumpió el presidente—. Si parece la cara oculta de la luna…

—Está controlada. —La voz de Galdone se impuso a la del presidente—. Todo ello gracias a su firmeza y a su capacidad de decisión, señor presidente, y al respaldo inestimable y fundamental de su asesor científico y hombre de confianza, elegido por usted personalmente: el doctor Stanton Lockwood.

La mirada de Galdone se posó en Lockwood.

—Ya tienen la historia, señores. No la olvidemos. —Ladeó la cabeza, abultando todavía con más pliegues su grueso cuello, y miró a Lockwood—. Stan, ¿estás preparado?

Lockwood se dio cuenta de que por fin había llegado. Ya era uno de ellos.

—Totalmente —dijo, y sonrió.