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El pastor Russ Eddy salió de la caravana, se echó una toalla sobre sus hombros escuálidos y se paró un momento en el patio. Aquel lunes había amanecido despejado y luminoso en la misión. El sol naciente bañaba la arena del valle con una luz dorada, que teñía de amarillo las ramas del álamo seco situado junto a la pequeña caravana. Más allá, en el horizonte, se erguía Red Mesa, gigantesca, como un pilar de fuego bajo el primer sol de la mañana.

Miró hacia el cielo, juntó las palmas de las manos e, inclinándose, dijo con fuerza y nitidez:

—Gracias, Señor, por este día.

Tras un momento de silencio, arrastró los pies hasta la vieja bomba de agua situada en el porche y tiró la toalla sobre un viejo poste para atar a los caballos. Hizo rechinar con ímpetu el mango de la bomba una docena de veces, hasta que salió un chorro de agua fría que cayó en el interior de una tina galvanizada. Entonces se refrescó un poco la cara, sacó una pastilla de jabón, hizo espuma, se afeitó y se cepilló los dientes. Después se enjabonó la cara y los brazos, se aclaró, cogió la toalla del poste y se secó con brío. Lo siguiente que hizo fue observarse en el espejo que colgaba de un clavo oxidado en la valla. Tenía la cara pequeña, con mechoneaos ralos encima. Despreciaba su cuerpo. Parecía un frágil pajarito. Mucho tiempo atrás, el médico le había dicho a su madre que se trataba de un «retraso en el crecimiento», y a Russ aún le dolía la insinuación de que su endeblez física era en cierto modo culpa suya, un fracaso personal.

Se peinó con cuidado, tapando los avances de la calvicie, e hizo una mueca para inspeccionarse la dentadura torcida; nunca había tenido suficiente dinero para arreglarla. Por alguna razón se acordó de su hijo Luke (que debía de tener once años), y se angustió todavía más. No le había visto en seis años, seis años obligado a pagar una pensión que evidentemente no podía costear. De repente cruzó su pensamiento un recuerdo del niño, canijo, en un día caluroso de verano corriendo a través de un aspersor. Fue como si un cuchillo le cortase el cuello, como aquel cuchillo con el que había visto que una mujer navajo rebanaba el cuello a un cordero que se resistía y balaba, vivo aún, pero ya muerto.

Se estremeció al pensar en las injusticias sufridas durante su vida, en sus problemas económicos, en la infidelidad de su mujer, en el divorcio; víctima una y otra vez, sin ser culpable de nada. Había llegado a la reserva únicamente con su fe y con dos cajas repletas de libros. Ahora Dios ponía su fe a prueba con una vida de trabajo duro sin recompensa, y una penuria económica constante. Eddy aborrecía deber dinero, sobre todo a los indios. De todos modos, seguro que el Señor sabía lo que se hacía; poco a poco Eddy conseguía feligreses, aunque parecían más interesados por la ropa que les regalaba que por los sermones. Apenas le dejaban unos miserables dólares en el cepillo (que algunas semanas solo contenía veinte). Muchos, además, iban a misa en la misión católica para llevarse gafas y medicamentos gratis, o a los mormones de Rough Rock por el suministro de alimentos. Era el problema de los navajos, que no sabían distinguir la voz del dinero de la de Dios.

Se paró un momento y buscó a Lorenzo con la mirada, pero su ayudante navajo aún no había aparecido. Pensar en él le puso nervioso. Ya era la tercera vez que desaparecía el dinero del cepillo, y ahora Eddy estaba seguro de que el culpable era Lorenzo. Solo había cincuenta y pocos dólares, pero la misión los necesitaba desesperadamente. Y lo peor de todo era que aquello significaba robarle a Dios. El alma de Lorenzo corría peligro por cincuenta miserables pavos.

Eddy estaba harto. La semana anterior había decidido despedirle, pero necesitaba pruebas. Aunque pronto las tendría. El día anterior, entre la colecta y el final del servicio, había marcado los billetes del cepillo con un rotulador fluorescente amarillo, y el tendero de Blue Gap tenía instrucciones de avisarle si alguien los gastaba.

Se puso la camiseta y estiró los brazos, mirando su humilde misión con una mezcla de cariño y repugnancia. La caravana donde vivía se estaba cayendo a trozos. Cerca estaba el pajar prefabricado que le había comprado a un ranchero de Shiprock, y que, tras desmontarlo y transportarlo hasta allí, se había convertido en su iglesia. Un trabajo que deslomaría a cualquiera. En vez de bancos había sillas de plástico de distintos tamaños, formas y colores. La «iglesia» estaba abierta por tres de sus cuatro costados. Durante el sermón del día anterior se había levantado viento, que había tirado arena a los feligreses. La única pertenencia de cierto valor de Eddy estaba en la caravana: un iMac Intel Core Dúo con pantalla de veinte pulgadas, envío de un turista cristiano que al pasar por tierras navajo había quedado impresionado por la misión. Aquel ordenador era un regalo de Dios, su único medio de contactar con el mundo que estaba más allá de la reserva. Se pasaba muchas horas frente a él, visitando grupos de noticias cristianos y chats, mandando y recibiendo e-mails y organizando donativos de ropa.

Entró en la iglesia y empezó a disponer las sillas en hileras rectas, a la vez que limpiaba la arena de los asientos con un cepillo. Mientras tanto, pensó en Lorenzo, y se enfadó tanto que empezó a arrastrar ruidosamente las sillas. Se suponía que era trabajo de su ayudante.

Cuando acabó de arreglar las sillas, subió a la plataforma que hacía las veces de pulpito con una escoba grande, y empezó a barrer la arena del fondo. Mientras barría, vio que Lorenzo aparecía en el patio. Ya era hora. El navajo siempre recorría a pie los tres kilómetros desde Blue Gap, y tenía tendencia a llegar silenciosa e inesperadamente, como un fantasma.

Eddy se irguió y se apoyó en el mango de la escoba, esperando a que el joven navajo penetrase en la sombra de la iglesia.

—Hola, Lorenzo —saludó, haciendo un esfuerzo de serenidad—. Que el Señor te bendiga y te guíe durante el día de hoy.

Lorenzo echó hacia atrás sus largas trenzas.

—Hola.

Eddy le miró atentamente a la cara, en busca de señales de que se hubiera drogado o emborrachado, pero Lorenzo desvió la mirada, le cogió la escoba y empezó a barrer. Si los navajos normalmente ya eran inescrutables, Lorenzo lo era todavía más; era un hombre solitario y poco hablador que iba a lo suyo. Era difícil saber si tenía algo en la cabeza aparte del ansia de drogas y alcohol. Eddy no recordaba haberle oído ni una sola frase entera. Parecía mentira que hubiera ido a Columbia, aunque no se hubiera licenciado.

Se apartó para ver cómo barría, con golpes de escoba lentos y poco eficaces que dejaban un rastro de arena. Reprimió las ganas de decirle algo sobre el dinero de la colecta. Eddy prácticamente no tenía ni para comer, y una vez más tendría que pedir prestado para la gasolina. Sin embargo, a Lorenzo no se le ocurría nada mejor que robar el dinero de Dios, seguro que para drogas o alcohol. La idea de pedirle cuentas empezó a poner nervioso a Eddy. Habría que esperar a saber algo del tendero, porque necesitaba pruebas. Si acusaba a Lorenzo y el chico lo negaba (porque seguro que lo negaría, el muy mentiroso), ¿qué podía hacer sin pruebas?

—Lorenzo, por favor, cuando hayas acabado ordena la ropa que acaba de llegar.

Señaló varias cajas, llegadas el viernes de una iglesia de Arkansas.

Lorenzo gruñó en señal de que lo había oído. Eddy se quedó un rato más, viendo lo mal que barría. Decididamente, estaba flipado. Había robado la colecta para comprar droga. Y ahora, para pasar la semana, Eddy tendría que pedir prestado para gasolina y comida.

Tembló de rabia, pero no dijo nada; dio media vuelta y caminó otra vez con pasos rígidos hasta la caravana, para tomar un exiguo desayuno.