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¿Dónde estaba?

¿Qué lugar era aquel?

¿Cuánto tiempo llevaba caminando sin rumbo?

Se le escapaban los detalles. Había sucedido algo; la tierra había estallado y ardía. El culpable de todo era el Anticristo, a quien Eddy había quemado vivo. Pero ¿dónde estaba… el Mesías? ¿Por qué no había vuelto Jesucristo, para redimir a los elegidos y llevárselos al cielo?

Tenía la ropa chamuscada, el pelo quemado, le zumbaban los oídos, le dolían los pulmones, y estaba todo tan oscuro… Por donde iba no encontraba más que grietas que despedían un humo pestilente. Una bruma oscura cubría el paisaje como niebla, y no le dejaba ver a más de cuatro o cinco metros.

Vislumbró una imagen redonda, vagamente humana, que movía la cabeza.

—¡Eh, tú! —dijo Eddy con todas sus fuerzas, corriendo hacia ella por el suelo de piedras.

Tropezó con la cepa renegrida de un pino muerto, que había quedado reducido a un montículo de ceniza.

La forma se acercaba.

—¡Doke! —llamó, con la voz apagada por el humo—. ¡Doke! ¿Eres tú?

No hubo respuesta.

—¡Doke! ¡Soy yo, el pastor Eddy!

Corrió, tropezó, cayó y se quedó un momento respirando el aire más fresco y puro que había cerca del suelo. Después de levantarse, sacó un pañuelo e intentó respirar a través de él. Dio unos cuantos pasos más. Algunos más. El objeto oscuro aumentó. No era Doke. No era un ser humano. Extendió el brazo para tocarlo. Era una roca seca, caliente al tacto, en equilibrio sobre un pilar de arenisca.

Intentó concentrarse, pero solo acudían a su mente pensamientos fragmentarios. Su misión… su caravana… el día de la ropa… Recordó haberse lavado la cara en la vieja bomba, haber predicado para una docena de personas bajo la arena que traía el viento y haber chateado con sus amigos cristianos.

¿Cómo había llegado hasta ahí?

Se apartó de la roca, sin que su vista lograse penetrar la bruma cada vez más densa. A su derecha brillaba y crujía algo. ¿Un fuego? Fue hacia la izquierda.

En el suelo vio un conejo quemado. Al empujarlo con el pie, el animal sufrió una convulsión y se quedó apoyado en el lomo, con los flancos subiendo y bajando, y los ojos dilatados de miedo.

—¡Doke! —gritó Eddy.

Después se preguntó: «¿Quién es Doke?».

—Ayúdame, Jesús —gimió. Se arrodilló, temblando, y levantó las manos unidas hacia el cielo. El humo se arremolinaba en torno a él. Tosió, con los ojos llorosos—. Ayúdame, Jesús.

Nada. Algo tronó en la lejanía. A la derecha, el parpadeo era cada vez más alto, como una garra de color naranja que rascaba el cielo. El suelo empezó a vibrar.

—¡Jesús! ¡Ayúdame!

Eddy rezaba con fervor, pero no respondió ninguna voz, ni una sola palabra; no oyó nada dentro de su cabeza.

—¡Sálvame, Señor Jesucristo! —rogó.

De pronto surgió otra forma en la oscuridad. Se levantó, abrumado de alivio.

—¡Estoy aquí, Jesús! ¡Ayúdame!

—Ya te veo —dijo una voz.

—¡Gracias, gracias! ¡En el nombre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo!

—Sí —asintió la voz.

—¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este?

—Precioso… —dijo la figura que se cernía sobre él.

Eddy sollozaba de alivio. Volvió a toser con fuerza en su pañuelo hecho jirones, dejando una mancha de esputo negro.

—Precioso… Te llevaré a un lugar precioso.

—¡Sí, por favor, sácame de aquí!

Eddy tendió las manos.

—Aquí debajo es tan bonito…

De pronto, el resplandor rojizo del fuego de la derecha se volvió más intenso, e irradió una luz espantosa en el espesor de la bruma. La figura, teñida de rojo mate, se acercó. Ahora Eddy veía su cara, el pañuelo en la cabeza, las largas trenzas sobre los hombros, una de ellas deshecha, los ojos oscuros y velados, la frente ancha…

¡Lorenzo!

—Tú… —Retrocedió—. Pero… si estás… muerto. Te vi morir.

—¿Morir? Los muertos nunca mueren. Ya lo sabes. Los muertos siguen viviendo, quemados y torturados por el Dios que los creó. El Dios del amor. Quemados por haber dudado de Él, por haber sentido confusión, titubeos o rebelión; atormentados por su Padre y Creador por no creer en Él. Ven… te lo enseñaré…

La figura tendió una mano, con una sonrisa atroz. Fue entonces cuando Eddy se fijó en la sangre; tenía la ropa empapada de sangre a partir del cuello hacia abajo, como si le hubieran remojado en ella.

—No… Apártate de mí… —Retrocedió—. Ayúdame, Jesús…

—Te ayudaré yo… Soy yo quien te guiará hasta ese lugar tan bueno y agradable…

Bajo los pies de Eddy el suelo tembló y se abrió, convertido bruscamente en unos altos hornos que rugían, resplandeciendo con un fulgor anaranjado. Eddy cayó y cayó en el horrible calor, el imposible calor…

Abrió la boca para gritar, pero no salió ningún sonido.

Ninguno en absoluto.