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Ford se quedó mirando el cañón de la pistola, enfrentado a su reluciente ojo de acero, y sin querer le salieron las palabras de la confesión. Se empezó a santiguar, susurrando:

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…

—¡Alabado sea Dios! —tronó una voz en el silencio expectante.

Todos se volvieron. De la oscuridad salió un navajo, con una camisa de gamuza y un pañuelo en la cabeza. Iba a pie, con una hilera de caballos en una mano y en la otra una pistola, que agitaba por encima de la cabeza.

—¡Alabados sean Dios y Jesús!

Empezó a meterse entre la gente, que le abría paso.

Ford reconoció a Willy Becenti.

Eddy siguió apuntando a Ford con la pistola.

—¡Alabados sean Dios y Jesús! —exclamó otra vez Becenti, que iba derecho hacia ellos con sus caballos, mientras los fieles arrodillados no tenían más remedio que apartarse—. ¡Alabado sea el buen Señor! ¡Amén, hermano!

—¡Alabado sea Dios! —respondía la gente de modo maquinal—. ¡Alabado sea Jesús!

—¡Amigo en Cristo! —dijo Doke, levantándose—. ¿Quién eres?

—¡Alabado sea Jesús! —volvió a exclamar Willy—. ¡Somos hermanos en Cristo! ¡Venimos para estar con vosotros!

Los caballos estaban nerviosos; encabritados y con los ojos en blanco, asustaban a la gente, que se echaba a un lado. Detrás de los caballos, la luz rojiza iluminó a un jinete que los guiaba por la retaguardia. Ford reconoció a Nelson Begay, el chamán.

Becenti detuvo los animales justo delante del grupo de científicos; las bestias, inquietas, se agolpaban con los ojos desquiciados, sacudiendo las cabezas, casi fuera de control.

La gente seguía apartándose, nerviosa.

—¿Qué hacéis con los caballos? —exclamó enojado Eddy.

—¡Queremos estar con vosotros!

Becenti le miró con cara de tonto, a la vez que se le caía una de las cuerdas, como por accidente. El primer caballo intentó encabritarse. Becenti pisó la cuerda para impedírselo.

—¡Sooo, caballo! —exclamó.

Se agachó a recoger la cuerda, movimiento que aprovechó para murmurar al grupo, lo bastante alto para que le oyeran:

—Cuando os diga ya, montad en los caballos y nos iremos.

Doke ocupó el espacio vacío que había delante de Eddy y de Ford.

—Oye, amigo, más vale que me digas quién eres y qué acabas de decirles a los prisioneros.

—Ya me has oído, hermano —dijo Becenti, con voz aguda y lastimera—. ¡Soy un amigo en Cristo! ¡He pensado que podíais necesitar caballos!

—Nos estás molestando, idiota. Llévate a estos bichos para que no estorben.

—Vale, vale, hermano, lo siento; solo quería ayudar. —Becenti se volvió—. ¡Sooo, caballos! —exclamó, agitando mucho los brazos—. ¡Tranquilos! ¡Sooo!

Si algún efecto parecieron surtir sus gritos, fue ponerlos aún más nerviosos. Los cogió por los ronzales y empezó a hacerles dar media vuelta para irse, pero no se le veía muy diestro en el manejo de animales. Como no le obedecían, les amenazó con un lazo enrollado. Entonces se giraron muy bruscamente, obligando a Doke y a Eddy a retroceder, e interponiéndose entre ellos dos y los cautivos. Uno de los caballos se encabritó.

—¡Saca de aquí a estos caballos! —gritó Doke, intentando apartarlos.

—¡Alabados sean Jesús y los santos! —Becenti volvió a agitar la pistola sobre su cabeza, a la vez que gritaba—: ¡Ya!

Ford cogió a Kate y la subió a un ruano, mientras que Becenti puso a Chen a lomos de un poni indio con manchas, y después a Cecchini en un bayo, detrás de él. Corcoran y St. Vincent montaron a otro caballo. Innes saltó sobre un alazán. En menos de diez segundos estaban todos montados, dos de ellos en un poni.

Intentando abrirse paso entre la inquieta multitud, Doke exclamó:

—¡Detenedles!

Cogió el rifle y lo sacó de la funda que llevaba cruzada en la espalda.

Eddy volvía a tener la pistola levantada, apuntando hacia Ford.

—¡Alabado sea el Señor! —vociferó Becenti, dando media vuelta a su caballo, y se lanzó contra Eddy con los cascos levantados.

Eddy tropezó, se le escapó el disparo y cayó de espaldas. Inmediatamente después, el indio azuzó a su caballo contra Doke, que soltó el rifle y esquivó el ataque arrojándose al suelo. Becenti levantó el lazo enrollado y gritó, haciéndolo girar:

—¡Yijaaa!

Los caballos ya estaban nerviosos, por lo que no hizo falta espolearles mucho. Se lanzaron hacia la multitud, dispersándola. Una vez en campo abierto, Becenti giró a la derecha y les llevó a todo galope hacia la protección de una hondonada de arena. Sonaron disparos por detrás, fuego indiscriminado en la oscuridad, pero ya se habían refugiado en la hondonada, y las balas pasaron silbando por encima de sus cabezas.

—¡Yijaaa! —gritó Becenti.

Los caballos cruzaron la hondonada como una exhalación, hasta que las detonaciones fueron solo un petardeo lejano, y apenas se oían las voces y gritos de la multitud. Entonces redujeron el paso al trote.

Lejos, por detrás, Ford oyó una moto que arrancaba.

—¿Lo has oído, Willy? —preguntó Begay desde la retaguardia—. Alguien tiene una moto de cross.

—Mierda —dijo Becenti—. Tendremos que despistar a ese hijo de su madre. ¡Un momento!

Salió de la hondonada y subió por una cuesta de roca desnuda, haciendo ruido en la arenisca con los cascos. Al llegar a lo más alto, se lanzó por un campo de dunas en dirección al profundo arroyo que había al otro lado.

De pronto retumbó toda la mesa. En el cielo nocturno se elevaron nubes oscuras de polvo. A unos cientos de metros a la derecha de donde estaban, brotaron llamas del suelo. Un pino se incendió de golpe, crepitando. Después otro. Oyeron dos sonoras explosiones a sus espaldas, en el extremo oriental de la mesa.

De nuevo el rugido del motor, esta vez mucho más cerca. Recortaba distancias a gran velocidad.

—¡Yijaaa! —gritó de nuevo Becenti, lanzándose por el borde del arroyo, hacia el fondo.

Ford le siguió, agarrándose con las piernas al ruano y con los brazos de Kate rodeándole.