El reverendo Don T. Spates colgó de golpe. Seguía sin haber señal. También se le había colgado la conexión a internet. Se le ocurrió ir a la sala de prensa de la Catedral de Plata y encender el televisor para ver si había noticias, pero no tuvo fuerzas. Tenía miedo de irse, de levantarse de la mesa, de lo que pudiera descubrir.
Miró el reloj. Las cuatro y media. Faltaban dos horas para que amaneciese. Cuando saliera el sol, iría directamente a ver a Dobson; se pondría en manos de su abogado y él se encargaría de todo. Le saldría caro, por supuesto, pero después de lo sucedido habría donativos a raudales. Solo necesitaba capear el temporal. Ya había superado otros, como la delación de las dos prostitutas a la prensa. Entonces creyó que era el final del mundo, pero al cabo de un mes volvía a trabajar, a predicar en la Catedral, y ahora era el número uno del sector de los telepredicadores.
Sacó un pañuelo del bolsillo para secarse la cara; se lo pasó por los ojos, la frente, la nariz y la boca, dejando una mancha marrón de restos de maquillaje sobre la tela blanca. La miró asqueado, antes de tirar el pañuelo a la papelera. Después se sirvió otra taza de café, le echó un chorrito de vodka y se la bebió, con la mano temblorosa.
Dejó la taza con tal fuerza que se partió por la mitad; una taza de Sèvres dividida en dos partes idénticas, como si la hubieran sometido a un corte de precisión. Cogió los trozos y se los quedó mirando. De repente se enfureció y los tiró al suelo.
Tambaleándose, fue a la ventana, la abrió y miró al exterior.
Todo era oscuridad y silencio. El mundo dormía. Pero no en Arizona. Allí podían estar sucediendo cosas muy graves. De todos modos, no era culpa suya. Él había consagrado su vida a trabajar por Cristo en la tierra. «Creo en el honor, la religión, el deber y la patria».
Qué ganas tenía de que saliera el sol… Se imaginó bien protegido por las discretas paredes forradas de madera del bufete de su abogado de la calle Trece; esa imagen le reconfortó. Despertaría a su chófer a primera hora, para ir a Washington.
Mientras miraba las calles oscuras y mojadas por la lluvia, oyó sirenas a lo lejos, y poco después vio que algo se acercaba por Laskin Road: coches patrulla y un furgón policial con las luces encendidas, seguido por varias camionetas. Retrocedió y cerró la ventana con el pulso acelerado. No venían a buscarle a él. Naturalmente que no. ¿Qué le estaba pasando? Volvió a la mesa, se sentó y cogió el café y el vodka, hasta que se acordó de la taza rota. Al demonio con la taza. Levantó la botella y tomó un buen trago a morro.
Dejó la botella y exhaló. Probablemente solo iban a echar a algún negro del club de vela de al lado.
Le sobresaltó un fuerte impacto en la Catedral de Plata. De repente oyó ruidos, voces, gritos y radios de la policía a todo volumen.
No podía moverse.
Al cabo de un momento se abrió de golpe la puerta del despacho e irrumpieron varios hombres con chalecos antibalas del FBI, agazapados y con pistolas en la mano, seguidos por un enorme agente negro con la cabeza rapada.
Spates seguía sentado, sin entender nada.
—¿El señor Don Spates? —preguntó el policía, mostrando su placa—. FBI. Agente especial Cooper Johnson, al mando de la operación.
Spates se había quedado mudo. Solo miraba.
—¿Es usted Don Spates?
Asintió con la cabeza.
—Ponga las manos encima de la mesa, señor Spates.
Levantó dos manos regordetas, manchadas por la edad, y las posó sobre el escritorio.
—Levántese, pero mantenga las manos a la vista.
Se levantó torpemente, tumbando la silla, que cayó al suelo detrás de él.
—Esposadle.
Se acercó otro agente que le cogió un antebrazo con firmeza, se lo puso en la espalda, lo juntó con el otro… y Spates sintió con estupefacción el frío del acero en sus muñecas.
Johnson se paró delante de él, con los brazos cruzados y las piernas separadas.
—¿Señor Spates?
Spates sostuvo su mirada. Tenía la mente totalmente en blanco.
El agente empezó a hablar deprisa y en voz baja.
—Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra por la justicia. Tiene derecho a hablar con un abogado y a que esté presente durante cualquier interrogatorio. Si no tiene dinero para pagar un abogado se le proporcionará uno de oficio. ¿Lo ha entendido?
Spates siguió mirando. No podía ser verdad.
—¿Lo ha entendido o no?
—¿Qué…?
—Está borracho, Cooper —dijo otro hombre—. No te preocupes, ya volveremos a leerle sus derechos.
—Tienes razón —Johnson cogió a Spates por la parte superior de un brazo—. Vamos.
Otro agente cerró sus dedos en torno al otro brazo. Le dieron un empujoncito y empezaron a caminar con él hacia la puerta.
—¡Un momento! —exclamó Spates—. ¡Están cometiendo un error!
Siguieron empujándole. Nadie le hacía el menor caso.
—¡Buscan a otro! ¡Se equivocan de persona!
Un agente abrió la puerta. Le hicieron salir a la oscuridad de la Catedral de Plata.
—¡A quien buscan es a Crawley, Booker Crawley, de Crawley & Stratham! ¡Lo ha hecho él! Yo solo seguía sus instrucciones.
¡No soy responsable! ¡No tenía ni idea de que pasaría esto! ¡La culpa es suya!
Los grandes espacios de la catedral distorsionaban su voz histérica.
Los agentes le llevaron por la nave lateral; pasaron al lado de los prómpters apagados, de las butacas de terciopelo que habían costado trescientos dólares cada una, de las columnas revestidas de auténtico pan de oro, y por el atrio de mármol italiano, hasta salir por la puerta principal.
Fue recibido por un mar de periodistas, que en el fragor de las preguntas le cegaron con mil flashes, mientras concentraban en él un bosque de micros.
Parpadeó, boquiabierto y con la mandíbula fofa, como una vaca a la que llevan al matadero.
Delante había un furgón del FBI con el motor en marcha, al final de un estrecho corredor abierto entre la gente.
—¡Reverendo Spates! ¡Reverendo Spates! ¿Es verdad que…?
—¡Reverendo Spates!
—¡No! —exclamó, resistiéndose a sus captores—. ¡No quiero entrar! ¡Soy inocente! ¡Buscan a Crawley! Si me dejan volver a mi despacho, le tengo en mi Rodolex…
Dos agentes abrieron la puerta trasera del furgón. Spates forcejeó al subir.
Se dispararon cientos de flashes por segundo. Los objetivos enfocados en él brillaban como miles de ojos de pez.
—¡No!
Se resistió en la entrada, pero lo empujaron sin miramientos. Tropezó y se volvió, suplicando:
—¡Escúchenme, por favor! —se deshizo en sollozos—. ¡Al que buscan es a Crawley!
—¿Señor Spates? —dijo el agente Johnson, apoyado en la puerta—. No malgaste el aliento, tendrá mucho tiempo para contar lo que quiera, ¿de acuerdo?
Detrás de Spates entraron dos agentes, uno a cada lado, que le hicieron sentarse, le ataron las esposas a una barra y le abrocharon el cinturón.
Un portazo le aisló del gentío. Tras un gran sollozo entrecortado, se llenó los pulmones y, mientras el furgón se apartaba del arcén, gimió:
—¡Están cometiendo un grave error! ¡A quien buscan no es a mí, sino a Crawley!