75

Nelson Begay se fue enfureciendo al observar la pira humana. Quemar viva a una persona era el trato que daban los españoles a sus antepasados que no se convertían. Se repetía la historia.

Sin embargo, no se le ocurrió ninguna manera de impedirlo.

Las llamas se elevaron, prendiendo en los jirones de la bata, ocultando la cara y devorando el pelo en un ardiente fogonazo.

Pero él se mantenía en pie.

El fuego se henchía, atronador, ennegreciendo la ropa, que acabó ardiendo a tiras, como confeti. Pero él seguía sin moverse.

La hoguera desbocada consumió su ropa y empezó a chamuscar la piel, que caía a trozos, y se le derritieron los ojos, que cayeron de las órbitas. Sin embargo él no se movía; ni siquiera cuando se le achicharró la cara abandonó su rostro la triste media sonrisa. El fuego prendió en las cuerdas que le sostenían y las quemó. Aun así seguía en pie, firme como una roca. ¿Cómo era posible? ¿Por qué no se caía? Incluso cuando el pino seco al que estaba atado se convirtió en una columna retorcida de fuego, con llamas que subían hasta cinco o diez metros, él se mantuvo en pie, hasta desaparecer por completo en el pilar de fuego. A treinta metros de distancia, Begay sentía el calor del fuego en la cara y lo oía rugir como una fiera, cuyas garras fuesen las ramas exteriores del árbol. De pronto, el árbol en llamas se derrumbó con una gran lluvia de chispas que subieron hacia el cielo en remolinos, tan arriba que parecieron reunirse con las estrellas.

Ya no quedaba nada de Hazelius. Había desaparecido por completo.

La mirada del resto de prisioneros, que mantenían juntos a punta de pistola, era del más absoluto horror. Algunos lloraban, cogidos de la mano y abrazados.

«Ahora les tocará a ellos», pensó Begay. Era intolerable.

Doke ya había metido la mano en la bolsa y estaba sacando otra botella.

—Mierda —musitó Becenti—. ¿Vamos a quedarnos con los brazos cruzados?

Begay se volvió a mirarle.

—No, Willy. Por Dios que no.

Ford contempló las ascuas, estupefacto de incredulidad y horror. El lugar ocupado por Hazelius no era más que un gran montón de brasas. Estrechó a Kate con fuerza, prestándole su apoyo. Ella miraba fijamente las ascuas, con regueros de llanto en su cara sucia, y sin mover un solo músculo. De hecho nadie se movía ni hablaba. Ahora les tocaba a ellos.

De repente el silencio era total. El predicador Eddy estaba a un lado, con la Biblia pegada al pecho, sujetada por dos manos huesudas. Tenía ojeras y la mirada perdida.

Quien tampoco apartaba la vista del fuego era Doke, el hombre de los tatuajes, pero su cara era radiante.

Eddy levantó la cabeza y miró a la multitud. Señaló el montón de brasas con una mano temblorosa.

—«Y pisotearéis a los impíos, porque serán ellos ceniza bajo la planta de vuestros pies».

Su arenga despertó a la gente, que empezó a moverse, incómoda.

—Amén —dijo una voz, débilmente imitada por otras.

—«Ceniza bajo la planta de vuestros pies» —repitió Eddy.

Surgieron algunos «amén» más, entrecortados.

—Y ahora —dijo Eddy—, amigos míos, ha llegado el momento de los discípulos del Anticristo. Somos cristianos. Perdonamos. Hay que darles la oportunidad de aceptar a Jesús. Hasta el más grande de los pecadores tiene derecho a una última oportunidad. ¡De rodillas!

Un seguidor golpeó en la nuca a Ford, que se arrodilló involuntariamente. Kate hizo lo mismo, arrimándose a él.

—¡Rezad a nuestro Señor Jesucristo por la salvación de sus almas!

Doke hincó una rodilla en el suelo, seguido por Eddy. En poco tiempo toda la multitud estaba arrodillada en la arena del desierto, bajo el rojizo resplandor del fuego agonizante, entre un murmullo creciente de oraciones.

Otra explosión retumbó por la mesa, haciendo temblar el suelo.

—Discípulos del Anticristo —dijo Eddy—, ¿confesáis vuestra apostasía y aceptáis a Jesús como vuestro salvador? ¿Aceptáis a Jesús de todo corazón, sin reservas? ¿Os unís a nosotros, pasando a formar parte del gran ejército de Dios?

Silencio absoluto. Ford apretó la mano de Kate. Le habría gustado que dijera algo, que respondiera afirmativamente, pero ¿cómo esperar que lo hiciera, si ni él mismo era capaz?

—¿No habrá uno solo de vosotros que repudie su herejía y acepte a Jesús? ¿Ni uno solo que quiera ser salvado del fuego de este mundo y de los fuegos eternos del siguiente?

En un acceso de ira, Ford levantó la cabeza.

—Yo soy cristiano, católico. No tengo ninguna herejía que repudiar.

Eddy respiró hondo y habló con voz trémula, levantando dramáticamente la mano hacia la multitud atenta.

—Los católicos no son cristianos. El espíritu del catolicismo es la adoración idólatra de la Virgen María.

Un murmullo dubitativo de aquiescencia.

—Es el espíritu del demonismo, como demuestra la repetición inútil de los avemarías al rezar el rosario. Es la adoración idólatra de imágenes, infringiendo los mandamientos de Dios.

Ford trató de dominar la ira que se apoderaba de él. Se levantó.

—¿Cómo te atreves? —dijo en voz baja—. ¿Cómo te atreves?

Eddy levantó la pistola y le apuntó.

—A los católicos hace quinientos años que los curas os lavan el cerebro. Vosotros no leéis la Biblia. Hacéis lo que os dicen los curas. Vuestro Papa reza a imágenes y besa los pies a estatuas. La palabra de Dios dice con claridad que debemos postrarnos ante Jesús, y nadie más que Jesús; ni María ni los supuestos santos. Renuncia a tu blasfema religión o sufre la ira del Señor Dios.

—Los blasfemos de verdad sois vosotros —dijo Ford, mirando a la gente fijamente.

Eddy levantó la pistola, que temblaba, y apuntó al ojo derecho de Ford.

—¡Tu iglesia sale directamente de la boca del infierno! ¡Renuncia a ella!

—Jamás.

La pistola se quedó quieta en el momento en el que Eddy le apuntaba, a diez centímetros de su cara, tensando el dedo en el gatillo.