Ford volvió en sí en la oscuridad; apenas podía respirar a causa del polvo y del hedor del gas recién desprendido. Cubierto de polvo de roca, miró a su alrededor con los oídos zumbando y un dolor de cabeza espantoso.
—¡Kate! —llamó en voz alta.
Silencio.
—¡Kate!
De repente sintió pánico. Apartó las piedras, se puso a gatas, y al pasar la mano por los cascotes vio algo que brillaba. Recuperó su linterna, que seguía encendida. Cuando la movió a su alrededor, el haz se posó en un cuerpo medio tapado por las piedras, tres metros más allá por el túnel. Se acercó.
Era Hazelius. Le salía un hilo de sangre por la nariz. Buscó su pulso; era firme.
—¡Gregory! —le susurró al oído—. ¿Me oyes?
Hazelius volvió la cabeza y abrió los ojos, aquellos ojos de un azul tan estremecedor; la luz de la linterna le obligó a entornarlos.
—¿Qué… ha ocurrido? —murmuró.
—Una explosión y un derrumbe.
Lentamente pareció comprender lo sucedido.
—¿Y los demás?
—No lo sé. La explosión me ha pillado justo cuando os iba a alcanzar.
—Se han ido corriendo cada uno por su lado cuando han empezado a caer piedras. —Hazelius miró hacia abajo—. Mi pierna…
Ford empezó a liberar la parte inferior del cuerpo de Hazelius. Tenía una roca muy grande sobre la pierna izquierda. La cogió por el borde y la levantó con suavidad. Debajo, la pierna estaba un poco torcida.
—Ayúdame a levantarme, Wyman.
—Lo lamento, tienes una pierna rota —dijo Ford.
—Da igual. Tenemos que seguir.
—Pero está rota…
—¡Que me ayudes, te digo!
Ford pasó por su cuello el brazo de Hazelius y le ayudó a ponerse de pie. Hazelius se aferró a él, tropezando.
—Si me aguantas, podré caminar.
Ford escuchó, y en el silencio oyó voces y gritos lejanos. Por increíble que pareciese, la multitud aún les perseguía. A menos que solo quisieran salir del laberinto, como ellos.
Ayudó a Hazelius a cruzar paso a paso los cascotes. Le arrastró por zonas derrumbadas, bajo grandes agujeros en el techo, a través de pasajes abiertos entre túneles por la explosión, y por salas hundidas por el estallido. De los demás, no había ni rastro.
—¿Kate? —llamó en la oscuridad.
No hubo respuesta.
Buscó la pistola a tientas. Ocho balas disparadas y cinco en el cargador.
—Me estoy mareando un poco —dijo Hazelius.
Su laborioso avance les llevó por un túnel estrecho, que desembocaba en un pozo transversal. Ford seguía sin reconocer nada. Las voces cada vez eran más fuertes, y de una ubicuidad fantasmagórica, como si les rodeasen.
—La verdad es que… no me esperaba… esto.
La voz de Hazelius se fue apagando.
Ford deseaba volver a llamar a Kate, pero no se atrevía. Con tanto polvo, y tantos túneles… Además, si contestaba podían encontrarla sus perseguidores.
Hazelius volvió a tropezar, gritando de dolor. Ford casi no podía sostenerle. Colgaba de él como un saco de cemento. Cuando ya no pudo seguir arrastrándole, se puso en cuclillas e intentó cargárselo en los hombros, pero el túnel era demasiado estrecho y la posición demasiado dolorosa para Hazelius.
Le dejó en el suelo y le buscó el pulso: rápido y superficial, a lo que se añadía una capa pegajosa de sudor en la frente. Estaba entrando en estado de conmoción.
—¿Me oyes, Gregory?
El científico gimió y volvió la cabeza.
—Lo siento —susurró—. No puedo.
—Voy a mirarte la pierna.
Ford cortó la pernera con su navaja. Era una fractura compuesta: el fémur astillado atravesaba la piel. Si seguía arrastrando a Hazelius, el hueso roto podía llegar a seccionarle la arteria femoral.
Se arriesgó a barrer el suelo con la linterna. No vio ninguna señal de los demás, pero en la pared de enfrente, a unos diez o quince metros, bajo el nivel del suelo, había una bancada superficial (parcialmente oculta por un derrumbe) que permitía esconderse.
—Vamos a escondernos allí.
Levantó a Hazelius por las axilas y le llevó al hueco, donde cogió más piedras y levantó un pequeño muro para camuflarse detrás. Las voces se estaban acercando.
«Dios, por favor, que Kate se salve».
Utilizó todas las piedras sueltas que encontró a su alrededor. La pared tenía unos sesenta centímetros de altura, lo justo para esconderles si se echaban en el suelo. Se colocó detrás. Después se quitó la chaqueta y formó una almohada para que Hazelius apoyara la cabeza; luego apagó la linterna.
—Gracias, Wyman —dijo Hazelius.
Estuvieron un rato sin hablar, hasta que Hazelius dijo, con cierta frialdad:
—Sabes que van a matarme, ¿verdad?
—No, si puedo evitarlo.
Ford se palpó la pistola.
Hazelius le tocó la mano.
—No, no, nada de matar. Aparte de que son demasiados, estaría mal.
—Estaría mal si no fuera porque ellos quieren matarte a ti.
—Somos todos uno —dijo Hazelius—. Matarles es como matarte a ti mismo.
—Ahora no me vengas con sentencias religiosas, por favor.
Hazelius gimió y tragó saliva.
—Me decepcionas, Wyman. Eres el único de todo el equipo que no acepta lo que nos ha pasado, con todo lo que tiene de asombroso.
—No hables tanto y túmbate.
Se agazaparon tras el tosco muro de piedra. Olía a polvo y a moho. Las voces se acercaban. Ya se oía un eco de pasos y un tintineo de metal por los pasillos de piedra. Al cabo de unos instantes, el vago resplandor de las antorchas invadió el aire cargado de polvo. Ford estaba tan tenso que casi no podía respirar. Sus perseguidores hacían cada vez más ruido. Se acercaban. Y de pronto llegaron. Durante un momento que se hizo eterno, la horda de Eddy desfiló ante ellos con linternas y antorchas; la luz anaranjada proyectaba siluetas diabólicas en el techo, mientras en las paredes se sucedían sombras distorsionadas. El ruido se fue debilitando y alejando, al igual que el parpadeo de las llamas. Sobre ellos cayó otra vez la oscuridad. Ford oyó un suspiro largo y doloroso que salía de la boca de Hazelius.
—Dios mío…
En un momento de desvarío, se preguntó si Hazelius estaba rezando.
—Creen… que soy el Anticristo…
El físico soltó una carcajada ronca, rara.
Ford se levantó para escrutar la oscuridad. Ya no quedaba nada del ruido de la multitud. Todo volvía a ser silencio, excepto por la caída de alguna que otra piedra.
—Quizá sí sea el Anticristo…
Hazelius jadeaba, aunque Ford no sabía si de dolor o de risa. «Empieza a delirar», pensó; y, sin darle más vueltas, se planteó qué hacer. El aire del túnel se estaba enrareciendo. Traía el olor desagradable del carbón quemado, así como una vibración de mal agüero: fuego.
—Tenemos que salir de aquí.
Hazelius no contestó.
Ford le cogió por las axilas.
—Vamos, intenta moverte; aquí no podemos quedarnos. Tenemos que encontrar a los demás y llegar al elevador.
Una explosión sorda reverberó en los túneles. El olor a humo de carbón se hizo más pronunciado.
—Y ahora van a matarme…
La misma risa extraña de antes.
Ford se cargó a Hazelius en su espalda y se lo llevó túnel adentro, cogiéndole los brazos.
—Qué ironía —masculló Hazelius—. Ser martirizado… Los seres humanos son tan tontos… tan crédulos… No lo pensé suficientemente a fondo… Mira que llegan a ser tontos…
Ford enfocó la linterna hacia delante. El túnel desembocaba en una gran cueva.
—Ahora lo pagaré… Anticristo, me llaman… ¡Pues menudo Anticristo!
Otra risa espasmódica. Haciendo un gran esfuerzo, Ford entró en la caverna. A la derecha, pilas de carbón y rocas derrumbadas se mezclaban con venas deshechas de pirita que brillaban como oro a la luz de la linterna.
Caminó hacia el fondo como buenamente pudo, hasta que vio el pozo en la oscuridad de un rincón: un agujero redondo de algo menos de dos metros de diámetro. Dentro colgaba una cuerda.
Depositó a Hazelius en el suelo de piedra, con la chaqueta debajo de la cabeza. Una explosión sacudió la cueva. Ford oyó que llovían escombros a su alrededor, desprendidos del techo. Le picaban los ojos por el humo. De un momento a otro, las llamas, cada vez más próximas, absorberían el oxígeno y todo habría terminado.
Cogió la cuerda, que se deshizo en sus manos y cayó por el profundo pozo. Poco después oyó ruido de agua.
Al enfocar la linterna hacia arriba, vio un agujero muy limpio, tan largo que no se veía el final. El cabo podrido de cuerda colgaba inservible. En cuanto al elevador, ni rastro de él.
Volvió junto a Hazelius, cada vez más sumido en sus delirios. Seguía riendo en voz baja. Ford se puso en cuclillas y reflexionó. Le distraían los farfúlleos del físico, pero de repente oyó un nombre: Joe Blitz.
Prestó atención.
—¿Acabas de decir Joe Blitz?
—Joe Blitz… —masculló Hazelius—. El teniente Scott Morgan… Bernard Hubbell… Kurt von Rachen… El capitán Charles Gordon…
—¿Quién es Joe Blitz?
—Joe Blitz… El capitán B. A. Northrup… Rene Lafayette…
—¿Quiénes son? —preguntó Ford.
—Nadie. No… existen. Noms de plume…
—¿Seudónimos? —Ford se inclinó hacia Hazelius. La luz tenue hacía brillar el sudor de su cara. Tenía los ojos vidriosos. Aun así, conservaba una vitalidad extraña, casi sobrenatural—. ¿Seudónimos de quién?
—¿De quién va a ser? Del gran L. Ron Hubbard… Qué hombre más inteligente… Aunque a él no le llamaron Anticristo… Tuvo más suerte que yo, el muy listo.
Ford se había quedado estupefacto. ¿Joe Blitz, un seudónimo de L. Ron Hubbard? ¿De Hubbard, el escritor de ciencia ficción que había creado su propia religión, la cienciología, y se había erigido en su profeta? Se acordó de una anécdota famosa de antes de que crease la cienciología: Hubbard dijo a un grupo de colegas escritores que la mayor proeza que podía llevar a cabo un ser humano en aquel mundo era fundar una religión de alcance mundial; lo mismo, en suma, que acabaría haciendo él, combinando seudociencia y misticismo en un cóctel potente y seductor.
Una religión de alcance mundial… ¿Sería posible? ¿Era eso a lo que hacía referencia Hazelius? ¿Podía ser esa la finalidad de su equipo cuidadosamente seleccionado? ¿De sus trágicas biografías? ¿Del Isabella, el mayor experimento científico de la historia? ¿Del aislamiento? ¿De Red Mesa? ¿De los mensajes? ¿Del secretismo? ¿De… la voz de Dios?
Respiró hondo y susurró, agachándose:
—Justo antes de su… muerte, Volkonski escribió una nota. La encontré yo. Una de las cosas que ponía era: «Sé la verdad, tonto. A mí no me engaña esta locura».
—Sí… Sí… —respondió Hazelius—. Peter era listo… Demasiado para su propio bien… Eso fue un error por mi parte. Debería haber elegido a otra persona… —Un silencio, seguido de un largo suspiro—. Estoy desvariando. —Le temblaba la voz; estaba al límite de la cordura—. ¿Qué decía?
Hazelius volvía a la realidad, pero no del todo.
—Joe Blitz era L. Ron Hubbard, el hombre que creó su propia religión. ¿De eso se trataba?
—Lo he dicho por decir.
—Pero era tu plan —dijo Ford—. ¿Verdad?
—No sé de qué me hablas.
El tono de Hazelius parecía más centrado.
—Por supuesto que lo sabes. Lo preparaste todo tú: la construcción del Isabella, los problemas con la máquina, la voz de Dios… Todo era cosa tuya. El hacker eres tú.
—Qué tonterías dices, Wyman.
Daba la impresión de haber vuelto bruscamente a la realidad.
Ford sacudió la cabeza. Hacía casi una semana que tenía la respuesta delante de las narices, dentro de su carpeta.
—Las utopías políticas te han interesado prácticamente toda la vida —dijo.
—Como a muchos, ¿no crees?
—Sí, pero no hasta la obsesión. Así era como estabas tú: obsesionado. Pero lo peor era que nadie te hacía caso, ni siquiera después de ganar el premio Nobel. Debía de ser para volverse loco: el hombre más inteligente del mundo, y no le escuchaba nadie. Luego murió tu mujer y te recluíste. Reapareciste dos años después con la idea del Isabella. Tenías algo que decir y querías que te escuchasen. Tenías más ganas que nunca de cambiar el mundo. ¿Y qué mejor manera de convertirse en profeta que empezando tu propia religión?
Ford oía cómo Hazelius respiraba con dificultad en las tinieblas.
—Tu teoría es… de locos —dijo Hazelius, con un gruñido.
—Entonces se te ocurrió la idea del proyecto Isabella, una máquina que investigase el Big Bang, el momento de la creación, y conseguiste que la construyesen. Luego seleccionaste al equipo, asegurándote de que fueran psicológicamente receptivos. Todo esto lo has escenificado tú. Planeaste hacer el mayor descubrimiento científico de la historia. ¿Cuál podía ser? ¡Pues descubrir a Dios, naturalmente! Descubrimiento que a ti te convertía en su profeta. Es eso, ¿no? Planeaste hacerle al mundo el truco de L. Ron Hubbard.
—Francamente, estás loco.
—Tu mujer no murió embarazada. Eso te lo inventaste. Habrías reaccionado de la misma manera con cualquier nombre que dijera la máquina. También tenías previstos los números que pensaría Kate, porque la conocías muy bien. Todo el asunto no tenía nada de sobrenatural.
La única respuesta de Hazelius fue su respiración acompasada.
—Reuniste a doce científicos que elegiste personalmente. Al leer sus dossieres, me sorprendió que todos tuvieran un pasado doloroso, y que todos buscaran un sentido a su vida. Me pregunté por qué, pero ahora ya lo sé: los elegiste tú personalmente porque sabías que eran vulnerables, maduros para la conversión.
—Pero a ti no he logrado convertirte, ¿verdad?
—Has estado a punto.
Hicieron una pausa. Llegaba un eco lejano de voces por los túneles. La horda regresaba.
Hazelius soltó un largo suspiro.
—Vamos a morir los dos. Espero que seas consciente de ello, Wyman. Van a… martirizarnos a los dos.
—Eso está por ver.
—Sí, mi intención era iniciar una religión, pero no sé qué rayos ha pasado. Se me ha ido de las manos. Tenía un plan… y se me ha ido de las manos. —Otro suspiro, y después un gemido—. Eddy. Es el comodín lo que ha dado al traste con mis cartas. ¡Qué tontería no haberlo pensado! Todos los profetas acaban en el martirio.
—¿Cómo lo hiciste? Me refiero a hackear el ordenador.
Hazelius sacó del bolsillo la vieja pata de conejo.
—Vacié el relleno de corcho y lo sustituí por una memoria flash de sesenta y cuatro gigas, un procesador, un micro y un transmisor inalámbrico, con reconocimiento de voz y datos. Podía conectarlo con cualquiera de los mil procesadores inalámbricos de alta velocidad que había por todo el Isabella, todos esclavos del superordenador. Lleva un programa muy interesante de inteligencia artificial, escrito en LISP por mí, o mejor dicho con mi ayuda, porque en gran parte se genera a sí mismo. Es el programa informático más bonito que se ha escrito. Era fácil de manipular, porque lo llevaba en el bolsillo; aunque el programa no era fácil en absoluto. En realidad no estoy seguro de entenderlo ni yo. Lo raro es que dijo muchas cosas que yo no tenía previstas, cosas que ni soñaba. Se podría decir que rindió más de lo esperado.
—Cerdo manipulador…
Hazelius volvió a guardar la pata de conejo en el bolsillo.
—En eso te equivocas, Wyman. Yo no soy mala persona. Lo he hecho todo por los motivos más elevados y altruistas.
—Sí, claro. Pero mira cuánta violencia y cuántas muertes has provocado. Eres el responsable.
—Los que han elegido la violencia son Eddy y los suyos, no yo.
Hazelius hizo una mueca pasajera de dolor.
—Y mataste a Volkonski, o le ordenaste a Wardlaw que lo hiciera.
—No. Volkonski era listo y adivinó mis intenciones, pero al analizarlo se dio cuenta de que no podía pararme. Como no soportaba quedar como un tonto y que manipularan y malograran el trabajo de toda su vida, se mató, haciendo que pareciera un suicidio pero con un par de detalles anómalos, para que al final pensaran que era un asesinato. Psicología inversa, típica de Volkonski. Era de una tortuosidad única.
—¿De qué servía disfrazarlo de asesinato?
—Volkonski tenía la esperanza de que la investigación acabara alcanzando al proyecto Isabella, y de que nos impidieran seguir antes de mi golpe maestro; pero no le salió bien. Los acontecimientos se precipitaron demasiado. No es que no me considere responsable de su muerte, pero no le maté yo.
—¡Madre mía! ¡Pero cuánto desperdicio inútil!
—No lo enfocas bien, Wyman… —Hazelius resolló un momento antes de continuar—. Esto no ha hecho más que empezar. Ya no se puede parar. «Les jeux sont faits», como dijo Sartre. Lo más irónico es que lo harán posible ellos.
—¿«Ellos»?
—La turba fundamentalista. Son ellos los que le darán a la historia un final más rotundo que el que yo tenía pensado.
—Tu historia tendrá un final intrascendente.
—Por lo que veo, Wyman, no entiendes todas las implicaciones de lo que está ocurriendo. El populacho de Eddy… —Hizo una pausa. Ford se quedó consternado al percibir el débil ruido de la gente que se acercaba—. Me matará. Me martirizará. Y a ti también. De ese modo ungirá mi nombre… para siempre.
—Ya te unjo yo para siempre: como loco.
—Reconozco que es como me percibiría la mayoría de la gente normal.
Las voces se hicieron más definidas.
—Tenemos que escondernos —dijo Ford.
—¿Dónde? No podemos ir a ninguna parte, y yo no puedo moverme. —Hazelius sacudió la cabeza, y citó la Biblia con voz ronca—: «Y dirán a los montes y a las peñas: “Caed sobre nosotros y ocultadnos”». Estamos acorralados, tal como dice el Apocalipsis.
Las voces se acercaban. Ford sacó su pistola, pero Hazelius le puso una mano pegajosa y trémula en el brazo.
—Consiente con dignidad.
Surgieron destellos en la oscuridad. Las voces aumentaron de volumen, a la vez que aparecían por una curva del túnel una docena de hombres sucios y fuertemente armados.
—¡Están aquí! ¡Son dos!
La multitud surgió de las tinieblas, negros y monstruosos como un grupo de mineros de carbón, con las pistolas desenfundadas y con el sudor formando estrías blancas en sus rostros crispados.
—¡Hazelius! ¡El Anticristo!
—¡¡El Anticristo!!
—¡Ya le tenemos!
Otra explosión lejana sacudió la cueva. La roca suelta del techo se desprendió, provocando una lluvia de piedras que rebotaron en el suelo como un granizo infernal. Cintas de humo de carbón se elevaron por el aire asfixiante. La montaña tembló de nuevo. Se oyó tronar otro derrumbe, que escupió humo por los pozos.
La multitud se abrió ante el pastor Eddy, que se acercó a Hazelius, encogido en el suelo, y le contempló con una mueca de triunfo en su cara huesuda y demacrada.
—Volvemos a vernos.
Hazelius se encogió de hombros y apartó la vista.
—Con la diferencia de que ahora mando yo, Anticristo —dijo Eddy—. Tengo a Dios a mi derecha, a Jesús a mi izquierda y el Espíritu Santo me cubre por la espalda. ¿Y tú? ¿Dónde tienes a tu protector? Ha escapado. ¡Satanás se ha refugiado en las peñas, el muy cobarde! ¡«Ocultadnos de la vista del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero»!
Eddy se agachó hasta que su cara quedó a pocos centímetros de la del científico. Entonces se rio.
—Vete al infierno, germen —dijo Hazelius en voz baja.
Eddy explotó de rabia.
—¡Registradles, por si llevan armas!
Un grupo de hombres fue hacia Ford, que dejó que se acercaran. Al primero le dio un puñetazo, al segundo una patada en la barriga, y al tercero le estrelló contra la pared de roca. Los demás se le echaron encima con un rugido de ira, y un pequeño ejército de puños y pies acabó por pegarle a la pared, antes de dejarle tendido en el suelo. Eddy le sacó la SIG-Sauer del cinturón.
Durante la refriega, un creyente entusiasta le dio a Hazelius una patada en la pierna rota, y el científico se desmayó con un sollozo.
—Felicidades, Eddy —dijo Ford, retenido en el suelo—. Tu Salvador estaría orgulloso.
Eddy le fulminó con la mirada, rojo de rabia, como si tuviera ganas de pegarle un puñetazo, pero se reprimió.
—¡Ya está bien! —gritó a la multitud—. ¡Ya está bien! ¡Dejadnos sitio, nos encargaremos de ellos como está mandado! ¡Levantadles!
Pusieron de pie a Ford, y le empujaron. El grupo empezó a moverse. Dos hombres corpulentos arrastraron por las axilas a Hazelius, completamente inconsciente, con sangre en la nariz, un ojo hinchado y la pierna torcida.
Llegaron a otra bancada muy grande. Por un túnel lateral entraba una luz intermitente. Se oyeron voces agitadas.
—¿Frost? ¿Eres tú? —preguntó Eddy.
Apareció un personaje musculoso, con ropa de camuflaje, pelo rubio con un corte militar, un cuello enorme y unos ojos muy juntos.
—¿Pastor Eddy? Hemos encontrado más. Se habían escondido en un pozo.
Ford vio que una docena de hombres armados llevaba a punta de pistola a Kate y a los demás.
—Kate… ¡Kate!
Se soltó y quiso ir hacia ella.
—¡Paradle!
Sintió un golpe terrible en la espalda, que le hizo caer de rodillas. El segundo le tumbó de lado. Después llegaron varios puñetazos y patadas, que acabaron dejándole tendido en el suelo. Cuando le levantaron otra vez, fue con tal brutalidad que casi le dislocaron los hombros. Un individuo sudoroso, con la cara manchada de polvo de carbón y unos ojos prácticamente en blanco, como de caballo, le dio una sonora bofetada.
—¡No salgas de la fila!
Se oyó otro trueno lejano, que hizo temblar el suelo. El polvo desprendido de la base de la mina se fue por los túneles en remolinos. En el techo se acumulaban varias capas de humo.
—¡Escuchadme! —gritó Eddy—. ¡No podemos quedarnos aquí abajo! ¡Se ha incendiado toda la montaña! ¡Tenemos que salir!
—Yo he visto una vía hacia arriba —dijo el tal Frost—. Con la explosión se ha abierto un pozo. Se veía la luna al final del túnel.
—Pues llévanos hasta allí —ordenó Eddy.
Varios hombres armados les empujaron con pistolas por la oscuridad y el polvo de los túneles. Dos de los seguidores de Eddy cogieron a Hazelius por debajo de los brazos y le levantaron, inconsciente. Cruzaron otra bancada enorme, siempre a oscuras. La vaga luz que se filtraba por el polvo gris iluminó un derrumbe gigantesco, una montaña de piedras por la que se podía subir hasta un agujero largo y oscuro. Ford respiró a bocanadas el aire fresco y puro que llegaba de lo alto.
—¡Por aquí!
Empezaron a trepar por las piedras, que al rodar hacia abajo les hacían tropezar.
—¡Salgamos del Abismo de Abaddón! —exclamó triunfalmente Eddy—. ¡Hemos puesto el yugo a la Bestia!
Delante iban los dos fieles que arrastraban a Hazelius. Cruzaron el agujero en el techo de roca, mientras varios hombres armados empujaban al resto de los científicos. Por el boquete se accedía a una bancada más alta, y desde la bancada, a su vez, a otro pozo, en cuyo fondo Ford vio un destello fugaz: el brillo, que desapareció rápidamente, de una estrella en el firmamento. Salieron a la mesa por una larga fisura en diagonal. Olía a gasolina quemada y a humo. Todo el este del horizonte estaba en llamas; las nubes rojizas de humo negro que cruzaban el cielo oscurecían la luna. El suelo retumbaba constantemente. De vez en cuando, una llama saltaba más de treinta metros, ondeando en la noche como un estandarte de color rojo sangre.
—¡Por aquí! —exclamó Eddy—. ¡Hacia aquella explanada!
Después de cruzar el cauce seco de un arroyo, se pararon en una gran hondonada de arena dominada por un pino seco gigantesco; ahí, finalmente, Ford pudo acercarse lo suficiente a Kate para preguntarle:
—¿Estás bien?
—Sí, pero Julie y Alan han muerto. Les pilló el derrumbe.
—¡Silencio! —vociferó Eddy, llegando a la explanada.
A Ford le sorprendió verle tan cambiado respecto al predicador tenso de la primera vez. Ahora era un hombre sereno y lleno de aplomo, que se movía con parsimonia. Llevaba en el cinturón un revólver Super Blackhawk del 44. Se paseó un momento ante la multitud, hasta que levantó una mano.
—El Señor nos ha liberado de la esclavitud de Egipto. Alabado sea el Señor.
Su grey (unas cuantas docenas de feligreses) tronó en respuesta:
—¡Alabado sea el Señor!
Eddy se volvió hacia el científico, que, tendido en el suelo, volvió en sí y abrió los ojos.
—Levantadle —dijo sin gritar, señalando a Ford, a Innes y a Cecchini—. No le soltéis.
Los tres se agacharon y sostuvieron a Hazelius sobre su única pierna sana, con toda la suavidad posible. A Ford le parecía mentira que aún estuviera, no ya consciente, sino vivo.
Eddy se volvió hacia la multitud.
—Miradle la cara: es la del Anticristo. —Empezó a dar vueltas, mientras desgranaba con voz estentórea—: «La Bestia fue capturada, y con ella el falso profeta. Los dos fueron arrojados vivos al lago del fuego que arde con azufre».
A lo lejos, una sorda explosión arrojó una bola de fuego por los aires, cuyo siniestro resplandor iluminó toda la escena. El semblante demacrado de Eddy se recortó un momento en la luz naranja, que remarcó sus pómulos salidos y negruzcos, y sus ojos hundidos.
—«¡Aleluya! Dios ha vengado la sangre de sus siervos».
A pesar de los gritos de la gente, Eddy levantó las manos.
—Soldados de Cristo, el momento es solemne. Hemos capturado al Anticristo y a sus discípulos, y ahora nos espera a todos el juicio de Dios.
Hazelius levantó la cabeza, y para sorpresa de Ford clavó en Eddy una mirada de desprecio que era medio sonrisa, medio mueca.
—Perdonad que os interrumpa, señor predicador —dijo—, pero al Anticristo le gustaría dirigir unas palabras muy poco apoteósicas a vuestra ilustre grey.
Eddy levantó las manos.
—Que hable el Anticristo. —Se acercó sin miedo—. ¿Qué blasfemia saldrá ahora de tus labios, Anticristo?
Hazelius irguió la cabeza, y su voz se hizo más firme.
—Aguántame —le dijo a Ford—. No dejes que resbale.
—No estoy muy seguro de que esto sea prudente —le murmuró Ford al oído.
—¿Por qué no? —susurró Hazelius lúgubremente—. Ya que estamos en el baile, bailemos.
—Soldados de Cristo, escuchad las palabras del falso profeta —dijo Eddy con un tinte de ironía.