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Begay estaba tumbado entre la alfalfa, aturdido por la explosión, mientras el valle y los riscos recibían ondas secundarias de sobre-presión. Las ondas expansivas aplanaban la salvia y arrancaban pinos de raíz, arrojando ante sí grava y arena, como múltiples perdigonadas. Debajo de Begay el suelo se estremecía, temblando todavía por la conmoción. Se tapó la cara y no se levantó hasta que pasaron las primeras ondas. Sobre el borde del barranco flotaba una enorme bola de fuego, una esfera llameante con una estela de humo, polvo y escombros. Apartó la cara del calor sofocante.

A través de la alfalfa oyó las palabrotas que profería Willy Becenti. A continuación apareció su cabeza, con el pelo enmarañado.

—¡Mierda!

Poco a poco, otras personas se fueron levantando por el campo. Los caballos, que Begay y los demás acababan de juntar para ensillarlos, relinchaban de pánico, encabritados, dando coces y tirando de sus maniotas. Algunos se habían soltado y se iban corriendo por el campo de alfalfa.

Begay se puso de pie. El tipi estaba por el suelo, con los palos rotos y la tela hecha jirones, como confeti. La explosión había arrancado de sus cimientos el antiguo almacén de Nakai Rock. Escudriñó la oscuridad, preguntándose hacia dónde se habría escapado su caballo, Winter.

—¿Qué diantre ha sido eso? —preguntó Becenti, mirando hacia arriba.

La bola de fuego gigante se cernía sobre ellos, flotando muy por encima de los árboles, y daba vueltas mientras adquiría un profundo color marrón rojizo.

Begay había visto a cientos, incluso a miles de personas reunidas en lo alto de la mesa. ¿Qué les había sucedido con la explosión? Pensar en ello le dio escalofríos. En ese momento tembló el suelo y Begay oyó una ráfaga lejana de ametralladora.

Miró a su alrededor, contando deprisa las cabezas. No faltaba nadie.

—¡Tenemos que sacar a la gente de aquí! —dijo a Maria Atcitty—. Me da igual que no haya suficientes caballos. Que monten de dos en dos. Vamos todos hacia el Camino de Medianoche.

Al sur de donde estaban, la tierra rugió y se estremeció. El campo de alfalfa se combó al fondo del valle, mientras se dibujaba una trama de grietas en el suelo. Una gran nube de polvo acompañó la aparición de un boquete del tamaño de un campo de fútbol, cuyos bordes se perdían en una oscuridad cavernosa.

—Se están viniendo abajo las antiguas minas —dijo Becenti.

El suelo tembló unas cuantas veces más. Por todas partes se arremolinaba el polvo. La bola de fuego marrón se fue apagando, hasta deshilacharse con lasitud.

Begay cogió a Maria Atcitty por los hombros.

—Ponte tú al frente. Reúne a toda la gente y los caballos que puedas y hazlos bajar por el Camino de Medianoche.

—¿Y tú?

—Voy a buscar a los caballos que se han escapado.

—¿Estás loco?

Sacudió la cabeza.

—Uno de ellos es Winter. No me pidas que le deje. Maria Atcitty le miró un buen rato antes de volverse y gritar a todo el mundo que dejasen sus cosas y montasen de dos en dos.

—No podrás hacerlo tú solo —le dijo Becenti a Begay.

—Es mejor que vayas con los demás.

—Ni hablar.

Begay le cogió por el hombro.

—Gracias.

Nuevos temblores subterráneos sacudieron el suelo; ahora procedían de los extremos sur y este de la mesa, la misma dirección por donde se habían ido los caballos. Al mirar el paisaje iluminado por la luna, Begay vio que por encima de la mesa se elevaban una docena de espirales de polvo.

Derrumbes. Era cierto, se estaban viniendo abajo las antiguas minas. Por la parte del Isabella se estaban propagando los incendios, con vórtices de humo que subían hacia el cielo, teñidos de naranja por el fuego de abajo. La explosión inicial solo había sido el principio. Ahora, toda la mesa era pasto de las llamas. Los túneles, veteados de carbón y de metano, estaban exteriorizando su cólera.

Maria Atcitty volvió con su caballo.

—Parece el final del mundo.

Begay sacudió la cabeza.

—Tal vez lo sea.

Bajó la voz para entonar el críptico cántico de la Estrella Fugaz:

Aniné bichaha'oh koshdéé…'