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Hazelius llevó al grupo por los anchos túneles cortados en la enorme veta de carbón. Ford les cubría por la retaguardia. Se quedó un momento rezagado, con los oídos muy alerta y la vista fija en la oscuridad. A pesar de que ya había terminado el tiroteo entre Wardlaw y la multitud, seguían oyéndose los gritos de la gente que les perseguía por los túneles.

Iban siempre por la izquierda, tal como les había aconsejado Wardlaw. De cuando en cuando encontraban vías sin salida que les obligaban a volver sobre sus pasos. Era una mina enorme. La gran veta bituminosa se extendía casi hasta el infinito en tres direcciones. Estaba recortada formando un laberinto de túneles curvos, con bloques cuadrados de carbón en una disposición de cámaras y pilares que creaba una secuencia intrincada de espacios que se interconectaban de modo imprevisible. El suelo estaba cruzado por raíles que se remontaban a la actividad minera de los años cincuenta. Se veían carretas metálicas, cuerdas podridas, motores rotos y montañas de carbón desechado. En los puntos más bajos, el grupo tuvo que cruzar varios charcos de agua viscosa.

El grito gutural del Isabella les persiguió durante todo su recorrido por los túneles, como el bramido de agonía de un animal herido de muerte. Cada vez que Ford se paraba a escuchar, oía la persecución vocinglera de la multitud.

Después de más de un cuarto de hora corriendo, Hazelius decidió hacer un breve descanso. Se dejaron caer en el suelo húmedo, sin importarles el barro negro de carbón. Kate se agachó al lado de Ford, y él le pasó un brazo por la espalda.

—El Isabella explotará en cualquier momento —dijo Hazelius—. La potencia de la explosión puede ir desde la de una bomba convencional de gran tamaño hasta la de una pequeña bomba atómica.

—Dios mío —dijo Innes.

—Hay un problema aún peor —prosiguió Hazelius—, y es que algunos de los detectores están llenos de hidrógeno líquido explosivo. En uno de los detectores de neutrinos hay casi doscientos mil litros de percloroetileno, y en el otro, casi cuatrocientos mil de aléanos. Ambas sustancias son inflamables. Mirad a vuestro alrededor; en estas vetas queda un montón de carbón inflamable. Cuando explote el Isabella, no tardará mucho en arder toda la montaña, y eso no habrá quien lo pare.

Silencio.

—Por otra parte, la explosión podría provocar algunos hundimientos.

Los túneles recogían el eco del tumulto de sus perseguidores, con algún que otro disparo, y de fondo el zumbido inestable, trémulo y crispado del Isabella.

Ford se dio cuenta de que la multitud estaba recortando distancias.

—Me quedaré un poco rezagado, para pegar un par de tiros —dijo—. Así irán más despacio.

—Muy buena idea —dijo Hazelius—. Pero no mates a nadie.

Siguieron caminando. Ford se quedó en un túnel lateral, escuchando atentamente con la linterna apagada. El ruido de la muchedumbre circulaba por las cuevas, débil y distorsionado.

Fue a tientas por el túnel, con la mano pegada a la pared, memorizando el camino. La intensidad del ruido fue creciendo, hasta que entrevió el vago movimiento de media docena de linternas. Entonces sacó la pistola, se agachó detrás de un pilar de carbón y apuntó oblicuamente hacia el techo.

Los perseguidores se acercaban cada vez más. Disparó tres balas Parabellum de nueve milímetros, muy seguidas, con un efecto atronador. La muchedumbre retrocedió, disparando sin ton ni son en la oscuridad.

Se metió por un pasillo oscuro, con una mano pegada a la pared para guiarse, y caminó deprisa, dejando atrás las bocas de diversos túneles. Se estaba aproximando otro grupo de buscadores (parecían haberse dividido en varios equipos), pero los disparos les hacían ser cautos. Ford disparó cinco veces más para retrasar su avance.

Durante la retirada (siempre con una mano en la pared), fue contando los pilares, y al llegar a tres se sintió bastante seguro para volver a encender la linterna. Corría agachado, con la esperanza de alcanzar al grupo, pero al correr oyó una tos extraña a sus espaldas. Se paró. El ruido del Isabella había cambiado bruscamente de tono, en una vertiginosa escalada de agudos que lo convirtió en un grito ensordecedor, un rugido monstruoso cada vez más intenso, un crescendo que sacudía la montaña. Presagiando lo que estaba a punto de ocurrir, se tiró al suelo.

El rugido se convirtió en un terremoto que hizo temblar el suelo. Siguió una explosión descomunal, una ola de sobrepresión que barrió la mina, levantando a Ford como una hoja seca y lanzándole contra un pilar de carbón. Después de que el gran trueno se alejase por las cuevas, llegó en sentido contrario un viento arrasador, con un lúgubre gemido. Ford se encogió al amparo del pilar de carbón, escondiendo la cabeza, mientras pasaban volando trozos de carbón y piedras.

Rodó por el suelo y miró hacia arriba. Se estaba agrietando el techo del túnel, lo que provocaba una lluvia de carbón y matriz. Se levantó de un salto e intentó ser más rápido que el túnel, que rugía a sus espaldas.

Eddy cayó al suelo por la fuerza de las explosiones y se quedó de bruces en un charco de fango, bajo una lluvia de piedras y arena, mientras oía cómo retumbaban los túneles por todas partes. El aire estaba tan lleno de polvo que apenas podía respirar. Parecía que todo a su alrededor se derrumbase.

Pasaron varios minutos. Los derrumbes se fueron espaciando, hasta quedar reducidos a algún que otro redoble sordo. La desaparición total de los sonidos dejó un silencio tenso, en el que ya no se oía la voz del Isabella. La máquina estaba muerta.

La habían matado ellos.

Se incorporó y tosió. Después de un momento tanteando en la nube asfixiante de polvo, encontró la linterna, que seguía encendida en las tinieblas. La gente se iba levantando, salpicando la bruma con linternas que eran como luciérnagas sin cuerpo. Menos de veinte metros por detrás de donde estaban se había venido abajo el túnel, pero ellos habían sobrevivido.

—¡Alabado sea el Señor! —dijo Eddy, mientras le venía otro ataque de tos.

—¡Alabado sea el Señor! —repitió uno de sus seguidores.

Evaluó la situación. Las rocas habían herido a algunos de sus soldados, que tenían la frente ensangrentada y cortes en los hombros. Otros, en cambio, parecían ilesos. No había muertos.

Se apoyó en la pared de piedra, intentando respirar. Finalmente logró erguirse y hablar.

—«Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron». —Levantó las dos manos, con la pistola en una de ellas y la linterna en la otra—. ¡Soldados de Dios! La Bestia ha muerto. Pero no olvidemos una misión aún más importante. —Señaló hacia la bruma—. El Anticristo acecha en la oscuridad, con sus discípulos. Debemos terminar la batalla. —Miró a su alrededor—. ¡Levantaos! ¡La Bestia ha muerto! ¡Alabado sea el Señor!

Poco a poco, sus palabras sacaron al grupo de su aturdimiento.

—Recoged las armas y las linternas. Poneos en pie, como yo.

Los que habían soltado las armas buscaron por el suelo. En pocos minutos ya estaban todos, armados y listos para continuar. Era un milagro; el túnel se había hundido a sus espaldas, justo donde habían estado hacía unos instantes, pero el Señor no había querido que muriesen.

Eddy se sentía invencible. ¿Quién podía derrotarle, si tenía al Señor de su lado?

—Les teníamos delante —dijo—, en aquel túnel. Solo se ha derrumbado una parte. Podemos trepar por los cascotes. Vamos.

—¡Vamos, en nombre de Jesucristo!

—¡Alabado sea Jesús!

Se puso en cabeza, sintiendo que volvían toda su fuerza y su seguridad. Poco a poco dejaron de zumbarle los oídos. Se abrieron camino por un montón de piedras que habían caído del techo. Por el agujero seguían lloviendo piedrecitas, pero la bóveda, maltrecha y rota, resistía. La visibilidad fue mejorando a medida que se asentaba el polvo.

Llegaron a una cueva abierta, creada por el desplome de un lado del techo de la mina. Por el boquete entraba una corriente de aire fresco y puro que despejaba el polvo. Al fondo se veía un túnel grande.

Eddy se paró, sin saber qué camino había tomado el Anticristo. Hizo señas al grupo de que se estuvieran quietos y apagaran las linternas, pero no oyó ni vio nada en el silencio y la oscuridad. Inclinó la cabeza.

—Señor, muéstranos el camino.

Encendió la linterna, apuntando al azar, y miró el túnel que alumbraba.

—Iremos por allá —dijo.

Los demás le siguieron, moviendo las linternas como ojos relucientes en la turbia oscuridad.