Las paredes vibraron con un ruido sordo. Un golpe brutal hizo que reverberara la puerta metálica. Yendo a tientas a través del humo, Ford encontró a Dolby y le cogió por el hombro.
—Ken, por favor… —dijo—. Ven con nosotros, por el amor de Dios.
—No. Lo siento, Wyman —dijo Dolby—. Yo me quedo. Puedo… puedo salvar el Isabella.
Ford oía los chillidos de la gente al otro lado de la puerta. Le estaban dando con algo pesado. La puerta se hundió un poco y perdió una bisagra.
—No podrás. No hay tiempo.
El rugido de la muchedumbre se filtró por la puerta:
—¡Hazeliuuus! ¡Anticristooo!
Dolby siguió trabajando como un poseso.
Kate se acercó por detrás de Ford.
—Tenemos que irnos.
Ford se volvió y la siguió hasta la sala del fondo, la del ordenador. Los demás ya se agolpaban frente a la salida de emergencia, menos Wardlaw, que intentaba activar el panel de seguridad. Tecleó varias veces la clave al tiempo que ponía la palma de la otra mano sobre el lector que había al lado de la puerta, pero no respondía.
¡Bum! La puerta del Puente rebotó contra el suelo. De pronto, el griterío se oyó mucho más fuerte; la multitud ya se internaba por el humo.
Se oyó una ráfaga de disparos. Dolby gritó al ser abatido ante su terminal.
—¿Dónde está el Anticristo? —gritó alguien.
Ford corrió hacia la puerta de la sala de ordenadores y la cerró con llave.
Wardlaw sacó una llave normal y abrió una tapa al lado de la puerta. Debajo había otro teclado, en el que introdujo un código. Nada.
—¡Están en la habitación del fondo!
—¡Echad abajo aquella puerta!
Al segundo intento de Wardlaw, la puerta se abrió con un ligero clic. Se internaron todos juntos en la oscuridad de la mina de carbón, que olía a humedad. El último fue Ford, que empujaba a Kate. Tenían delante un túnel largo y ancho, apuntalado con vigas de acero oxidado que sostenían un techo abombado y lleno de grietas. Olía a moho y a putrefacción, como la ciénaga que había sido antiguamente. Del techo caían gotas de agua.
Wardlaw cerró la puerta e intentó asegurarla, pero eran cerraduras electrónicas y no funcionaban sin corriente.
Un fuerte golpe hizo temblar la sala de ordenadores. Los gritos de la multitud aumentaron de intensidad. El ariete había derribado la puerta.
Wardlaw seguía intentando activar la cerradura, primero con la tarjeta magnética y después tecleando un código.
—¡Ven, Ford!
Sacó otra pistola de su cinturón y se la dio a Ford. Era una SIG-Sauer P229.
—Voy a intentar contener a toda esa gente. Esta mina se construyó con el sistema de cámaras y pilares. Todo está comunicado. Avanzad un rato y después girad a la izquierda, sin meteros en ningún pasadizo que no tenga salida, hasta que encontréis la sala grande donde apareció la veta de carbón. Está a unos cinco kilómetros. El pozo queda al fondo a la izquierda. Podéis salir por allí. No me esperes. Consigue que salga todo el mundo. Y llévate esto.
Le puso a Ford una linterna en la mano.
—No puedes enfrentarte a todos ellos —objetó Ford—. Es un suicidio.
—Puedo conseguiros un poco de tiempo. Es nuestra única oportunidad.
—Tony… —empezó a decir Hazelius.
—¡Salvaos!
Tras la puerta se oyó un cántico:
—¡Matad al Anticristo! ¡Matadle!
—¡Corred! —bramó Wardlaw.
Corrieron por el túnel oscuro, pisando los charcos de la mina. El último era Ford, que iluminaba el camino con la linterna. Oyó golpes en la puerta, gritos y el eco de la palabra «Anticristo» en los túneles. Al cabo de un momento sonaron varios disparos. Después gritos, y otra vez disparos; una sinfonía de caos y pánico.
El túnel era largo y recto, con túneles perpendiculares a la derecha cada quince metros, que daban a otros paralelos. La veta bituminosa de la izquierda se estrechaba tanto que habían tenido que abandonarla sin explotarla completamente, por lo que habían dejado muchos túneles sin salida, bancadas y una trama de vetas oscuras.
Se oyeron más disparos por detrás, distorsionados por el eco que reverberaba en las galerías. El aire era espeso, casi irrespirable. Las paredes brillaban de humedad, con manchas blancas de nitro. El túnel giraba bruscamente. Ford alcanzó a Julie Thibodeaux, que se estaba quedando rezagada, y le pasó un brazo por la espalda para ayudarla a no perder el ritmo.
Se oyeron más disparos a lo lejos. Wardlaw estaba resistiendo hasta el final; Leónidas en las Termópilas, pensó Ford con tristeza, sorprendido por su valor y entrega.
El túnel daba a una sala muy grande, de techo bajo: era la veta principal, apuntalada con grandes pilares de carbón sin explotar, que habían dejado para que aguantasen el techo. Eran pilares de tres metros de ancho; unos grandes cortes de carbón irisado que reflejaban la luz formando un laberinto de amplios espacios que no seguían ninguna disposición regular. Ford se paró y sacó el cargador; vio que estaban todas las balas: trece, de nueve milímetros. Lo metió otra vez.
—No nos separemos —dijo Hazelius, dejando pasar a los demás—. George, Alan, vosotros ayudad a Julie si no puede seguir. Wyman, tú quédate detrás y cúbrenos por la retaguardia.
Puso una mano en cada hombro de Kate, y la miró a los ojos.
—Si me ocurre algo, tú quedarás al mando. ¿De acuerdo?
Kate asintió con la cabeza.
El grupo de hombres que acompañaba a Eddy no podía avanzar a causa de los disparos que salían de detrás del primer pilar de carbón.
—¡A cubierto! —gritó Eddy, a la vez que apuntaba con su Blackhawk hacia donde había visto el último fogonazo.
Disparó una sola vez, para detener el fuego enemigo. Tras él se sucedían los disparos; a medida que entraba más gente los tiros se concentraban en el lugar de procedencia de los destellos. Los haces de una docena de linternas saltaron por el túnel.
—¡Está detrás de aquella pared de carbón! —exclamó Eddy—. ¡Cubridme!
Algunas balas hicieron saltar trocitos de carbón de la pared.
—¡No disparéis!
Se levantó y corrió hacia el pilar más ancho, que medía como mínimo tres metros de diámetro. Pegado a un lado, hizo una señal con la mano al resto de combatientes, para que lo rodeasen por el lado contrario. Él se arrastró por la pared rugosa de carbón, con la pistola a punto.
El tirador previo su movimiento y corrió hacia el siguiente pilar.
Eddy levantó la pistola y disparó, pero no acertó. Justo antes de que el tirador se pusiera a cubierto, sonó otro disparo. El tirador cayó y empezó a andar a cuatro patas. Entonces salió Frost por el otro lado del pilar, cogiendo la pistola con las dos manos, y le pegó dos tiros más. El tirador se encogió. Frost se acercó y le metió una bala en la cabeza, a bocajarro.
—Despejado —dijo, barriendo los túneles con la linterna—. Solo había uno. El resto ha escapado.
Russell Eddy bajó la pistola y caminó hacia el centro del túnel. Entraba mucha gente por la puerta abierta, llenando un espacio cerrado que multiplicaba el efecto de sus voces. Eddy levantó las manos y se hizo el silencio.
—¡«Ha llegado el gran día de su cólera»! —exclamó.
Sintió el empuje de la multitud a sus espaldas; percibió su energía, como la de una dinamo que alimentara la determinación de su pastor; pero eran demasiados. Necesitaba entrar con un grupo más reducido y manejable. Se volvió y levantó mucho la voz, para que le oyeran a pesar del estruendo de la maquinaria.
—Dentro del túnel solo puedo llevarme a unos cuantos, exclusivamente hombres armados. Ni mujeres, ni niños. ¡Que den un paso al frente todos los varones que tengan un arma de fuego y experiencia! ¡El resto, que se quede donde está!
Unos treinta hombres se abrieron camino.
—¡Formad y enseñadme vuestras armas! ¡Levantadlas!
Con gritos de entusiasmo levantaron rifles y pistolas. Eddy se paseó por la fila, mirando a los hombres uno a uno. Descartó a algunos que llevaban reproducciones de armas antiguas que se cargaban por la boca, a un par de adolescentes con rifles monotiro del 22 y a dos que parecían locos. Quedaron dos docenas.
—Vosotros me acompañaréis a perseguir al Anticristo y a sus discípulos. Quedaos aquí, a un lado. —Se volvió hacia el resto—. Los demás tenéis trabajo en las salas que acabamos de cruzar. ¡Dios quiere que destruyáis el Isabella! ¡Destruid a la Bestia del Abismo, que se llama Abaddón! ¡Id, Soldados de la Fe!
La multitud se puso en movimiento con un rugido, ansiosa de entrar en acción, y cruzó la puerta abierta enarbolando mazos, hachas y bates de béisbol. Se oyeron grandes destrozos en la sala contigua.
Parecía que la máquina gritase de dolor. Eddy cogió a Frost.
—Tú quédate a mi lado, Mike, necesito tu experiencia.
—Sí, pastor.
—¡Bien, vamos!