A las ocho menos cuarto, Wyman Ford salió de su pequeña casa de dos dormitorios y se paró al principio del camino de entrada, aspirando las fragancias de la noche. Las ventanas del salón comedor eran rectángulos amarillos flotando en la oscuridad. El silbido de los aspersores del campo de deportes no le impidió reconocer el rumor de un piano tocando un boogie-woogie y un murmullo de voces. Él seguía viendo a Kate como la estudiante de posgrado irreverente, discutidora y fumadora de porros que había conocido, pero algo (o mucho) tenía que haber cambiado para que la nombraran subdirectora del experimento científico más importante en la historia de la física.
Sus pensamientos vagaron hacia recuerdos de Kate, y de su época juntos; recuerdos con una desdichada propensión hacia lo pornográfico, que devolvió rápidamente al rincón de donde habían surgido. No le parecía una manera responsable de empezar una investigación.
Esquivando los aspersores, llegó a la puerta de la antigua cabaña de troncos y entró. A su derecha había una sala de descanso, de donde salía luz y música. Se dirigió hacia allí. Había gente jugando a cartas, leyendo y trabajando con portátiles. Ahora que ya no estaban en el Puente, casi parecían relajados.
El pianista era nada menos que Hazelius, que se levantó después de que sus pequeños dedos saltaran sobre las teclas tocando algunos compases.
—¡Bienvenido, Wyman! Acaban de preparar la cena.
Se encontraron en el centro de la sala. Hazelius cogió el brazo de Ford y lo llevó hacia el comedor. Los demás empezaron a levantarse y a seguirlos.
Presidía el comedor una mesa de pino macizo, con velas, cubiertos de plata y flores frescas del campo. La chimenea, de piedra, estaba encendida. En las paredes había alfombras navajo, de estilo Nakai Rock (según dedujo Ford de sus dibujos geométricos). Había varias botellas de vino abiertas, y de la cocina llegaba olor de carne a la brasa.
Hazelius, muy a sus anchas en el papel de anfitrión, distribuyó a los comensales entre risas y bromas.
—Melissa, te presento a Wyman Ford, nuestro nuevo antropólogo. Melissa Corcoran, nuestra cosmóloga.
Se dieron la mano. Era rubia, con una larga melena que le caía por los hombros, y unos ojos verde claro que lo observaron con curiosidad. Su nariz era pecosa y respingona. Llevaba pantalones y camisa, a los que daban un toque favorecedor un chaleco indio de cuentas a la vez sencillo y con estilo. Al igual que los demás, tenía los ojos un poco enrojecidos.
La silla del otro lado de Ford estaba vacía.
—Antes de que empieces con Wyman —dijo Hazelius a Corcoran—, me gustaría presentarle a aquellos que todavía no conoce.
—Adelante.
—Te presento a Julie Thibodeaux, nuestra especialista en electrodinámica cuántica.
Al otro lado de la mesa, una mujer emitió un simple «hola» antes de reanudar un monólogo en tono quejoso, cuyo destinatario era su vecino de mesa, una especie de duende con el pelo blanco. Thibodeaux se ajustaba perfectamente al estereotipo de una científica: rechoncha, con una bata de laboratorio sucia, y un pelo corto y grasiento que pedía a gritos un lavado. El toque final de la caricatura lo daba un juego de bolígrafos en una funda protectora de plástico. Según la ficha, sufría algo llamado «trastorno límite de la personalidad». Ford tenía curiosidad por ver cómo se manifestaba.
—El hombre que habla con Julie es Harlan St. Vincent, nuestro ingeniero eléctrico. Cuando el Isabella funciona a toda potencia, Harlan es quien controla los novecientos megavatios que llegan a chorro como las cataratas del Niágara.
St. Vincent se levantó y tendió la mano por encima de la mesa.
—Mucho gusto, Wyman.
En cuanto el ingeniero se sentó, Thibodeaux siguió con su disquisición, al parecer relacionada con algo llamado «condensador Bose-Einstein».
—El del fondo es Michael Cecchini, nuestro físico del modelo estándar de partículas.
Un hombre bajo y moreno tendió la mano a Ford, que al estrecharla se quedó sorprendido por el gris opaco de sus ojos. Parecía muerto por dentro, a imagen del apretón de manos, pegajoso e inerte. En cambio su manera de vestir era muy cuidadosa, como si constituyera una señal de rebeldía contra el nihilismo que desprendía su personalidad; llevaba una camisa de un blanco deslumbrante, unos pantalones planchados a la perfección y un peinado de precisión militar, con raya. Hasta las manos eran inmaculadas, limpias y tersas como masa de pan, con las uñas muy pulidas y brillantes. Ford creyó oler un aftershave de los caros, pero no había nada capaz de tapar por completo el tufillo a desesperación existencial que acarreaba aquel hombre.
Terminadas las presentaciones, Hazelius se fue a la cocina y el murmullo de voces aumentó.
Ford seguía sin ver a Kate. Se preguntó si era una coincidencia.
—Creo que es la primera vez que hablo con un antropólogo —le dijo Melissa Corcoran.
Ford se volvió.
—Y yo con una cosmóloga.
—Te sorprendería la cantidad de personas que creen que me dedico a peinar y a hacer la manicura. —La sonrisa de Corcoran parecía invitadora—. ¿Qué harás aquí, exactamente?
—Conocer a los habitantes de la zona y explicarles qué pasa.
—Ah, pero ¿tú entiendes lo que pasa?
Su tono se había vuelto burlón.
—Quizá tú puedas ayudarme.
Corcoran levantó una mano, sonriendo, y cogió una botella.
—¿Vino?
—Sí, gracias.
Examinó la etiqueta.
—Villa di Capezzana, Carmignano, 2000. Yo no soy una entendida, pero está bueno. Aquí el que sabe de vinos es George Innes. George, dinos algo de este vino.
Innes, que estaba en la otra punta de la mesa, interrumpió una conversación y se subió las gafas con una sonrisa complacida.
—He conseguido esta caja de milagro. Quería algo especial para esta noche. Capezzana es una de mis bodegas favoritas, una finca antigua situada en las colinas del oeste de Florencia. Fue la primera denominación de origen que permitió el cabernet sauvignon. Muestra buen color, aromas de grosella roja y negra con un toque de cereza, y buena profundidad frutal.
Corcoran se volvió hacia Ford con una sonrisa.
—George es un esnob de los vinos —dijo, a la vez que llenaba la copa de Ford casi hasta el borde, y hacía lo propio con la suya. La levantó—. Bienvenido a Red Mesa. Un sitio horrible.
—¿Por qué?
—Traje a mi gato, porque no podía separarme de él, y dos días después de llegar oí un aullido. Era un coyote que se lo llevaba.
—Qué horror.
—Están por todas partes. ¡Qué bichos más sucios y cobardes! Y también hay tarántulas, escorpiones, osos, linces, puercoespines, mofetas y viudas negras. —Parecía satisfecha con su lista—. Yo lo odio —dijo con entusiasmo.
Ford sonrió, esperando parecer incómodo, e hizo la pregunta más tonta que se le ocurrió. No tenía sentido que los demás creyeran que era inteligente.
—Oye, y ¿qué se supone que hace el Isabella? Yo soy un simple antropólogo.
—En teoría es muy sencillo. El Isabella hace que choquen partículas subatómicas casi a la velocidad de la luz, para recrear las condiciones de energía del Big Bang. Dos haces de partículas aceleran en sentidos opuestos por un tubo circular enorme, de setenta y cinco kilómetros de circunferencia. Van girando por el tubo, cada vez más deprisa, hasta alcanzar el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de la velocidad de la luz, tanto en uno como en otro sentido. Lo divertido empieza cuando provocamos una colisión frontal. Así recreamos la violencia del Big Bang.
—¿Qué tipos de partículas hacéis chocar?
—Materia y antimateria, protones y antiprotones. En el momento del impacto… ¡Pam! E igual a mc al cuadrado. La explosión de energía dispersa todo tipo de partículas, que pasan por los detectores, permitiéndonos saber qué es cada partícula y cómo se ha creado.
—¿De dónde sacáis la antimateria?
—La pedimos a Washington por correo electrónico.
Ford sonrió.
—Creía que solo tenían agujeros negros.
—No, en serio; creamos nuestra antimateria in situ, bombardeando una lámina de oro con partículas alfa. Recogemos los antiprotones de un anillo secundario, y trasladamos la cantidad necesaria al anillo principal.
—¿Y la cosmología? ¿Qué tiene que ver? —preguntó Ford.
—¡Estoy aquí para estudiar cosas oscuras! —Corcoran puso teatralmente los ojos en blanco—. Materia oscura y energía oscura.
Tomó otro sorbo de vino.
—Dicho así, da miedo.
Ella se rio. Mientras se sentía abiertamente observado por los ojos verdes de la científica, Ford se preguntó qué edad tendría. ¿Treinta y tres? ¿Treinta y cuatro?
—Hace unos treinta años, los astrónomos empezaron a darse cuenta de que la mayor parte de la materia del universo no era la que se puede ver y tocar, sino otra que llamaron materia oscura. Parece ser que nos rodea por todas partes, como un universo en la sombra, algo invisible que nos cruza sin que nos demos cuenta. Las galaxias están sumergidas en lagos gigantescos de materia oscura. No sabemos qué es, por qué existe ni de dónde viene. Teniendo en cuenta que tuvo que ser creada durante el Big Bang al mismo tiempo que la materia normal, espero que el Isabella nos dé algunas claves.
—¿Y la energía oscura?
—Algo precioso e inquietante. En 1999 los cosmólogos descubrieron que había un campo de energía desconocido que hacía que el universo se expandiera cada vez más deprisa, hinchándolo como un globo gigante. Lo bautizaron energía oscura. Nadie tiene la menor idea de qué es o de dónde procede. En todo caso, parece malévolo.
Al otro lado de la mesa, Volkonski resopló y dijo con su voz estridente:
—¿Malévolo? Universo es indiferente. Le importamos un carajo.
—La cuestión —prosiguió Corcoran— es que a largo plazo la energía oscura destrozará el universo, en el Big Rip.
—¿El Big Rip?
Hasta entonces Ford se había hecho el ignorante, pero el Big Rip le resultaba desconocido.
—Es la última teoría sobre el futuro del universo: el «gran desgarramiento». Pronto la expansión del universo se volverá tan rápida que primero se desintegrarán las galaxias, y después las estrellas, las galaxias, tú, yo… hasta los átomos. ¡Puf! ¡Ni rastro de nada! Será el final de la existencia. El artículo de la Wikipedia sobre el Big Rip lo he escrito yo. Échale un vistazo.
Corcoran bebió un poco más de vino. Ford observó que no era la única que lo hacía con gusto. El volumen de las conversaciones iba en aumento, y ya había media docena de botellas vacías.
—¿Has dicho «pronto»?
—A lo sumo, dentro de veinte mil o veinticinco mil millones de años.
—El «pronto» es relativo —dijo Volkonski, con una carcajada ronca.
—Los cosmólogos siempre miramos a largo plazo —se explicó Corcoran.
—Y los informáticos, a corto plazo. Tan corto como un milisegundo.
—¿Milisegundos? —preguntó con desprecio Thibodeaux—. Yo, en mis investigaciones sobre electrodinámica cuántica, trato con femtosegundos.
Justo entonces salió de la cocina Hazelius, con una bandeja llena de solomillos a la brasa; recibió una ovación en el momento de dejarla encima de la mesa.
A continuación salió Kate Mercer, con un cuenco de patatas fritas. Lo dejó sin mirar hacia Ford y volvió a la cocina.
Nada de lo que hubiera imaginado Ford le habría preparado para verla por primera vez desde la ruptura. Estaba todavía más guapa a sus treinta y cinco años que con veintitrés. La diferencia era que ya no llevaba el pelo largo, como una catarata de rizos negros y rebeldes, sino corto, con estilo. La estudiante de posgrado que no se arreglaba y que siempre llevaba vaqueros y camisas de hombre demasiado grandes, se había hecho mayor. Ford llevaba doce años sin verla, pero le parecieron días.
Se volvió al notar que le tocaban. Era Corcoran, con la bandeja.
—Espero que no seas vegetariano, Wyman.
—En absoluto. —Eligió un solomillo muy poco hecho y pasó la bandeja, intentando parecer tranquilo. La aparición de Kate le había puesto nervioso.
—No creas que cenamos así cada noche —dijo la cosmóloga—. Es un día especial, por tu llegada.
Se oyeron unos golpecitos de cuchara en un cristal. Hazelius se levantó con su copa de vino en la mano. Las conversaciones se interrumpieron.
—He preparado un pequeño brindis de bienvenida… —Miró a su alrededor—. Pero ¿dónde se ha metido la subdirectora?
En ese momento se abrió la puerta de la cocina y Kate se apresuró a sentarse junto a Ford, con la mirada fija hacia delante.
—Como iba diciendo, deseo brindar por la última incorporación a nuestro equipo: ¡Wyman Ford!
Sin apartar la mirada de Hazelius, Ford se impregnó de la presencia de Kate, el calor de su cuerpo, su olor…
—Como sabéis casi todos, Wyman es antropólogo. Su campo de estudio es la naturaleza humana, una cuestión mucho más compleja que la que estudiamos nosotros. —Hazelius levantó la copa—. Tengo ganas de conocerte, Wyman. Recibe nuestra más calurosa bienvenida.
Aplausos.
—Y ahora, antes de sentarme, quiero decir unas palabras sobre la decepción de anoche. —Hizo una pausa—. Estamos librando una batalla que se remonta a cuando el ser humano miró por primera vez las estrellas, preguntándose qué eran. La búsqueda de la verdad es el mayor empeño de la humanidad. Desde el descubrimiento del fuego al del quark, representa la esencia de lo que significa ser humano. Nosotros, los trece que estamos aquí, somos los verdaderos herederos de Prometeo, que robó el fuego a los dioses y lo dio a la humanidad.
Hizo una pausa teatral.
—Ya sabéis qué le pasó a Prometeo: los dioses, para castigarle, le encadenaron a una roca para toda la eternidad. Cada día baja un águila, le picotea un lado del cuerpo y devora su hígado, pero, dado que Prometeo es inmortal, debe soportar eternamente la tortura.
El silencio era tal que Ford oía cómo crepitaba el fuego en la chimenea.
—La búsqueda de la verdad es dura, durísima, como estamos descubriendo. —Hazelius levantó la copa—. Por los herederos de Prometeo.
Todos bebieron con solemnidad.
—La próxima prueba será el miércoles a mediodía. Mientras tanto, quiero que os concentréis con todo vuestro ser en el trabajo.
Se sentó. Los demás cogieron los cuchillos y los tenedores, y poco a poco se reanudaron las conversaciones.
Cuando fueron bastante fuertes, Ford dijo en voz baja:
—Hola, Kate.
—Hola, Wyman. —En los ojos de ella había recelo—. Esto es lo que se llama una sorpresa.
—Te veo bien.
—Gracias.
—Subdirectora. No está nada mal.
Ford se había sentido un mirón mientras leía su informe, pero la curiosidad era más fuerte que él. Desde la separación, Kate había tenido una vida bastante azarosa.
—¿Y tú? ¿Por qué ya no estás en la CIA?
—Me fui.
—¿Y ahora eres antropólogo?
—Sí.
No se dijeron nada más. La voz de Kate, su musicalidad ligeramente ceceante, afectaron a Ford más aún que su aspecto. Atajó rápidamente el flujo de recuerdos. Era una reacción absurda. Había pasado mucho tiempo desde la separación, y desde entonces él había tenido media docena de novias y una esposa. Además, distaba mucho de haber sido una ruptura amistosa. Lejos de quedar como amigos, se habían dicho cosas imperdonables.
Kate se había girado para hablar con otra persona. Ford bebió un poco de vino, ensimismado. Sus pensamientos retrocedieron a cuando la vio por primera vez, en el Instituto Tecnológico, una tarde en la que, mientras buscaba un sitio tranquilo al fondo de la biblioteca, se fijó en una chica que dormía debajo de una mesa (como tantos otros estudiantes). Tenía la mejilla derecha apoyada en una mano, y el otro brazo cruzado sobre la camisa. Su pelo, largo y brillante, se había desparramado por la moqueta. Era una chica delgada y elegante, con unas facciones finas y bonitas, habituales en las personas de doble ascendencia: asiática y caucásica. Parecía una gacela dormida. Ford pensó que el hueco en la base de su cuello, justo al lado de la clavícula, era lo más erótico que había visto nunca. La contempló, fijándose sin recato en cada erótico detalle de su cuerpo dormido. Parecía que no pudiera moverse, solo mirar.
Una mosca rozó la mejilla de la chica, que sacudió la cabeza y abrió de par en par dos ojos de color caoba, fijos en él. Ford tuvo la sensación de haber sido pillado in fraganti.
Ella se ruborizó y salió torpemente de debajo de la mesa.
—¿Ocurre algo?
Ford masculló unas palabras preguntándole si se encontraba bien.
Ella se ablandó, avergonzada.
—Debía de tener un aspecto un poco raro, debajo de la mesa. Normalmente a esta hora no hay nadie. Así duermo una siesta de diez minutos y me levanto descansada.
Ford volvió a asegurarle que su único interés era saber si se encontraba bien. Cuando ella comentó que necesitaba un café doble para seguir estudiando, él dijo que también le apetecía. Fue su primera cita.
Se parecían muy poco, pero formaba parte del encanto. Kate era de pueblo y de clase obrera, y él de la élite urbana. A ella le gustaba Blondie, y a él Bach. Ella fumaba porros de vez en cuando, y a él le escandalizaba un poco. Él era católico, y ella una atea convencida. Él lo controlaba todo; ella era imprevisible, espontánea y hasta salvaje. En la segunda cita fue ella quien hizo los avances. Además, era una alumna aventajada, quizá incluso genial, con una inteligencia que asustaba pero también excitaba a Ford. Sus ganas de entenderlo todo tenían algo de fanático, que iba más allá de la física para interesarse por la naturaleza humana. Kate tomaba partido sin ambages. Le indignaban las injusticias en el mundo. Era de las que firmaba peticiones, participaba en manifestaciones y escribía cartas al director. Ford todavía se acordaba de cuando discutían de política y de religión hasta altas horas de la noche, y él se sorprendía por lo bien que entendía la psicología humana, a pesar de lo emocionales que eran sus opiniones.
La decisión de Ford de ingresar en la CIA dio al traste con su relación. Para Kate, o se era de los buenos o se era de los malos, y la CIA formaba parte claramente de los segundos. La llamaba el «Consorcio Internacional de las Atrocidades». Eso cuando no se ponía más grosera.
—Y bien, Wyman —dijo Kate—, ¿por qué te fuiste?
—¿Qué?
Ford volvió al presente.
—Tu carrera en la CIA. ¿Qué ocurrió?
Tuvo ganas de contárselo sin rodeos: «Porque a mi mujer la mató un coche bomba durante una misión secreta que llevábamos a cabo los dos».
—Estaba incómodo —se limitó a contestar.
—Ya. ¿Sería demasiado esperar que hayas cambiado de ideas?
«¿Sería demasiado esperar que hayas cambiado tú las tuyas?», pensó Ford sin decirlo. Típico de Kate: ir al grano, cayera quien cayese; aquella parte de su forma de ser siempre le había despertado una mezcla de amor y odio.
—La cena tiene muy buena pinta —dijo, intentando mantener las formas—. Te recordaba como la reina del microondas.
—Es que la comida rápida me hacía engordar.
Otro silencio.
Sintió un dedo en las costillas, por el lado opuesto. Era Melissa Corcoran, con la botella, ofreciéndole más vino. Se la veía un poco achispada.
—La carne está perfecta —dijo—. Felicidades, Kate.
—Gracias.
—Un poco cruda, como me gusta. ¡Eh —exclamó, señalando el plato de Ford—, ni la has tocado!
Ford comió un poco, pero había perdido el hambre.
—Seguro que Kate te está soltando un rollo sobre la teoría de cuerdas. La verdad es que suena bastante bien, aunque sean puras especulaciones.
—No como la energía oscura —dijo Kate con un punto de dureza.
Ford se dio cuenta enseguida de que algo pasaba entre ellas.
—La energía oscura —dijo Corcoran con frialdad— se descubrió experimentalmente, mediante la observación. El problema de la teoría de cuerdas es justo lo contrario: solo existe como una serie de ecuaciones sin predicciones comprobables. En realidad no es ciencia.
Volkonski se inclinó sobre la mesa. Ford reconoció un tufillo de tabaco pasado.
—Energía oscura, cuerdas… ¡Bah! ¿Qué más da? Yo lo que quiero saber es qué hacen antropólogos.
A Ford le alivió la distracción.
—Solemos ir a vivir con alguna tribu apartada y preguntamos muchas tonterías.
—¡Ajá! —dijo Volkonski—. Pues entonces tal vez sabes que vienen pieles rojas a Red Mesa. ¡Espero que no sea fiesta de cortar cabellera!
Imitó un grito indio y miró a su alrededor, para ver la reacción.
—No tiene gracia —dijo agriamente Corcoran.
—Tranquila, Melissa —replicó Volkonski, irguiendo la cabeza en un acceso de ira que hizo temblar el mechoncito de pelo de su mentón—. No me eches sermones.
Corcoran se volvió hacia Ford.
—No puede evitarlo. Se doctoró en gilipollez.
«Más problemas», pensó Ford. Tendría que ser prudente, para no interponerse en el fuego cruzado hasta haber averiguado en qué términos estaban los unos con los otros.
—Creo esta noche Melissa ha bebido un poco demasiado del vino —dijo Volkonski—. Como siempre.
—Ssí, clarro —dijo ella, imitando despiadadamente su acento—. ¡Supongo que es megorr hincharrme de vodka de madrugada, como tú! —Levantó la copa—. Za vas!
Apuró lo que quedaba.
—¿Me permitís que os interrumpa? —preguntó Innes, con la voz engolada de un profesional—. No es que esté mal expresar las emociones, pero mi consejo…
Hazelius le silenció con un gesto. Después miró fijamente a Volkonski y a Corcoran, que acabaron callándose. Volkonski se echó hacia atrás, con un temblor en la comisura de los labios. Corcoran cruzó los brazos.
Hazelius dejó que el silencio se volviera incómodo.
—Estamos todos un poco cansados y decepcionados —acabó diciendo con voz suave. Se oía crepitar el fuego—. ¿Verdad que sí, Peter?
Volkonski no dijo nada.
—¿Melissa?
Corcoran se había ruborizado. Asintió ligeramente.
—Nos os empecinéis. Tranquilos. Perdón y afabilidad. Por el bien del proyecto.
Era una voz que imponía sosiego, una voz con algo rítmico e hipnótico, como la de un domador serenando a un caballo asustado; y, a diferencia de la de Innes, sin rastro de condescendencia.
—Exacto —dijo Innes, interrumpiendo la calma creada por Hazelius—. Ni más ni menos. Ha sido una conversación muy positiva. Ya ventilaremos estas cuestiones en la próxima sesión de grupo. Repito que es bueno expresar las emociones.
Volkonski se levantó tan deprisa que tumbó la silla. Arrugó la servilleta y la tiró sobre la mesa, hecha una bola.
—A la mierda sesiones de grupo. Yo tengo trabajo.
Salió dando un portazo.
Nadie dijo nada. Solo se oía un susurro de papeles. Era Edelstein, que ya había acabado de cenar y giraba otra página de Finnegans Wake.