Ford y los científicos siguieron a Wardlaw a la sala de ordenadores, que estaba al fondo del Puente. Era una habitación larga y desnuda, de paredes grises, del mismo color que el plástico de los armarios que formaban tres silenciosas hileras. Dentro de aquella habitación estaba el superordenador más rápido y potente del mundo. Los procesadores zumbaban. En cada uno efe los paneles parpadeaban un sinfín de luces, rojas o amarillas en su mayoría. Al fondo había una puerta de acero.
Llegó Hazelius.
—Dolby no viene.
—Tenemos tres problemas —dijo Wardlaw—. Uno, que el Isabella está a punto de explotar; dos, que fuera hay una multitud armada; y tres, que no podemos pedir ayuda.
—¿Qué haremos? —se lamentó Thibodeaux.
—La puerta de acero del fondo da a los túneles de la antigua mina de carbón. Por ahí saldremos. Hay que interponer un buen trozo de montaña entre nosotros y el Isabella antes de que explote.
—¿Cómo saldremos de la mina? —preguntó Ford.
—En la otra punta —dijo Wardlaw— hay un pozo vertical que habilitaron para sacar metano por el otro lado de la mina. Todavía queda un viejo elevador, aunque probablemente no podamos usarlo. Tendremos que inventar algo.
—¿Es la mejor opción?
—O eso o salimos por la puerta principal y nos encontramos con la multitud.
Se hizo un silencio.
La explosión que sacudió la sala de ordenadores hizo caer de rodillas a Ford y a los demás, como piedrecitas dentro de una lata. El eco se prolongó durante un buen rato, como un trueno atravesando la montaña. Las luces de la sala parpadearon, mientras saltaban arcos eléctricos de las consolas. En cuanto pudo levantarse, Ford ayudó a Kate.
—¿Era el Isabella? —preguntó Hazelius.
—Si hubiera sido el Isabella, estaríamos muertos —dijo Wardlaw—. La multitud acaba de reventar la puerta de titanio.
—¡Imposible!
—No, si han usado las cargas de demolición militares.
De repente se oyeron puñetazos en la puerta del Puente. Ford agudizó el oído. Imaginó a Dolby en el Puente, encorvado sobre su terminal como un fantasma rodeado de humo.
—¡Hazelius! —dijo una voz aguda al otro lado, en sordina—. ¿Me oyes, Anticristo? ¡Venimos a por ti!
El pastor Russell Eddy chillaba contra la puerta de acero.
—¡Hazelius, has blasfemado contra Dios, contra su Nombre y contra los que moran en el paraíso!
Era una puerta de acero macizo, y no les quedaban explosivos. Teniendo en cuenta que era un espacio cerrado, pegar un tiro a la cerradura con el revólver, aparte de ineficaz, sería una locura.
La gente se arrojó contra la puerta, vociferando.
—¡Cristianos! —La voz de Eddy resonó por el enorme espacio—. ¡Escuchadme, cristianos! —Se hizo un silencio inquieto, que llenó el aullido infernal de la máquina en el túnel adyacente—. ¡Apartaos de la puerta! —Señaló con el dedo—. En el otro lado de esta cueva hay un montón de vigas de acero. Quiero que los más fuertes (¡solo los hombres!) cojan una y la usen para echar la puerta abajo. Para el resto tengo un trabajo igual de importante. Dividíos en dos grupos. Quiero que el primero entre en el túnel circular de allí. —Señaló el acceso oval, que estaba empañado—. ¡Cortad y machacad las tuberías, los cables y los conductos que alimentan el superordenador, la Bestia! —Levantó un papel, una copia que había conseguido en internet—. Esto es un mapa de la Bestia. —Señaló a un hombre que estaba más sereno que el resto; llevaba el arma con naturalidad y parecía tener madera de líder—. Toma, ponte tú al frente.
—Sí, pastor.
—¡Cuando hayamos derribado la puerta, quiero que el segundo grupo me siga a la sala de control, capture al Anticristo y destruya los aparatos que haya dentro!
Hubo un rugido de aprobación. Ya había veinte hombres levantando una viga del montón. Cuando volvieron, apuntando con ella hacia la puerta, los demás les dejaron pasar.
—¡Ahora! —exclamó Eddy, colocándose a un lado—. ¡Echadla abajo!
—¡Echadla abajo! ¡Destrozadla!
La multitud se apartó. El grupo de hombres se acercó a la puerta a paso ligero. La viga chocó con un sonoro impacto que hundió un poco la puerta. La fuerza del choque provocó un retroceso que estuvo a punto de hacer perder el equilibrio a los hombres.
—¡Otra vez! —ordenó Eddy.