Nelson Begay estaba tumbado boca abajo en un promontorio sobre Nakai Valley, al lado de Willy Becenti. Era el punto más alto de toda la mesa; desde allí la visión abarcaba trescientos sesenta grados del desierto.
El mayor atasco de la historia había colapsado la Dugway en su confluencia con Red Mesa. Cientos, o miles, de coches habían aparcado a la buena de Dios en una enorme explanada contigua a la carretera. Muchos se habían quedado con las luces encendidas y las puertas abiertas. Por la Dugway subía gente a pie, que había dejado el coche más abajo. Toda la carretera del proyecto Isabella estaba abarrotada de gente. Se saltaban el desvío hacia Nakai Valley en busca de donde estaba la acción, al borde de la mesa.
Siguió la carretera con los prismáticos. Los hangares se estaban quemando, así como los restos del helicóptero en el que habían llegado los soldados; las llamas medían más de treinta metros. Se veían cadáveres desperdigados, víctimas del sangriento tiroteo al que Begay había asistido pocos minutos antes. Casi toda la gente se había ido después de prender fuego al helicóptero, menos algunos que ayudaban a abrir zanjas con una excavadora en la pista de aterrizaje.
Siguió con la vista el río humano, hasta alcanzar la zona vallada del borde de la mesa. Era un auténtico hormiguero. Calculó que había al menos mil personas, parte de las cuales trepaban por una de las enormes torres de alta tensión. Solo les faltaba una cuarta parte para coronarla. Otros habían erigido una cruz tosca sobre un edificio alto, situado al borde de la mesa, y ahora estaban talando el bosque de torres de comunicación. Bajó despacio los prismáticos.
—¿Tienes idea de qué cojones pasa? —preguntó Becenti.
Begay sacudió la cabeza.
—¿Alguna reunión del Ku Klux Klan? ¿De las Naciones Arias?
—También hay blancos e hispanos. Incluso algunos indios.
—Déjame ver.
Mientras Becenti escudriñaba la punta este de la mesa, Begay asimiló lo que había visto. Al principio le había parecido alguna estrafalaria concentración evangélica (un espectáculo habitual en la reserva), pero la explosión del helicóptero le había convencido de que se trataba de algo muy distinto, tal vez relacionado con el telepredicador de quien había oído hablar, el del sermón contra el proyecto Isabella.
Becenti gruñó sin apartar la vista.
—Mira cuánta gente han matado en la pista de aterrizaje.
—Sí —dijo Begay—, y apuesto lo que quieras a que habrá alguna respuesta. Los federales no se quedarán cruzados de brazos. Mejor que no nos encuentren aquí cuando empiecen los fuegos artificiales.
—Podríamos quedarnos un poco más, a ver qué pasa. No se tienen cada día asientos de primera fila para ver cómo se matan los bilagaana. Siempre hemos sabido que los blancos acabarían así ¿no es cierto? ¿Te acuerdas de la profecía?
—Déjalo, Willy. Tenemos que reunir a los demás y salir pitando de la mesa.
Se levantaron y bajaron al valle.
Randy Doke estaba de pie sobre el capó del Humvee, dominando la refriega con un brazo musculoso sobre el otro. Aquel observatorio le permitía ver mejor la torre de alta tensión. Los primeros escaladores ya estaban llegando a la cima. Los cables zumbaban y chisporroteaban.
Nunca había sentido tanta energía, él, que había caído en la heroína, la cocaína y el alcohol. En el mismo momento en el que tocaba fondo (borracho y entre sus propios excrementos, tirado en una zanja de riego de las afueras de Belén, Nuevo México), había vuelto a su memoria algo que rezaba de niño, algo que le había enseñado su madre antes de que el desgraciado con quien vivía le pegara un tiro, y después se lo pegase a sí mismo. Rimas que habían empezado a resonar en su cabeza: «Jesusito de mi vida, eres niño como yo…». Y ahí mismo, en aquella fétida zanja de Belén, Jesús se había dignado salvar a un despojo humano. Ahora estaba en deuda con Él, y haría cualquier cosa.
Cogió unos prismáticos. Un escalador había llegado justo debajo de los aislantes. Vio que se afirmaba en la escalera, rodeando una viga con las piernas, y que una vez en equilibrio sacaba una escopeta de corredera, metía una bala en la recámara y se la apoyaba en el hombro.
«Esto va a ser bueno».
Vio que apuntaba cuidadosamente. Los que trepaban más abajo se pararon a mirar. Hubo un fogonazo de luz. Poco después, llegó a los oídos de Doke la detonación de la escopeta. Una lluvia de chispas bajó en cascada por la línea eléctrica, mientras temblaba el cable. Se oyeron gritos y aplausos.
El escalador se afianzó en la torre y deslizó el guardamanos de la escopeta. Hubo otro fogonazo, con su correspondiente detonación. El cable despidió miles de chispas y la línea se enroscó como una serpiente de cascabel que recibe un puñado de sal. Otra ovación.
Tercer disparo. Esta vez lo que brotó en la oscuridad fue una gran llamarada. La línea se partió con una profunda vibración que pareció extenderse al aire. El extremo cortado cayó como un látigo a cámara lenta, goteando fuego, hasta lanzarse en espiral contra la gente. El impacto, acompañado de explosiones, chispazos y nubes de humo, hizo que todos se apartasen de golpe, entre chillidos, provocando una estampida.
Impresionante.
Doke volvió a fijarse en la torre. El escalador había cargado la escopeta y apuntaba de nuevo, pero ahora la gente de la torre le gritaba algo. ¿Qué? ¿Que parase? «No, tío, dale», pensó Doke.
Otra detonación. Esta vez cayó un trozo de aislante entre un estallido de fuegos artificiales, a la vez que se partía otro cable, retrocediendo hacia la torre. Fue como si una mano invisible la sacudiera: de repente, empezó a caer gente de la escalera. Rebotaban en las vigas más bajas, salían despedidos y se estrellaban en el suelo con impactos sordos.
El cable suelto dio un latigazo y cambió de dirección, acercándose a Doke con un sonido parecido al acople de una guitarra eléctrica gigante. Doke saltó del Humvee justo cuando lo azotaba el cable, crepitando y levantando una fuente de chispas. Corrió hacia la gente, muerta de miedo, y se abrió camino a manotazos sobre personas caídas, intentando alejarse a cualquier precio. El Humvee se incendió. Al cabo de un momento, Doke sintió el calor de la explosión del depósito de gasolina, la onda expansiva y un brusco fogonazo de luz.
Se levantó y contempló los destrozos.
El cable se había arrastrado hasta la mitad de la zona vallada, dejando un rastro de fuego. El edificio del ascensor se estaba quemando, así como media docena de pinos. Alrededor del Humvee en llamas se acumulaban muertos con horribles quemaduras.
«Más almas en el paraíso —pensó Doke—. Más almas a la diestra del Señor».