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Ya estaban encendidas todas las pantallas de la sala de crisis, en modo de videoconferencia (y en algunos casos, divididas en dos) con: la Junta de Jefes del Estado Mayor y los directores del Departamento de Seguridad Interna, el FBI, la Agencia de Seguridad Nacional, el Departamento de Inteligencia Central y el de Energía. A las tres de la madrugada había llegado el vicepresidente. Ahora eran las tres y veinte, y en los últimos veinte minutos, desde la noticia del incendio en el aeródromo de Red Mesa, habían ocurrido muchas cosas.

Stanton Lockwood tenía la sensación de estar en una especie de programa de televisión y no poder salir. Parecía imposible que en Estados Unidos pasaran aquellas cosas. Era como haberse despertado en otro país.

—No sabemos nada de la Unidad de Rescate de Rehenes desde la explosión del helicóptero —dijo el director del FBI, pálido, arrugando inconscientemente en una mano el pañuelo con el que se secaba la cara sin cesar—. Ha sido un ataque numéricamente avasallador. No es chusma. Están organizados y saben lo que hacen.

—¿Les han tomado de rehenes? —preguntó el presidente.

—Temo que la mayoría estén incapacitados… o muertos.

Alguien le pasó un papel fuera de pantalla. Lo leyó.

—Acabo de recibir un informe… —Su mano tembló un poco—. Han conseguido cortar una de las tres líneas eléctricas principales del Isabella, lo que ha desencadenado un fallo de la red.

Hay apagones por todo el norte de Arizona, y en zonas de Colorado y Nuevo México.

—¿Y mis tropas de la Guardia Nacional? —dijo el presidente, volviéndose hacia los jefes del Estado Mayor—. ¿Dónde demonios están?

—Ahora mismo reciben instrucciones, señor presidente. Todavía estamos a tiempo para la operación de las cuatro de la madrugada.

—¿Aún están en tierra?

—Sí, señor.

—¡Pues que despeguen! ¡Que les den las instrucciones en pleno vuelo!

—Con la falta de equipo, y ahora los apagones…

—Que vuelen con lo que haya.

—Señor presidente, nuestros últimos datos de inteligencia indican que en Red Mesa hay entre mil y dos mil personas armadas. Creen que ha llegado el Armagedón, el Segundo Advenimiento, y la consecuencia es que no respetan en absoluto la vida humana. No podemos poner en esa situación a hombres poco equipados o mal informados. Han llegado noticias de una gran explosión en lo alto de Red Mesa. Todavía hay cientos de personas que están evitando los bloqueos de carretera y llegan a campo traviesa, muchos de ellos en todoterrenos. El aeródromo ha quedado inservible para aparatos de ala fija. Hay un Predator teledirigido que debería sobrevolar la zona y hacer fotos en… menos de veinte minutos. O implementamos un asalto estratégico y bien organizado a la mesa o seguiremos desperdiciando vidas.

—Sí, ya lo entiendo, pero también hay una máquina de cuarenta mil millones de dólares, once agentes del FBI y una docena de científicos cuyas vidas corren peligro.

—Disculpe, señor presidente… —Era el director del Departamento de Energía—. El Isabella todavía funciona a la máxima potencia, pero se está desestabilizando. Según nuestro sistema de seguimiento a distancia, los haces de protones-antiprotones se han descolimado, y…

—Hable en cristiano, por Dios.

—Si no se desconecta el Isabella, podría romperse el tubo donde están los haces, lo cual provocaría una explosión.

—¿Cómo de grande? Un titubeo.

—No soy físico, pero me han dicho que si se cruzan los haces a destiempo, la convergencia podría crear una singularidad instantánea cuya detonación tendría la potencia de una pequeña bomba nuclear, del orden de medio kilotón.

—¿Cuándo?

—En cualquier momento.

El siguiente en hablar fue el jefe de gabinete.

—Lamento tener que cambiar de tema, pero hay una crisis informativa, y tenemos que gestionarla ahora mismo.

—Despejen el espacio aéreo en un radio de ciento cincuenta kilómetros alrededor de Red Mesa —ordenó el presidente—. Declaren el estado de emergencia en la reserva. Y la ley marcial. Prohibida la prensa de cualquier tipo.

—Considérelo hecho.

—Aparte de las tropas de la Guardia Nacional, quiero un refuerzo militar abrumador. Cuando amanezca, quiero que el ejército de Estados Unidos controle Red Mesa y los alrededores. No quiero excusas sobre falta de efectivos o de transporte. También quiero que desplacen tropas. Que los soldados vayan a campo traviesa. Aquello es un desierto. La potencia que se ejerza debe ser abrumadora. ¿Está claro?

—Señor presidente, ya he ordenado movilizar todos los efectivos militares en el sudoeste.

—¿Hasta las cinco menos cuarto no puede hacer nada más?

—En efecto, señor presidente.

—Unos terroristas armados se están apoderando de bienes públicos y asesinando a soldados del ejército nacional. Sus crímenes contra el Estado no tienen nada que ver con la religión. Son terroristas y punto. ¿Me explico?

—Completamente, señor.

—Para empezar, quiero que el telepredicador, Spates, sea detenido y acusado de terrorismo, con esposas, grilletes y toda la parafernalia. Quiero que reciba toda la publicidad posible, para dar ejemplo. Si hay algún otro predicador, telepredicador o fundamentalista que azuce a aquella gente, que también le detengan. No hay ninguna diferencia con al-Qaeda y los talibanes.