65

Bern Wolf se agazapó en la sombra de la puerta de titanio, detrás de los soldados. Tras bajar por las cuerdas con la furia de un poseso, ahora la multitud les estaba arrinconando contra las rocas del fondo. ¿Algún soldado había hecho frente alguna vez a una situación así, a una devastadora multitud de compatriotas, de civiles, muchos de ellos mujeres? Era una locura. ¿Quiénes eran? ¿La Rama Davidiana? ¿El Ku Klux Klan? Había todo tipo de ropa, y todo tipo de armas, desde rifles a estrellas ninja. Muchos enarbolaban cruces improvisadas con las que acorralaban a los soldados, que ya no tenían más espacio para replegarse.

Finalmente habló Doerfler.

—¡Estas instalaciones son propiedad del gobierno! —vociferó—. Dejen las armas en el suelo. Ahora mismo.

Un hombre escuálido se separó del grupo con un gran revólver en las manos.

—Soy el pastor Russell Eddy. Hemos venido como ejército de Dios para destruir esta máquina infernal y al Anticristo que se halla dentro de ella. Apártense y déjennos pasar.

La multitud estaba compuesta de rostros sudorosos, de ojos que brillaban de forma extraña en la luz artificial, de cuerpos agitados por la emoción. Algunos lloraban a lágrima viva. Mientras tanto, seguía llegando gente por las cuerdas. Su número parecía no tener límite, ni que hubiera forma de pararles.

Wolf les miraba, fascinado. Parecían poseídos.

—No me importa quiénes son —espetó Doerfler al pastor—, ni a qué han venido. Es la última vez que se lo digo; dejen las armas en el suelo.

—¿De lo contrario? —preguntó Eddy con mayor arrojo.

—De lo contrario, mis hombres se defenderán a sí mismos y a estas instalaciones del gobierno con todos los medios a su alcance. Dejen las armas de una vez.

—No —dijo el raquítico pastor—. No dejaremos las armas. ¡Sois agentes del Nuevo Orden Mundial, soldados del Anticristo!

Doerfler se acercó con la mano tendida y le dijo con fuerza:

—Vamos, hombre, dame la pistola.

Eddy le apuntó con ella.

—¡Mírate! —se burló Doerfler—. Si disparas, el único herido serás tú. Dámela ahora mismo.

Se oyó un disparo. Doerfler tropezó hacia atrás con cara de sorpresa, rodó un poco por el suelo y empezó a levantarse, sacando su pistola. Evidentemente, llevaba un chaleco antibalas.

El segundo disparo del revólver le voló la parte superior de la cabeza.

Wolf se tiró al suelo y se arrastró hasta las rocas para protegerse, mientras a su alrededor estallaba un estruendo como el del final del mundo: ráfagas de ametralladora, explosiones, gritos… Se encogió en posición fetal, con la cabeza entre las manos, intentando fundirse con las piedras, a la vez que todo se llenaba de disparos y estallidos, y que le llovían encima las esquirlas que desprendían el impacto de las balas. El fragor parecía eternizarse, salpicado de horribles gritos de agonía y del sonido húmedo de las balas desgarrando la carne. Wolf se apretó las orejas con las manos para no oírlo.

El furor empezó a remitir. Al cabo de un rato todo quedó en silencio, salvo el zumbido de su cabeza.

Permaneció encogido, estupefacto hasta el extremo de no poder pensar.

Una mano se apoyó en su hombro. Él se apartó.

—Tranquilo, ya ha pasado todo. Levántate. Siguió apretando los párpados. Una mano cogió su camisa y le levantó a la fuerza, arrancándole la mitad de los botones.

—Mírame.

Levantó la cabeza y abrió los ojos. Estaba oscuro. Habían destrozado los focos a balazos. Todo estaba lleno de cadáveres, gente cortada por la mitad y extremidades desperdigadas, en una visión infernal, o peor que infernal. Había gente con heridas espantosas. Algunos hacían ruidos raros, como gárgaras o toses, y unos cuantos chillaban. La multitud arrastraba los cadáveres al borde del precipicio, para arrojarlos por él.

Reconoció al hombre que le sujetaba: el mismo pastor Eddy que había iniciado el tiroteo disparando contra Doerfler. Estaba salpicado de sangre, sangre ajena.

—¿Quién eres? —preguntó Eddy.

—¿Yo? Nadie… el informático.

Eddy le miró sin dureza.

—¿Estás de nuestro lado? —preguntó en voz baja—. ¿Aceptas a Jesucristo como tu salvador?

Wolf abrió la boca, pero solo le salió un graznido.

—Pastor —dijo una voz—, no tenemos mucho tiempo.

—Siempre hay tiempo para salvar un alma. —La mirada de Eddy era insistente y sus ojos se veían muy oscuros—. Repito: ¿aceptas a Jesucristo como tu salvador? Ha llegado el momento de elegir un bando. Ha llegado el día del Juicio.

Finalmente, Wolf logró asentir con la cabeza.

—De rodillas, hermano. Vamos a rezar.

Wolf casi no sabía qué hacía. Parecía una escena de la Edad Media, una conversión forzosa. Intentó arrodillarse, con las piernas temblando, pero no fue bastante rápido y alguien le tiró al suelo. Perdió el equilibrio, y al caerse se le abrió la camisa.

—Recemos —dijo Eddy, dejándose caer de rodillas junto a Wolf. Le cogió las manos e inclinó la frente hasta tocarlas—. Padre que estás en los cielos, ¿aceptas a este pecador en este momento de necesidad? Y tú, pecador, ¿aceptas la Palabra Verdadera, para poder renacer?

—¿Que si… qué?

Wolf intentó concentrarse.

—Repito: ¿aceptas a Jesús como tu salvador?

Se estaba mareando.

—Sí —dijo rápidamente—. Sí… Sí, le acepto.

—¡Alabado sea Dios! Recemos.

Inclinó la cabeza y cerró con fuerza los ojos. «¿Qué rayos estoy haciendo?».

La voz de Eddy penetró en su oído.

—Recemos en voz alta. Pídele a Jesús que entre en tu corazón. Si lo haces libre y sinceramente, verás el Reino de los Cielos. Es así de fácil.

El pastor juntó las manos y empezó a rezar en voz alta.

Wolf le acompañó con un murmullo, hasta que se le obturó la garganta.

—Tienes que rezar conmigo —dijo Eddy.

—Es que… no —dijo Wolf.

—Para recibir a Jesús tienes que rezar. Tienes que pedirle…

—No. No quiero.

—Amigo mío, queridísimo amigo, es tu última oportunidad. Se avecina el Juicio Final. Ha llegado el Arrobamiento. No te hablo como enemigo, sino como alguien que te quiere.

—Te queremos —dijeron voces en la multitud—. Te queremos.

—Supongo que también queríais a los soldados que habéis asesinado —dijo Wolf.

Le horrorizaba lo que estaba haciendo. ¿De dónde salía aquel valor tan repentino como insensato?

Sintió que le ponían el cañón de una pistola en la sien.

—Es tu última oportunidad —dijo afablemente la voz de Eddy.

Wolf se dio cuenta del pulso firme con el que sujetaba el arma.

Cerró los ojos y no dijo nada. Sintió el leve temblor de la mano al cerrarse, y del dedo al apretar el gatillo. Una explosión desgarradora… y luego nada.