—Fuera hay una multitud enfurecida —dijo Wardlaw, señalando el monitor.
Finalmente Hazelius se apartó del visualizador. La cámara principal enfocaba toda la zona de seguridad, repleta de gente con cuchillos, hachas, rifles y antorchas que oscilaban.
—¡Están trepando por el ascensor!
—Dios santo… —Hazelius se secó la cara con la manga—. Ken —preguntó—, ¿cuánto tiempo le queda al Isabella?
—¡La bobina defectuosa perderá la superconductividad en cualquier momento —exlamó Dolby—, y entonces ya podemos rezar! Podrían desviarse los haces, cortar el tubo de vacío y provocar una explosión.
—¿Cómo de grande?
—Enorme. No hay precedentes. —Echó un vistazo a la pantalla—. ¡Harlan! Introduce un poco más de corriente en el sistema. Mantén el flujo magnético.
—Ya estoy al ciento diez por ciento de potencia —dijo St. Vincent.
—Dale más.
—Como haya un fallo de la red nos quedaremos sin corriente, y también tendremos que empezar a rezar.
—Tú dale.
Harlan St. Vincent tecleó la orden.
—¿Y los de fuera? —bramó Wardlaw—. ¡Han incendiado los hangares del aeródromo!
—Aquí no pueden entrar —dijo Hazelius con calma.
—Todavía están bajando por las cuerdas.
—Aquí estamos seguros.
Al mirar la pantalla, Ford vio que la marea humana que trepaba por el ascensor ya había llegado al techo. La cámara tembló y se inclinó mucho, hasta que se oyó un chasquido y se quedó negra.
—Gregory, tenemos que apagar el Isabella —dijo Dolby.
—Ken, dame solo cinco minutos más.
La mirada de Dolby era fija y su mandíbula temblaba de emoción incontrolada.
—Solo cinco. Te lo suplico. Quizá estemos hablando con Dios, Ken. ¡Con Dios!
La cara de Dolby estaba empapada de sudor. Le palpitaba la mandíbula. Tras asentir mediante un gesto de la cabeza, se volvió otra vez hacia su máquina.
—Respecto a esta nueva religión que quieres que prediquemos… —dijo Hazelius—. ¿Qué le pediremos a la gente que adora? ¿Qué tiene de hermoso y de sobrecogedor todo esto?
Ford tuvo dificultades para leer la respuesta, medio sepultada por la tormenta de nieve que invadía la pantalla.
«Os pido que contempléis el universo tal como ahora sabéis que existe. ¿No es más sobrecogedor en sí mismo que cualquier concepto de Dios propuesto por las religiones históricas? Cien mil millones de galaxias, islas de fuego solitarias, lanzadas cual monedas a un espacio tan inmenso que supera la comprensión biológica del cerebro humano. Y yo os digo que el universo que habéis descubierto solo es una minúscula fracción de la extensión y la magnificencia de la creación. El lugar que habitáis no es sino una diminuta mota azul en las infinitas bóvedas celestes; y sin embargo esa mota tiene para mí un valor enorme, porque es parte esencial del todo. Por eso he venido a vosotros. Adoradme a mí y a mis grandes obras, no a un dios tribal imaginado hace miles de años por tribus de pastores en guerra».
Dolby tenía la mirada fija, la cara brillante de sudor y la mandíbula crispada. Hazelius orientó de nuevo hacia el visualizador su rostro delgado y ansioso.
—Más. Cuéntanos más.
—Se han encendido alarmas en la red —dijo St. Vincent, sereno, pero con la voz a punto de quebrarse—. Se están sobrecalentando los transformadores en la Línea Uno, a medio camino de la frontera con Colorado.
«Seguid las facciones de mi rostro con vuestros instrumentos científicos. Buscadme en el cosmos y en el electrón. Pues soy el Dios del tiempo y el espacio profundos, el Dios de los supercúmulos y los vacíos, el Dios del Big Bang y la inflación, el Dios de la materia oscura y la energía oscura».
El Puente tembló y empezó a notarse un olor de componentes electrónicos quemados.
Las cámaras de seguridad del aeródromo mostraban dos hangares devorados por las llamas. El helicóptero posado en el helipuerto estaba rodeado por una multitud. Dentro había un soldado que disparaba al aire con un M-16, intentando asustarles. El helicóptero estaba calentando motores.
—¿De dónde ha salido toda esta gente? —preguntó Innes, absorto en la pantalla, haciendo oír su estridente voz sobre el aullido del Isabella.
«La ciencia y la fe no pueden coexistir. La una destruirá a la otra. Debéis aseguraros de que sea la ciencia la que sobreviva, ya que de lo contrario vuestra pequeña mota azul estará condenada…».
Se oyó la voz de Edelstein.
—Se están calentando los p5.
—¡Dame un minuto! —exclamó Hazelius, y volviéndose hacia la pantalla bramó por encima del estruendo—: ¿Qué tenemos que hacer?
«Con mis palabras venceréis. Contad al mundo lo que ha ocurrido aquí. Decidle que Dios ha hablado con la humanidad, por vez primera. ¡Sí, por vez primera!».
—Pero ¿cómo podemos explicarte, cómo podemos describirte si no nos dices qué eres?
«No repitáis el error de las religiones históricas, enzarzándoos en discusiones sobre qué soy o qué pienso. Yo estoy más allá de cualquier comprensión. Soy el Dios de un universo tan grande que solo pueden describirlo los números de Dios, de los que os he dado el primero».
—Mierda… —dijo Wardlaw, con la vista clavada en los monitores de seguridad.
Ford volvió hacia ellos su atención. La multitud bombardeaba el helicóptero con piedras y balas, mientras el soldado que lo vigilaba disparaba sobre sus cabezas. Alguien lanzó un cóctel Molotov, pero se quedó corto, y la pista se cubrió de llamas. El soldado bajó el arma y disparó a la multitud. El helicóptero empezó a levantarse.
—Dios mío… —dijo Wardlaw, que parecía mareado.
A pesar de la carnicería, la muchedumbre enfurecida estrechó el cerco. Los disparos con los que contraatacaban salpicaban de chispas el blindaje del aparato.
«Sois los profetas que llevaréis el mundo hacia el futuro. ¿Qué futuro elegís? La llave está en vuestras manos…».
Ford vio cómo volaban media docena de cócteles Molotov, que se estrellaron en el flanco del helicóptero. Las llamas subieron hasta los rotores y prendieron en un tubo de combustible; el helicóptero explotó con un formidable estruendo y se convirtió en una bola de fuego que levitaba en el aire nocturno. Sus trozos cayeron al asfalto como una cascada de fuego, que se extendió rápidamente a medida que el combustible incendiado se propagaba en todas las direcciones. Poco después salió de entre las llamas un soldado agitando los brazos, envuelto en fuego, que se derrumbó en medio de la pista.
—Madre de Dios… —dijo Wardlaw—. Han hecho explotar el helicóptero.
Hazelius estaba demasiado enfrascado en el visualizador para hacerle caso.
—¡Mirad, mirad! —exclamó Wardlaw, apuntando con el dedo una pantalla—. ¡Han llegado a la puerta del Bunker! Vienen a por el Isabella. ¡Están matando a los soldados!
—¡Voy a desconectar el Isabella! —exclamó Dolby.
—¡No!
Hazelius se le echó encima. Forcejearon, pero esta vez Dolby estaba prevenido y derribó a Hazelius, a quien aventajaba físicamente. Se colocó otra vez ante el teclado.
—¡Está bloqueado! ¡El Isabella está bloqueado! —gritó—. ¡No acepta los códigos de cierre!
—Dios mío… Estamos muertos —dijo Innes—. Estamos muertos.