El agente Miller, un veinteañero de aspecto juvenil, se puso al volante de un Humvee para llevar a Bern Wolf desde el aeródromo hasta la zona de seguridad vallada. Tras cruzar varias puertas reventadas, frenaron en medio de un aparcamiento, entre coches de civiles. La luz cruda de los focos iluminaba el lugar.
Wolf miró a su alrededor. Al borde de la mesa había un grupo de soldados que fijaban las cuerdas para bajar hasta el Isabella por el precipicio.
—Nosotros esperaremos en el coche hasta que nos llamen —dijo Miller.
—Genial.
Wolf sudaba. Él era un científico, un informático, y no tenía madera para actuar en situaciones de ese tipo. En su estómago notaba un nudo grande y apretado. Decidió no alejarse del agente Miller, ni de sus brazos de más de medio metro, capaces de hacer pesas con un Buick. Tenía una espalda y unos hombros tan grandes, que a su lado el fusil de asalto 7.62 OTAN que llevaba debajo de la axila parecía una escopeta de juguete.
Wolf observó a los hombres que trabajaban al borde de la mesa. Se cogían a la cuerda e iban saltando de uno en uno por el borde, de espaldas, cargados con grandes mochilas. Aunque Wolf nunca hubiera estado en el Isabella, lo conocía al dedillo; había diseñado parte de los planos y examinado de cerca todos los diagramas. También conocía el software, y el Departamento de Energía le había dado un sobre con todos los cogidos de desconexión y seguridad. Apagarlo no sería un problema.
El problema, para él, sería bajar por los cien metros de pared de roca.
—Tengo que mear —dijo.
—Hágalo al lado del vehículo, y dese prisa.
Hizo sus necesidades y volvió.
Miller estaba apagando la radio.
—Nos toca.
—¿Ya han entrado?
—No. Quieren que usted baje antes de efectuar la penetración.
¿«Efectuar la penetración»? ¿Se daban cuenta de qué ridículo sonaba?
Miller hizo una señal con la cabeza.
—Usted primero.
Wolf levantó la mochila con la sensación de que hasta el último músculo de su cuerpo se resistía. A pesar de la potencia de los focos, vio una cantidad increíble de estrellas en el firmamento. El aire era fresco y olía a humo de leña. Al alejarse del Humvee, se dio cuenta de lo silenciosa que era la noche. El sonido más fuerte que se oía era el chisporroteo de las líneas eléctricas. Estaba claro que el Isabella funcionaba a toda potencia. Dudó que abajo sucediera algo grave. Probablemente el sistema de comunicaciones había fallado por culpa de un error informático, y algún burócrata incompetente se había puesto histérico y había pedido un comando. Incluso era posible que los científicos ni siquiera fueran conscientes de estar armando aquel revuelo.
De repente oyó dos sonidos muy tenues, en el umbral de lo audible, seguidos por otros dos. Parecían disparos.
—¿Lo ha oído? —le preguntó a Miller.
—Sí. —Miller se quedó quieto, con la cabeza ladeada—. A unos cinco kilómetros.
Escucharon un poco más, pero no se oyó nada.
—Habrá sido un indio pegándole un tiro a un coyote —dijo Miller.
Wolf le siguió hacia el borde del precipicio, con la sensación de que sus piernas podían fallar en cualquier momento. Había esperado que bajaran en algún tipo de jaula, pero no vio ninguna por allí.
—Deje que le coja la mochila. La bajaremos después de usted.
Encogió los hombros para quitársela y se la dio a Miller.
—Cuidado, dentro hay un ordenador portátil.
—Tranquilo. Venga por aquí, si no le importa.
—Eh, un momento —dijo Wolf—. ¿No pretenderá en serio que… me descuelgue por una de estas cuerdas?
—Sí.
—¿Cómo?
—Ahora mismo se lo enseñaremos. Quédese aquí, por favor.
Wolf esperó. El resto de soldados ya habían bajado; estaban solos en el borde. Los cables eléctricos zumbaban. La radio del soldado escupió un ruido. Miller dijo algo por ella. Wolf escuchó a medias. Eran policías estatales que informaban de un problema en la carretera de acceso a la mesa. Desconectó. Él pensaba en el acantilado.
Después de un rato hablando por radio, Miller dijo:
—Por aquí, señor, vamos a ponerle este arnés. ¿Ha hecho rappel alguna vez?
—No.
—Es muy seguro. Usted échese un poco hacia atrás, apoye los pies en la pared de roca y vaya dando saltitos. No puede caerse, ni siquiera aunque suelte la cuerda.
—Será una broma…
—Es muy seguro, señor.
Después de ajustarle el arnés, que rodeaba sus piernas, sus nalgas y la base de su espalda, aseguraron la cuerda con un sistema de mosquetones y descendedores y le pusieron al borde del precipicio, con la espalda hacia fuera. Wolf sentía el viento que soplaba desde abajo.
—Inclínese y dé un paso hacia atrás.
¿Se habían vuelto locos?
—Inclínese, señor. Dé un paso. Mantenga la tensión de la cuerda. Le iremos bajando.
Wolf miró a Miller con incredulidad. El tono del agente era de una cortesía tan estudiada que parecía teñido de desprecio.
—Es que no puedo —dijo.
La cuerda se aflojó. Tuvo un ataque de pánico.
—Inclínese —dijo Miller con firmeza.
—Consíganme una jaula, o cualquier cosa para bajarme.
Miller le echó hacia atrás, casi como si cogiera a un bebé.
—Eso es. Así. Muy bien, doctor Wolf.
El corazón de Wolf latía con fuerza. Sintió otra vez un leve movimiento de aire frío en su espalda. El soldado le soltó. Le resbalaron los pies y chocó lateralmente con la cara del precipicio.
—Inclínese y apoye los pies en la roca.
Con el pulso desbocado, arrastró los pies por el acantilado buscando un punto de apoyo; cuando lo encontró hizo de tripas corazón y se inclinó. Parecía que funcionaba. Cuantos más pasitos daba, siempre inclinado, más corría la cuerda por la barra, haciéndole bajar. Por debajo del borde todo estaba oscuro, excepto el perfil de la cornisa, recortado en la luz. El borde se alejó cada vez más durante el descenso. No se atrevía a mirar hacia abajo.
Parecía increíble, pero lo estaba consiguiendo. Daba saltitos por el precipicio, en medio de una oscuridad que le engullía por entero. Al final, los soldados le cogieron las piernas y le bajaron hasta un suelo de piedra. Al levantarse le temblaban las rodillas. Los soldados le quitaron el arnés. Poco después fue su mochila la que bajó por una cuerda, hasta que la cogieron los soldados. El siguiente en llegar fue Miller.
—Muy bien, señor.
—Gracias.
Habían excavado una gran explanada en la montaña. Al fondo había una puerta de titanio enorme, empotrada en la roca. Toda la zona ya estaba rodeada de focos, y parecía la entrada de la isla del doctor No. Wolf sintió cómo el Isabella vibraba dentro de la montaña. Era muy extraño que hubieran perdido todas las comunicaciones con el interior. Había muchos sistemas de refuerzo. Además, el responsable de seguridad por los monitores tenía que verles, a menos que tampoco funcionasen, claro.
Muy extraño.
Los soldados estaban montando tres conos de metal sobre trípodes y los enfocaban hacia la puerta, como si fueran morteros. Uno de ellos empezó a cargar los conos con algo que parecía C-4.
En un lado estaba Doerfler, dando órdenes.
—¿Qué son? —preguntó Wolf.
—Dispositivos de derribo rápido —explicó Miller—. Dentro hay unas cargas interconectadas que convergen en un mismo punto y hacen un boquete lo bastante grande como para entrar.
—¿Y luego?
—Un grupo entrará por el agujero para controlar el Bunker, y luego otro para reventar la puerta interior del Puente. Controlaremos el Puente, nos encargaremos de los enemigos que pueda haber y custodiaremos a los científicos. Es posible que haya disparos. No lo sabemos. En cuanto hayamos controlado todo el Puente, le llevaré dentro, personalmente. Y usted apagará el Isabella.
—Se tardan tres horas en apagar el sistema —dijo Wolf.
—Será la operación que lleve a cabo.
—¿Y el doctor Hazelius, y los demás científicos?
—Nuestros hombres les acompañarán fuera del recinto para tomarles declaración.
Wolf se cruzó de brazos. Estaba claro que sobre el papel sonaba bien.