El domingo por la tarde, el reverendo Don T. Spates embutió sus carnes en el sillón de maquillaje, adoptando una postura que no arrugase sus pantalones ni su camisa italiana de algodón hecha a mano. Una vez sentado, acomodó sus anchas posaderas con una serie de movimientos laterales que hicieron crujir y rechinar el cuero. Después apoyó con cuidado la nuca en el reposacabezas. A su lado estaba Wanda, con la capa de barbero en la mano.
—Házmelo bien, Wanda —dijo Spates, cerrando los ojos—, es un domingo importante. Muy importante.
—Va a quedar hecho un pincel, reverendo —dijo Wanda, colocándole encima la capa y remetiéndosela en el cuello.
Se puso manos a la obra, con un ruido tranquilizador de frascos, peines y cepillos, prestando particular atención a las manchas de vejez del reverendo y a las concentraciones de varices que poblaban como telas de araña sus mejillas y nariz. Dominaba su oficio, y lo sabía. Por otro lado, al margen de lo que opinaran los demás, consideraba que el reverendo era un buen hombre, y además guapo.
Sus manos, largas y blancas, se desplazaban con eficacia, rapidez y precisión. Lo que siempre le daba problemas eran las orejas del reverendo, un poco demasiado salidas, y más claras y rojizas que la piel adyacente. A veces, cuando Spates salía al escenario, los focos le iluminaban las orejas por detrás y las convertían en dos vidrieras rosas. Para lograr el tono adecuado, les aplicó una gruesa base tres grados más oscura que el color de su cara, y remató la faena con unos polvos que las volvían prácticamente opacas.
Alisaba, maquillaba y cepillaba controlando el resultado por un monitor con ajuste de blancos, que recibía la señal de una cámara enfocada en el reverendo. Era importantísimo ver su obra tal como aparecería por la tele. Algo que al natural parecía perfecto podía desentonar horriblemente en la pantalla. Todo el proceso se repetía dos veces por semana: una para el sermón televisado de los domingos, y otra para el programa de los viernes en el Canal Cristiano.
Sí, el reverendo era un buen hombre.
Los mimos y la profesionalidad de Wanda tuvieron efectos tranquilizadores en el reverendo Don T. Spates. Estaba siendo un mal año. Sus enemigos iban a por él; tergiversaban hasta la última palabra que salía de su boca y lo atacaban sin piedad. No había sermón sin el correspondiente vilipendio por parte de la izquierda atea. Triste época, cuando se atacaba a un servidor de Dios por decir la verdad. Naturalmente, también estaba el malhadado incidente del motel, con las dos prostitutas… ¡Cómo se habían ensañado, los muy pérfidos! Pero la carne es débil, según confirma la Biblia, no una sino varias veces. A ojos de Jesús, todos somos unos pecadores incorregibles y relapsos. Spates había solicitado, y recibido, el perdón divino. Claro que el mundo, hipócrita y malvado, cuando perdonaba lo hacía muy despacio.
—Ahora los dientes, reverendo.
Abrió la boca y sintió que las manos expertas de Wanda aplicaban el gel blanqueador. La luz intensa de la cámara haría brillar su dentadura con la blancura de las puertas del paraíso.
A continuación, Wanda se ocupó de su pelo, poniendo en su sitio hasta el último cabello del áspero casco anaranjado. Le echó un poco de laca, indirectamente, y algunos polvos para rebajar el color hasta una intensidad más adecuada.
—Las manos, reverendo.
Spates sacó sus pecosas manos de debajo de la capa y las apoyó sobre una bandeja de manicura. Wanda aplicó con eficiencia una base de maquillaje destinada a disimular al máximo las arrugas y las diferencias de color. Las manos tenían que hacer juego con la cara. Spates siempre insistía particularmente en que se las dejaran perfectas. Eran una extensión de su voz. Cualquier fallo de maquillaje podía malograr el efecto de su mensaje, ya que los primeros planos de la imposición de manos revelaban fallos que pasaban inadvertidos al ojo.
Wanda tardó un cuarto de hora en terminarlas. Raspó la suciedad de debajo de las uñas, aplicó un esmalte claro, reparó las partes melladas, pulió las uñas, limpió y recortó las cutículas, y por último las cubrió con una base de maquillaje.
Un último vistazo a la pantalla, unos cuantos retoques, y se apartó.
—Listo, reverendo.
Giró el monitor hacia él.
Spates se examinó en la pantalla: cara, ojos, labios, dientes y manos.
—¿Y la mancha del cuello, Wanda? Has vuelto a olvidarla.
Una pasada rápida con la esponja, un retoque de pincel, y desapareció. Spates gruñó, satisfecho.
Wanda le quitó la capa y se apartó. En aquel momento apareció Charles, el ayudante de Spates, que le llevaba raudo su chaqueta. Spates se levantó del sillón y levantó los brazos para dejársela poner. Charles le dio unos suaves estirones, alisó la tela, la cepilló rápidamente, ahuecó las hombreras, tensó el cuello y ajustó la corbata.
—¿Cómo llevo los zapatos, Charles?
Charles les pasó unas cuantas veces el trapo.
—¿Hora?
—Las ocho menos seis, reverendo.
Hacía unos años, Spates había tenido la idea de emitir por la noche su sermón de los domingos, en horario de máxima audiencia, para evitar el aluvión de telepredicadores matinales. Lo llamaba Dios en máxima audiencia. Todos habían predicho que fracasaría, ya que se enfrentaba a gran parte de la programación estelar semanal, pero había resultado ser un golpe genial.
Se dirigió hacia las bambalinas, seguido por Charles. Al acercarse, oyó el murmullo de los fieles (había miles) que estaban tomando asiento en la Catedral de Plata, desde donde retransmitía cada domingo, durante dos horas, Dios en máxima audiencia.
—Tres minutos —le murmuró Charles al oído.
Spates respiró hondo en la penumbra de las bambalinas. El público guardó silencio al ver texto en los prompters. Se acercaba la hora.
Sintió que la gloria de Dios le insuflaba en todo el cuerpo la energía del Espíritu Santo. Le encantaban los momentos previos al sermón. No se parecía a nada en el mundo; era como una explosión de fuego, victoria y júbilo anticipado.
—¿Cómo vamos de audiencia? —le susurró a Charles.
—Aproximadamente el sesenta por ciento.
Notó que un cuchillo frío se clavaba en el corazón de su felicidad. Sesenta por ciento… La semana anterior, setenta; y seis meses antes, solo seis, la gente hacía cola para comprar entradas cada domingo, y muchos se iban sin haberlo logrado. Pero desde el incidente del motel los donativos en directo se habían reducido a la mitad, y los niveles de audiencia del programa habían bajado un cuarenta por ciento. Los capullos del Canal Cristiano estaban a punto de cancelar su programa América: mesa redonda. Se avecinaban malos tiempos para la Iglesia de Dios en Máxima Audiencia, los peores en treinta años desde que Spates la había fundado en una tienda de ropa vacía. O conseguía pronto una inyección de dinero contante y sonante o no tendría más remedio que dejar impagados los bonos «Hágase dueño de una parte de Jesús» que había vendido en directo a centenares de miles de feligreses para costear la construcción de la Catedral de Plata.
Volvió a pensar en la reunión que había mantenido unas horas atrás con Booker Crawley. ¡Qué señal de la gracia divina encontrarse con aquella propuesta! Si lo enfocaba bien, podía ser lo que necesitaba para rejuvenecer su iglesia y conseguir apoyo económico. El debate entre evolución y creacionismo ya estaba muy visto, y había perdido audiencia, sobre todo con la competencia de tantos telepredicadores. En cambio lo que planteaba Crawley era nuevo, y no costaba nada sacarle jugo.
Y como se llamaba Spates que se lo sacaría.
—Es la hora, reverendo —dijo por detrás la voz grave de Charles.
Se encendieron las luces, y el público enloqueció al ver salir al escenario al reverendo, inclinando la cabeza y agitando en alto sus manos enlazadas.
—¡Dios en Máxima Audiencia! —entonó con una voz de bajo bien timbrada y vibrante—. ¡Dios en Máxima Audiencia! ¡Se acerca el momento de máxima audiencia de la Gloria de Dios!
Al llegar al centro del escenario, se paró bruscamente, levantó la cabeza y tendió los brazos hacia el público, como si implorase algo. Le temblaron las puntas de los dedos. Sus palabras sobrevolaron a los espectadores.
—¡Os saludo a todos en el adorado nombre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo!
Otro rugido hizo temblar la Catedral de Plata. Spates levantó las manos con las palmas hacia arriba, mientras continuaban los aplausos (alentados por las pantallas). Luego bajó los brazos y se hizo de nuevo el silencio, como después de un trueno.
Bajó la cabeza en señal de plegaria, y en voz baja, humildemente, dijo:
—Donde dos o tres fieles se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
Levantó despacio la cabeza, siempre de perfil respecto al público, y adoptó su tono más grave y melodioso, a la vez que levantaba centímetro a centímetro uno de sus brazos, alargando al máximo cada palabra.
—En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y oscuridad por encima del abismo.
Hizo una pausa, respirando teatralmente.
—Y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas.
De pronto su voz tronó en la Catedral de Plata como las notas de un órgano.
—Dijo Dios: «Haya luz».
Brevísimo interludio dramático. Tras ello, un susurro:
—Y hubo luz.
Se acercó al borde del escenario, y sonrió campechanamente a los fieles.
—Estas primeras palabras del Génesis las conocemos todos. Pocas palabras se han escrito con tal fuerza. No contienen ninguna ambigüedad. Se trata, amigos míos, de las mismísimas palabras de Dios. Dios nos explica con sus propias palabras cómo creó el universo.
Se paseó tranquilamente por el borde del escenario.
—Amigos míos, ¿os sorprendería que os dijera que el gobierno está gastando los impuestos que tanto sudor os cuestan para desmentir a Dios?
Se volvió para mirar al público, silencioso.
—¿No me creéis?
Del mar de caras se elevó un murmullo.
Spates sacó un papel del bolsillo de su americana y lo agitó en el aire, al tiempo que su voz se convertía en un bramido.
—Aquí lo pone. Lo he descargado de internet hace menos de una hora.
Otro murmullo.
—¿Y de qué me he enterado? Pues de que nuestro gobierno se ha gastado cuarenta mil millones de dólares en desmentir el Génesis; cuarenta mil millones de dólares de vuestros bolsillos para atacar la parte más sagrada del Antiguo Testamento. Sí, amigos míos, todo forma parte de una guerra humanista y secular contra el cristianismo, subvencionada por el gobierno, y es intolerable.
Dio unos pasos por el escenario y agitó el puño, arrugando el papel.
—Aquí dice que en el desierto de Arizona han construido una máquina que se llama Isabella. Muchos habréis oído hablar de ella. Un gran murmullo de asentimiento.
—Yo también, pero creía que solo era otro despilfarro del gobierno. Sin embargo, hace muy poco me he enterado de su verdadero objetivo.
Frenó súbitamente sus pasos, para girarse muy despacio hacia el público.
—Su objetivo, amigos míos, es investigar eso que llaman la teoría del Big Bang. Exacto, ya lo habéis oído. ¡Otra vez la palabra «teoría»!
Su voz vibraba de desprecio.
—La «teoría» del Big Bang dice lo siguiente: hace treinta mil millones de años, un punto pequeñísimo del espacio explotó y creó todo el universo, sin la ayuda de Dios. Sí, lo habéis oído bien: creación sin Dios. ¡Creación atea!
Esperó, mientras se hacía un silencio incrédulo. Después volvió a sacudir el papel.
—¡Es lo que pone, amigos! ¡Toda una web con cientos de páginas dedicadas a explicar la creación del universo, y ni una sola referencia a Dios!
Otra mirada furibunda al público.
—Esta teoría del Big Bang no se diferencia en nada de la «teoría» que dice que nuestros tatarabuelos eran monos. Ni tampoco de la «teoría» que dice que la complejidad de la vida fue creada por una reorganización accidental de moléculas en un charco de barro. Esta teoría del Big Bang no es más que otra teoría secular, humanista, anticristiana y contraria a la fe, idéntica a la de la evolución, pero aún peor. ¡Mucho, mucho peor!
Dio media vuelta y volvió a caminar.
—Porque esta «teoría» ataca la idea misma de que Dios creó el universo. No os equivoquéis: el Isabella es un ataque directo a la fe cristiana. La teoría del Big Bang dice que este universo tan hermoso, tan extraordinario, que este regalo de Dios que es nuestro mundo, nació por sí solo, de manera accidental, hace treinta mil millones de años. ¡Y, por si no bastara con esta teoría que odia al cristianismo, ahora quieren gastarse cuarenta mil millones de dólares en demostrarla!
Paseó una mirada feroz por el público.
—¿Y si les pidiéramos lo mismo a los sabelotodo de Washington? ¿Y si les pidiéramos cuarenta mil millones de dólares para demostrar la verdad del Génesis? ¿Qué sucedería? ¡Pues que los liberales de Washington, profesionales del odio a Jesucristo, echarían humo por las orejas y desempolvarían la vieja cantinela de la separación entre Iglesia y Estado! ¡Son los mismos que han echado a Jesús de las aulas, que han expulsado los Diez Mandamientos de los tribunales, que han ilegalizado los árboles de Navidad y los belenes y que se han burlado de nuestras creencias, escupiendo sobre ellas! ¡Y esa gente, esos humanistas seculares, pretenden gastarse nuestro dinero para demostrar que la Biblia se equivoca! ¡Para convertir nuestra fe cristiana en una mentira!
Los feligreses empezaban a ponerse nerviosos. Primero se levantaron unos cuantos; al poco tiempo, toda la congregación se puso de pie y sus voces se fundieron en un gran rugido de reproche.
Las pantallas estaban oscuras. Ya no hacían falta.
—¡Es una guerra contra el cristianismo, hermanos! ¡Una guerra sin cuartel, y la costean con nuestro dinero, el vuestro, el mío! ¿Permitiremos que escupan a Jesucristo y encima nos cobren por ello?
El reverendo Don T. Spates se detuvo jadeando en el centro del escenario al contemplar la ira de sus oyentes de la catedral de Virginia Beach, él mismo se quedó pasmado por el efecto de sus propias palabras. Lo oía. Lo veía. Lo sentía. Era una auténtica locura, un acceso de justo furor que hacía crepitar el aire con la electricidad de la indignación. Le costó creerlo. Después de toda una vida tirando piedras, de pronto lanzaba una granada. Aquello era por lo que siempre había rezado, el objeto de todas sus búsquedas y sus desvelos.
—¡Alabados sean Dios y Jesús! —exclamó con los brazos en alto, levantando la vista hacia las luces del techo.
Cayó de rodillas, rezando en voz alta y con voz temblorosa.
—Oh Señor Jesucristo, con tu ayuda detendremos este insulto a tu Padre. Destruiremos esa máquina infernal allí donde está, en el desierto. ¡Pondremos fin a esta blasfemia contra ti llamada Isabella!