Al ver a tanta gente el teniente Bia empezó a preocuparse. Ante el aviso de que ocurría algo en Red Mesa, había dado por supuesto que se trataba de la manifestación, y se había sumado al tráfico que casi colapsaba la carretera de Red Mesa; pero ahora que les tenía delante, le quedó claro que no tenían nada que ver con la cabalgata de protesta. Llevaban pistolas y espadas, cruces y hachas, Biblias y cuchillos de cocina. Algunos se habían pintado cruces en la frente y en la ropa. Era un acto de una secta, tal vez relacionada con lo que le habían contado de un sermón de un telepredicador. Le alivió ver gente de todas las razas: negros, asiáticos, y hasta algunos cuantos con rasgos navajos o apaches. Al menos no era el Ku Klux Klan, ni las Naciones Arias.
Se subió el cinturón y miró a la gente con una sonrisa y con los brazos en jarras, esperando no asustar a nadie.
—¿Tienen algún líder, alguien con quien pueda hablar?
Se adelantó un hombre con unos vaqueros Wrangler gastados y una camisa de trabajo azul. Tenía la cara curtida por toda una vida en el campo, una barriga prominente, los brazos cortos y gruesos, despegados del cuerpo, y las manos callosas. Llevaba un viejo Colt M1917 con cachas de marfil, bajo un cinturón de serpiente con un brillante crucifijo de latón en la hebilla.
—Sí, tenemos un líder. Se llama Dios. ¿Usted quién es?
—El teniente Bia, de la policía tribal. —Le inquietó un poco el tono de aquel hombre, de una belicosidad innecesaria. Decidió proseguir con suavidad—. ¿Quién manda aquí?
—Teniente Bia, solo quiero hacerle una pregunta: ¿es un cristiano que ha venido a luchar?
—¿Luchar?
—En el Armagedón.
El hombre puso énfasis en la palabra apoyando una mano en las cachas de marfil del Colt.
Bia tragó saliva. La gente se apretó a su alrededor. Se arrepintió de no haber pedido refuerzos por radio.
—Soy cristiano, pero no he oído nada de ningún Armagedón.
La gente se quedó callada.
—¿Ha renacido en el agua de la vida? —preguntó el hombre del Colt.
La multitud empezó a murmurar con fuerza. Bia respiró hondo. No tenía sentido discutir de religión con esa gente. Más valía calmar los ánimos.
—¿Por qué no me cuenta lo del Armagedón?
—Está aquí el Anticristo, aquí en la mesa, y se avecina la batalla del Señor Dios Todopoderoso. O está con nosotros o está en contra de nosotros. Ha llegado el momento. Decídase.
Bia no tenía ni idea de qué contestar.
—Supongo que saben que están en la nación navajo, y que han entrado sin permiso en tierras cedidas por el gobierno.
—No ha contestado a mi pregunta.
Se estrechó el cerco. Bia percibió una gran agitación. La olió en el sudor de la gente.
—Aparte la mano de la pistola —dijo en voz baja.
La mano no se movió.
—He dicho que aparte la mano de la pistola.
El hombre agarró con más fuerza la culata.
—O está con nosotros o está en contra de nosotros. ¿Qué elige?
En vista de que Bia no contestaba, el hombre se volvió y habló con la multitud.
—No es de los nuestros. Ha venido a luchar en el otro bando.
—¿Qué esperabas? —preguntó alguien. La gente lo repitió—. ¿Qué esperabas?
Bia empezó a retroceder lenta y discretamente hacia su coche.
La pistola se levantó y le apuntó.
—Oiga, yo no he venido a luchar contra nadie —dijo Bia—. No hay ninguna razón, ninguna en absoluto, para que me apunte con una pistola. Bájela.
Una mujer de cierta edad, con botas de trabajo, sombrero de paja de vaquero y un rostro tan curtido que parecía de cuero viejo, puso una mano en el brazo del hombre del Colt.
—Ahorra las balas, Jess, él no es el Anticristo. Solo es un poli.
La palabra «Anticristo» circuló entre la gente, que se apretó aún más en torno a Bia.
—He dicho que baje la pistola.
El hombre la bajó, dubitativo.
—Vamos, Wyatt Earp, dame la pistola.
La mujer la cogió de su mano fofa, sacó las balas y guardó ambas cosas (arma y munición) en su bolso.
—Aquí no hay ningún Anticristo —dijo Bia, intentando disimular su alivio—. Estas tierras son de la nación navajo, y ustedes han entrado sin permiso. Si tienen un líder me gustaría hablar con él.
En cuanto subiera al coche patrulla, pediría refuerzos por la radio. Como mínimo de la Guardia Nacional.
Alguien levantó la voz.
—¡Hemos venido como ejército de Dios, para luchar y morir por el Señor!
«Luchar, luchar, luchar». La multitud repetía esa palabra como un cántico.
Apareció un hombre con una barba larga acabada en dos puntas, y una piedra en la mano.
—¿Ha renacido en el agua de la vida? —vociferó.
Bia, enojado por su tono inquisitorial, contestó:
—Mi religión a usted no le importa. O suelta la piedra o le acuso de agresión.
Puso una mano en la porra.
El hombre se dirigió a la gente.
—No podemos dejar que se vaya. Es poli, y tiene radio. Avisará a los demás. —Levantó la piedra en alto—. ¡Conteste!
Bia desenganchó la porra, la levantó y la descargó con todas sus fuerzas, de un revés, en el brazo del hombre. El antebrazo se partió con un crujido angustioso. La piedra cayó al suelo.
—¡Me ha roto el brazo! —chilló el hombre, cayendo de rodillas.
—¡Dispérsense ahora mismo y no le ocurrirá nada a nadie! —dijo Bia en voz alta.
Retrocedió hacia el parachoques, con la porra en alto. Si conseguía subir al coche, estaría un poco más protegido, y podría pedir ayuda por la radio.
—¡El poli le ha roto el brazo! —bramó un hombre, poniéndose de rodillas.
La multitud avanzó con un rugido. Bia esquivó una piedra, que hizo un ruido sordo al chocar con el parabrisas.
Dio un tirón a la puerta, se agachó para entrar e intentó cerrarla, pero la gente no le dejaba. Cogió la radio y pulsó el botón de transmisión.
—¡Está llamando por radio! —vociferó alguien.
Una docena de manos le echaron hacia atrás, desgarrándole la camisa.
—¡El muy hijo de puta está llamando por radio! ¡Está llamando al enemigo!
Le quitaron el micro y lo arrancaron de la base. Bia intentó aferrarse al volante, pero una multitud de brazos le sacaron del coche con una fuerza irresistible. Tropezó, y cuando quiso levantarse le obligaron a seguir de rodillas dándole patadas.
Se lanzó hacia la pistola y, tras rodar por el suelo, apuntó a la multitud.
—¡Atrás! —gritó.
Recibió una piedra en el pecho que hizo crujir sus costillas. Disparó a bocajarro.
Se elevó un coro de gritos.
—¡Mi marido! —chilló alguien—. ¡Dios mío!
Un bate de béisbol chocó con la pierna de Bia, que disparó dos veces más antes de que el mismo bate le golpease el brazo, haciéndole soltar la pistola.
La gente se le echó encima gritando, entre insultos, patadas y golpes.
Cayó de bruces y buscó a tientas la pistola, pero una bota le aplastó la mano. Gritó y rodó, intentando meterse debajo del coche.
—¡Lapidadle! ¡Asesino! ¡Lapidadle!
Sintió un aluvión de piedras y de palos en los huesos y en los músculos, mientras otras llovían sobre el metal y el cristal del coche. Ahogándose de dolor, logró esconderse a medias debajo del coche, pero le cogieron una pierna y le sacaron a rastras, exponiéndole de nuevo a una vorágine de golpes y patadas. Gritando de dolor y miedo, Bia se encogió en posición fetal para intentar protegerse de aquel ataque violento. El rugido de la multitud empezó a remitir y oyó un zumbido en la cabeza. Seguían llegando golpes, pero ahora los recibía otro, el que había tomado su relevo en aquel viaje, y que se iba cada vez más lejos. El zumbido disminuyó hasta convertirse en un murmullo lejano. Después, la anhelada oscuridad.
Eddy vio que la multitud se arremolinaba como una jauría de perros en el lugar donde poco antes había estado el policía. Vio que intentaba levantarse, antes de desaparecer, arrastrado por la marea de gente armada con piedras.
Se apagaron los cánticos. Bajó la tensión, y la multitud empezó a disolverse. Solo quedó la gorra del policía y el bulto de un uniforme pisoteado.
Únicamente quedó una mujer arrodillada, que lloraba a un hombre ensangrentado que yacía en sus brazos. Eddy tuvo un acceso de pánico. ¿Por qué era todo tan distinto de como se lo había imaginado? ¿Por qué parecía todo tan sórdido?
—Esto es el Armagedón —dijo la voz grave y tranquilizadora de Doke—. En algún momento tenía que empezar.
Tenía razón. Ya no había vuelta atrás. Había empezado la batalla. Dios dirigía su mano, y a Dios no se le podía cuestionar. Se sintió lleno de confianza.
—Pastor… —murmuró Doke—. La gente le necesita.
—Claro, claro. —Eddy dio unos pasos, levantando las manos—. ¡Amigos míos en Cristo! ¡Escuchadme! ¡Amigos míos en Cristo!
Se hizo un silencio inquieto.
—¡Soy el pastor Russell Eddy! —exclamó—. ¡Soy quien ha descubierto al Anticristo!
La multitud, electrizada por la violencia, se acercó en oleadas como el mar a la orilla.
Eddy cogió la mano de Doke y la levantó.
—Los reyes de la tierra, los políticos, los laicistas liberales y los humanistas de este mundo corrupto se ocultarán en las cuevas y en las peñas de los montes. Y dirán a los montes y a las peñas: «Caed sobre nosotros y ocultadnos de la vista del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero. Porque ha llegado el Gran Día de su cólera y ¿quién podrá resistir?».
Un gran rugido llenó la noche. La multitud avanzó, henchida.
Eddy se volvió y señaló con el dedo.
—A cinco kilómetros hay una valla —tronó—, y detrás de la valla, un precipicio. Bajando por el precipicio está el Isabella. Y dentro del Isabella está el Anticristo. Se hace llamar Gregory North Hazelius.
El eco de los gritos se fundió con algunos disparos al aire.
—¡Id! —los arengó Eddy, agitando la mano con la que señalaba—. ¡Id como un solo pueblo guiado por la espada de fuego de Sión! ¡Id a buscar al Anticristo! ¡Destruidle a él y a la Bestia! ¡Ha empezado la batalla del gran Dios Todopoderoso! «El sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo».
Retrocedió. El remolino humano cambió de dirección; onduló hacia el este por la mesa iluminada por la luna y salpicándola de linternas y antorchas que subían y bajaban en la oscuridad como mil ojos relucientes.
—Muy bien —dijo Doke—. Realmente les ha exaltado.
Eddy se dispuso a seguirles, sin soltar el poderoso brazo de Doke. Al mirar por encima del hombro, vio a Bia en el polvo, como un trapo arrugado, y a la mujer, que, llorando, mecía a su marido muerto.
Eran las primeras bajas del Armagedón.