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Desde una colina, junto a Doke, Eddy miraba cómo los vehículos se dirigían hacia la explanada. Hacía una hora que llegaban a centenares por la Dugway: primero motos de cross, quads y jeeps, y después camionetas, motos normales, vehículos cuatro por cuatro y turismos. Todos hablaban de obstáculos e impedimentos. Había bloqueos policiales en la I-40, en la ruta 89 por Grey Mountain y en la ruta 160 a la altura de Cow Springs, lo cual no había impedido a los fieles dar un rodeo por el laberinto de pistas de tierra que recorría la reserva.

Los vehículos estaban aparcando sin orden ni concierto justo pasado el final de la Dugway, aunque Eddy se dijo que no importaba cómo aparcasen. Nadie volvería a su casa; o quizá sí, pero de otro modo: a través del Arrobamiento.

En algunos momentos parecía imperar la anarquía: gritos, llantos de bebé, gente borracha, y hasta drogada; pero los que habían llegado primero salían a recibirles y les organizaban mediante oraciones, versículos bíblicos y la Palabra de Dios. Al pie de la colina, en la explanada, se agolpaban como mínimo mil fieles en espera de instrucciones. Muchos llevaban Biblias y cruces; algunos pistolas, y otros, cualquier arma que habían encontrado, desde sartenes y cuchillos de cocina hasta mazos, hachas, machetes y podaderas. Había niños con tirachinas, pistolas de aire comprimido y bates de béisbol; también con walkie talkies, que Eddy confiscó para distribuirlos al pequeño grupo de sus lugartenientes, seleccionados por él personalmente. Se guardó uno para él.

Le sorprendió la abundancia de niños, y hasta de madres dando el pecho. ¿Niños en Armagedón? Pero sí; puestos a pensar en ello, tenía sentido. Era el Final de los Tiempos. Todos alcanzarían a la vez el paraíso.

—Eh —le dijo Doke, con un codazo—, un coche de la poli.

Siguió la dirección de su mirada. En la hilera de vehículos que subía despacio por la Dugway avanzaba solitario un coche patrulla con las luces giratorias encendidas.

Se volvió hacia su nueva grey, la fluctuante multitud cuyos murmullos sonaban como lluvia. Vio parpadeos de linternas y oyó ruidos metálicos de cargadores y de balas. Un hombre juntaba ramas secas de pino para hacer antorchas y dárselas a los demás. La disciplina era extraordinaria.

—Estoy pensando qué podría decirles —contestó.

—Con la poli hay que tener cuidado —dijo Doke.

—Me refiero a mi sermón. Al ejército del Señor, antes de ponernos en marcha —dijo Eddy.

—Ya, pero ¿y el poli? —dijo Doke—. Solo se acerca un coche, pero tiene radio, y podría dar problemas.

Al mirar las luces del coche patrulla, Eddy vio con sorpresa que más de uno se apartaba para dejarlo pasar. Las viejas costumbres de obediencia al gobierno y a la autoridad no desaparecerían fácilmente. De eso hablaría: de que a partir de ese momento solo debían obediencia a Dios.

—Está subiendo por la Dugway —dijo Doke.

Poco después llegó a lo alto de la mesa el ruido de la sirena, que fue ganando fuerza. La muchedumbre, cada vez más apretada, esperaba alguna indicación. Muchos rezaban, elevando sus peticiones en el aire de la noche. Había grupos con las manos en alto y las cabezas inclinadas. Al oír sus himnos, Eddy pensó en cómo debió de desarrollarse la escena del Sermón de la Montaña. ¡Pues claro! ¡Sería el punto de partida. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios». No, no era un buen versículo para empezar. Algo más enérgico: «Ay de la tierra y del mar! Porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo». El Anticristo: en eso tenía que centrarse, en el Anticristo; solo unas pocas palabras antes de ponerse en cabeza de su ejército.

El coche patrulla llegó a lo alto de la mesa mezclado con los demás coches. Se acercó por el tramo asfaltado y aparcó en un lateral, a unos cientos de metros. Eddy vio el emblema de la policía tribal de la nación navajo en la puerta. El faro del techo dio todavía un par de vueltas. Después se abrió la puerta y salió un indio alto, un policía navajo. A pesar de la distancia, Eddy reconoció a Bia.

El policía se vio inmediatamente rodeado de gente. A juzgar por lo que oía Eddy, parecía una discusión.

—¿Qué hacemos, pastor Russ? —preguntaban algunos de ellos.

—Esperar —contestó él con voz grave y firme, tan distinta de su tono habitual que le costó reconocerla—. Dios nos mostrará el camino.