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La palabra «asalto» quedó flotando en el aire. Todos se acercaron para ver la pantalla principal de seguridad. Recogía en tiempo real la imagen de una cámara montada en lo alto del ascensor, que ofrecía un panorama a vista de pájaro de lo que sucedía. Ford vio que justo encima del Isabella, al borde del precipicio, un grupo de hombres vestidos de negro preparaban cuerdas y amontonaban instrumental y armas. Estaba claro que se disponían a bajar haciendo rappel. Kate se acercó y volvió a cogerle la mano. La de ella estaba húmeda de sudor, y temblaba.

George Innes rompió el silencio estremecedor.

—¿Asalto? Pero ¿por qué?

—No han podido ponerse en contacto con nosotros —dijo Wardlaw—, por eso reaccionan así.

—¡Pues es una reacción exagerada y absurda!

Wardlaw se volvió hacia Dolby.

—Ken, necesitamos recuperar ahora mismo las comunicaciones y decirles que no sigan adelante.

—Para eso tendría que desconectar el Isabella. Sabes perfectamente que tiene un cortafuegos que lo aísla totalmente del exterior. El programa no nos dejará activar el sistema de comunicaciones hasta que esté desconectado. Es así de sencillo.

—Pues reinicia el ordenador principal y transfiere el control de los servidores.

—Para iniciarlo y reconfigurarlo haría falta como mínimo una hora.

Wardlaw profirió una palabrota.

—Entonces, subiré a explicarles personalmente la situación.

—De eso nada —se negó en redondo Hazelius.

Wardlaw se le quedó mirando.

—No te entiendo.

Hazelius señaló sin decir nada la pantalla que había encima del puesto de Wardlaw. Había aparecido un nuevo mensaje.

«Tenemos muy poco tiempo. Lo siguiente que debo deciros es de la máxima importancia».

Wardlaw miró a Hazelius con cara de pánico, mientras echaba ojeadas a las pantallas de seguridad.

—No podemos impedir que entren. Tengo que abrir la puerta de seguridad.

—Tony —dijo Hazelius con voz grave, apremiante—, piensa un poco en lo que está pasando. Si abres la puerta, se acabará esta conversación con… Dios, o lo que sea.

La nuez de Wardlaw se movió al tragar saliva.

—¿Dios?

—Exacto, Tony: Dios. Es una posibilidad muy real. Hemos establecido contacto con Dios, pero es un Dios mucho más grande y más inconcebible que el que haya jamás soñado la humanidad.

Nadie decía nada.

Hazelius siguió hablando:

—Tony, podemos ganar un poco de tiempo sin que nos perjudique. Les diremos que no funcionaba la puerta, que estaban apagados los sistemas de seguridad y que ha fallado el ordenador. Algo nos inventaremos. Podemos dejar la puerta cerrada sin que nos acusen necesariamente de nada grave.

—Deben de llevar consigo un equipo de demolición. Echarán la puerta abajo —dijo Wardlaw con voz aguda y tensa.

—Pues que lo hagan —dijo Hazelius. Le puso una mano en el hombro y lo sacudió afectuosamente, como si quisiera despertarle—. Tony, Tony… Es posible que estemos hablando con Dios. ¿No lo entiendes?

—Sí, lo entiendo —contestó Wardlaw al cabo de un rato.

Hazelius miró a su alrededor.

—¿Todos de acuerdo? —Detuvo la mirada en Ford, probablemente porque veía escepticismo en sus ojos—. ¿Wyman?

—Me asombra —dijo Ford— que creas en la posibilidad de que estemos hablando con Dios.

—Si no es Dios, ¿quién puede ser? —preguntó Hazelius.

Ford miró a los demás, pensando si alguno de ellos se daba cuenta de que esta vez Hazelius empezaba a delirar.

—Pues lo que siempre habías dicho, un engaño, un sabotaje.

De repente, Melissa Corcoran habló:

—Si todavía lo piensas, Wyman, te compadezco.

Ford se volvió, sorprendido, y encontró una expresión que le dejó atónito. Ya no era la joven insegura de hacía un rato, la que buscaba constantemente afecto. Ahora se la veía radiantemente serena, con un brillo de seguridad en los ojos.

—¿Tú crees que es Dios? —preguntó Ford con incredulidad.

—No sé por qué te sorprende tanto —dijo ella—. ¿Tú no crees en Dios?

—¡Sí, pero no en este Dios!

—¿Cómo lo sabes?

Ford titubeó.

—¡Por favor! Dios nunca se pondría en contacto con nosotros de manera tan estrambótica.

—¿Te parece menos estrambótico que deje embarazada a una virgen y que luego el hijo de esta virgen lleve su mensaje a la Tierra?

Ford no daba crédito a lo que oía.

—Te digo que no es Dios.

Corcoran sacudió la cabeza.

—¿No te das cuenta de lo que está pasando, Wyman? ¿No lo entiendes? Hemos hecho el mayor descubrimiento científico de la historia: hemos descubierto a Dios.

Ford observó al grupo, hasta que su mirada se detuvo en Kate, a quien tenía al lado. Fue una mirada larga, y para Ford representó una sorpresa enorme, jamás lo hubiera imaginado: los ojos de Kate estaban llorosos de emoción. Kate le apretó la mano, la soltó y sonrió.

—Lo siento, Wyman; ya sabes que Melissa y yo no siempre hemos congeniado, pero ahora… —Estrechó la de Corcoran—. La verdad es que estoy de acuerdo con ella.

Ford contempló a las dos adversarias, súbitamente unidas.

—¿Cómo es posible que un ser humano racional piense que esta… cosa —señaló la pantalla— es Dios?

—A mí lo que me sorprende —dijo Kate serenamente— es que no lo veas tú. Repasa las pruebas. El agujero en el espacio-tiempo es auténtico. He hecho los cálculos y se trata de un agujero o de un tubo de flujo a un universo paralelo, un universo que existe justo al lado del nuestro, increíblemente cerca, hasta el punto de que casi se tocan; los dos universos son como dos hojas de papel arrugadas al mismo tiempo. Lo único que hemos hecho es agujerear nuestra hoja para dejar a la vista una parte minúscula de la otra. Y en ese universo paralelo es donde… vive Dios.

—No puedes decirlo en serio, Kate.

—Wyman, limítate a escuchar las palabras sin pensar en nada más. Solo las palabras. Es la primera vez en mi vida que oigo exponer la verdad pura y dura. Son como campanadas después de años de silencio. Lo que dice este… lo que dice Dios es de una verdad tan creíble…

Ford miró por la sala circular hasta pararse en Edelstein. Edelstein, el último escéptico. Los ojos oscuros y triunfantes del matemático sostuvieron su mirada.

—Ayúdame, Alan.

—Yo nunca he buscado a Dios —dijo Edelstein—. Soy ateo de toda la vida, y a mucha honra. No necesito a Dios, ni antes, ni ahora, ni nunca.

—Por fin, alguien que está de acuerdo conmigo —dijo Ford, aliviado.

Edelstein sonrió.

—Por eso mi conversión es aún más reveladora.

—¿Tu conversión?

—Exacto.

—¿Tú… te lo crees?

—Por supuesto. Soy matemático. La lógica es mi vida, y por lógica, esto que nos habla es algún poder superior. Da igual cómo lo llames: Dios, el primum mobile, el Gran Espíritu…

—Yo lo llamo engaño.

—¿Qué pruebas tienes? Ningún programador ha logrado escribir un código que superara la prueba de Turing. Tampoco se ha construido ningún ordenador, ni siquiera el cerebro-superordenador del Isabella, capaz de mostrar inteligencia artificial auténtica. No tiene explicación que supiera los números pensados por Kate, o los nombres de Gregory; pero lo más importante es que yo, al igual que Kate, reconozco la profunda verdad que expone. Si no es Dios, es una entidad inteligentísima de este universo o de otro, y por lo tanto, preternatural. Sí, yo me lo creo. Se impone la explicación más simple. La navaja de Occam.

—Además —dijo Chen—, el output salía directamente de CCero. ¿Cómo lo explicas?

Ford miró a los demás, desde el hermoso rostro de ébano de Dolby, por el que caían lágrimas, hasta el delirio y los temblores que parecían estar apoderándose del cuerpo de Julie Thibodeaux. «Increíble —pensó—. ¡Qué espectáculo! Todos se lo creen». La cara siempre inerte de Michael Cecchini estaba viva y radiante por primera vez… Rae Chen… Harlan St. Vincent… George Innes… Todos. Hasta Wardlaw, que en plena crisis de seguridad, en vez de prestar atención a las cámaras, miraba a Hazelius con una adoración servil y aduladora.

Estaba claro que durante todo aquel tiempo se le había pasado por alto una dinámica oscura y alarmante que funcionaba dentro del grupo. Incluso en Kate. Particularmente en Kate.

—Wyman, Wyman —dijo Hazelius—, tú estás exteriorizando emociones, y nosotros estamos pensando. Es lo que mejor se nos da.

Ford retrocedió un paso.

—Esto no tiene nada que ver con Dios. Solo es un hacker que os dice lo que queréis oír. Y vosotros os lo estáis creyendo.

—Nos lo estamos creyendo porque es la verdad —le rectificó Hazelius—. Me lo dice el intelecto, y me lo dice el cuerpo. Míranos: yo, Alan, Kate, Rae, Ken… Todos. ¿Piensas que nos equivocamos todos a la vez? Llevamos en la sangre el escepticismo científico. Nos impregna. Nadie puede acusarnos de credulidad. ¿Qué te hace a ti más clarividente?

Ford no tenía respuesta.

—Estamos perdiendo un tiempo muy valioso —dijo Hazelius. Se volvió tranquilamente hacia la pantalla y dijo—: Sigue, por favor. Gozas de toda nuestra atención.

¿Tendrían razón? ¿Era posible que fuera Dios? Ford miró el siguiente mensaje de la pantalla teniendo un mal presentimiento.