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Eran las dos de la madrugada, y el reverendo Don T. Spates estaba sentado en su despacho, detrás de la Catedral de Plata. Ya hacía varias horas que había llamado por teléfono a casa de Charles y de su secretaria, para que fueran a ayudarle con los teléfonos y los e-mails. Tenía un fajo de estos últimos delante, los que había seleccionado Charles antes de que se colgase el servidor de correo. Al lado había otro fajo, en este caso de mensajes telefónicos. En el antedespacho no dejaba de sonar el teléfono.

Spates intentaba digerir los hechos trascendentales que se estaban produciendo.

Llamaron suavemente a la puerta. Entró su secretaria con café recién hecho, y lo dejó sobre la mesa al lado de un plato de porcelana con una galleta de nueces de macadamia.

—La galleta no la quiero.

—Sí, reverendo.

—Y no te pongas más al teléfono. Déjalo descolgado.

—Sí, reverendo.

El plato y la galleta se fueron con la secretaria. Spates la vio salir, irritado. No tenía el pelo tan bien cardado como de costumbre, ni tan brillante; llevaba el vestido arrugado, y sin maquillaje se notaba enseguida su absoluta falta de gracia. Seguro que la había sacado de la cama, pero de todos modos podía haberse esforzado un poco más.

Cuando se cerró la puerta, Spates sacó una botella de vodka de un cajón cerrado con llave y echó un chorro en el café. Después se volvió otra vez hacia el ordenador. También se le había colgado la página web, por exceso de visitas. Ahora parecía que toda la red se colapsaba. Navegó despacio y con dificultad por las webs cristianas que solía consultar. Algunas de las grandes, como raptureready.com, también se habían colgado. Otras iban tan lentas como una tortuga. El revuelo armado por la carta de Eddy era asombroso. Los pocos chats cristianos que todavía funcionaban estaban abarrotados de gente histérica. Muchos declaraban su intención de acudir en respuesta al llamamiento.

Spates sudaba profusamente, a pesar de la temperatura fresca del despacho, y le picaba el alzacuellos. La carta de Eddy, leída y releída hasta veinte veces, le había asustado. No solo incitaba a un ataque violento contra instalaciones del gobierno, sino que en ella aparecía el nombre de Spates. Estaba seguro de que le echarían la culpa. Aunque, por otro lado, se dijo que aquella gigantesca exhibición de poder cristiano, de indignación cristiana, podía ser para bien. Ya hacía demasiado tiempo que se discriminaba a los cristianos; no se les escuchaba, se les marginaba y se burlaban de ellos. Independientemente de su acierto, aquella protesta sería una advertencia para todo el país. Finalmente los políticos y el gobierno se darían cuenta del poder de la mayoría cristiana; y quien había puesto en marcha aquella revolución era él, Spates. Robertson, Falwell, Swaggart… Tantos años predicando, tanto dinero y poder, pero ninguno de ellos había conseguido nada parecido.

Navegó por internet buscando información, pero solo encontraba rencor, indignación e histeria. Y cientos de copias del texto.

De repente, mientras leía por enésima vez la carta, tuvo un pensamiento inquietante.

¿Y si Eddy tenía razón?

Se quedó helado. No estaba preparado para renunciar a aquella vida. No soportaba pensar que su dinero, su poder, su catedral y sus programas de televisión peligraran y llegaran a un final prematuro cuando todo aquello no había hecho más que empezar.

Justo después se le ocurrió algo todavía más preocupante: ¿cómo sería juzgado en el día glorioso del Señor? ¿Estaba realmente en paz con Dios? Todos sus pecados volvieron a su mente para acosarle: mentiras, juergas, mujeres, los regalos ostentosos que les había comprado con las contribuciones de los fieles… Lo más horrible fue recordar que más de una vez se había sorprendido deseando a un chico que pasaba por la calle. Todos aquellos pecados, los grandes y los pequeños, cercaban su pensamiento y pedían a gritos ser revisados y reexaminados.

Se sintió abrumado por el miedo, el sentimiento de culpa y la desesperación. Dios lo veía todo, todo. «Por favor, Señor, te lo ruego, perdona a este indigno servidor», rezó varias veces hasta que, con un decidido esfuerzo mental, relegó sus pecados a un oscuro rincón de su mente. Dios ya le había perdonado. ¿De qué se preocupaba?

Además, no podía haber llegado el Segundo Advenimiento. ¿En qué tonterías estaba pensando? Eddy era un chiflado. Por supuesto que sí. Spates lo había sabido desde el momento en el que oyó su voz aguda por teléfono. Cualquier persona dispuesta a vivir en medio del desierto con los indios, a doscientos kilómetros de cualquier restaurante decente, tenía que estar loca.

Cuando volvió a leer su carta, en busca de indicios de locura, le acometió otra oleada de terror. Era una carta razonable y persuasiva, no los desatinos de un loco. Y lo más inquietante era que tanto «ARIZONA» como «ISABELLA» sumasen 666.

¡Qué manera de sudar, por Dios!

Abrió las puertas de cristal de la biblioteca de cerezo para sacar un grueso libro y consultar las tablas de gematría. Repasó las letras hebreas y anotó los números en un papel. En el proceso, vio que Eddy se había equivocado con algunas letras, y que otras las había numerado mal.

Aplicó los números correctos y los sumó, con mano temblorosa. Ninguna de las dos palabras sumaba 666.

Se echó hacia atrás con un gran suspiro de alivio. Era todo una farsa, tal como sospechaba. Tuvo la sensación de que había bajado un ángel para salvarlo del lago de fuego. Sacó un pañuelo de tela del bolsillo y se secó el sudor de los ojos y la frente.

De nuevo sintió temor. Tal vez Dios le había perdonado, pero ¿y los medios de comunicación? ¿Y el gobierno? Podían acusarle de incitación a la violencia, o de algo peor. Más le valía sacar de la cama a su abogado mientras aún tenía tiempo. Alguna manera tenía que haber de echarle la culpa a Crawley, que a fin de cuentas era el instigador…

Se estiró el alzacuellos, intentando airear un poco el cuello sudoroso. Había sido un error recurrir al lunático pastor Eddy. A ese hombre le faltaba un tornillo. ¡Qué estúpido había sido! ¡Pero qué estúpido!

Pulsó el botón del interfono.

—Charles, te necesito.

No apareció, y eso que siempre era rápido.

—¡Charles, te necesito!

Sin embargo, quien abrió la puerta fue su secretaria. Nunca la había visto con tan mala cara.

—Charles se ha ido —dijo inexpresivamente.

—Que yo sepa no le he dado permiso.

—Se ha ido al Isabella.

Spates se la quedó mirando desde el sillón. Le parecía increíble. ¿Charles?

—Ha salido hace unos diez minutos diciendo que le había llamado Dios.

—¡Por los clavos de Cristo! —Spates dio un puñetazo en la mesa. Después se dio cuenta de que su secretaria llevaba puestos el sombrero y el bolso—. ¡No me digas que tú también te vas con ese pedazo de incauto!

—No —dijo ella—, yo me voy a mi casa.

—Lo siento, pero no va a poder ser. Te necesito el resto de la noche. Llama a mi abogado, Ralph Dobson, y dile que venga enseguida. Tengo un problema, por si no te habías dado cuenta.

—No.

—¿No? ¿No, qué? ¿Cómo tengo que interpretarlo?

—Como que ya no quiero trabajar para usted, señor Spates.

—Pero ¿qué dices?

La secretaria cogió el bolso con las dos manos y se lo puso delante, como si quisiera protegerse.

—Porque es un hombre despreciable.

Se volvió y se fue, muy tiesa.

Spates oyó cómo se cerraba cuidadosamente una puerta. Después, silencio.

Se quedó sentado detrás de su escritorio, solo, sudoroso… y muy, pero que muy asustado.