Russ Eddy se agachó detrás de un enebro para espiar la zona vallada de seguridad. Los hombres de negro habían echado abajo la cerca. Ahora estaban instalando focos y descargando material de un par de Humvees. Tuvo la certeza de que les habían enviado para proteger el proyecto Isabella, a consecuencia de su carta. De no ser así era demasiada casualidad. Fuerzas paramilitares del Nuevo Orden Mundial llegando en helicópteros negros, tal como había predicho Mark Koernke.
Supo que su carta había llegado a manos de los que mandaban.
Tomó nota escrupulosamente de la cantidad de hombres, el tipo de armas y el material, y lo apuntó en el cuaderno.
Los soldados acabaron de montar una hilera de focos portátiles, que iluminaron la zona con una luz blanca muy intensa. Eddy retrocedió en la oscuridad y se retiró a la carretera. Ya había visto suficiente. Pronto empezaría a llegar el ejército de Dios, y debía organizarlo.
El plan fue tomando forma mientras volvía caminando al borde de la mesa, al lugar donde llegaba la Dugway. En primer lugar necesitarían una zona de estacionamiento y de reunión que estuviera lo bastante lejos del Isabella, para no ser vistos. Tenían que reunirse, después organizarse y después atacar. De hecho, justo al final de la Dugway, a unos cinco kilómetros del Isabella, había una gran explanada de roca desnuda que se prestaba perfectamente a ello.
Echó un vistazo a su reloj: las doce menos cuarto. Había mandado el e-mail hacía dos horas. De un momento a otro empezaría a llegar gente. Empezó a correr por el centro de la carretera para interceptar el tráfico que apareciese.
A unos ochocientos metros por la Dugway oyó el petardeo de una moto. Apareció una sola luz que se acercaba deprisa por la mesa y que empezó a frenar en el mismo momento en que iluminaba a Eddy. Era una moto de cross conducida por un hombre musculoso, con coleta rubia y una chaqueta vaquera sin abrochar, con las mangas cortadas, sin camisa. Tenía un rostro de facciones fuertes, digno de un galán de cine, y físicamente era un adonis. Llevaba al cuello una cadena de metal, de la que colgaba una cruz de hierro macizo que asomaba entre el vello del pecho.
Frenó estirando las piernas, con sus botas de cuero. Después equilibró la moto y sonrió enseñando los dientes.
—¿El pastor Eddy?
Eddy se acercó, con el corazón latiendo muy deprisa.
—Saludos en nombre de Jesucristo.
El motorista puso el caballete de la moto, bajó (era enorme) y fue hacia Eddy con los brazos muy abiertos. Le envolvió en un abrazo en el que se mezclaban el polvo y un olor corporal asfixiante; luego retrocedió y le cogió cariñosamente por los hombros.
—Randy Doke. —Le dio otro abrazo—. ¿Soy el primero? ¿En serio?
—Sí.
—Me parece mentira haber llegado. Nada más leer tu carta he montado en la Kawasaki y he salido de Holbrook; a campo traviesa, por el desierto, cortando vallas y yendo a toda mecha. Habría llegado antes, pero me he caído cerca de Second Mesa. Me parece mentira estar aquí. ¡De verdad que no puedo creerlo!
Eddy sintió un arrebato de fe y una inyección de energía.
El motorista miró a su alrededor.
—Bueno, ¿y ahora qué?
—Vamos a rezar. —Eddy le juntó las manos callosas. Inclinaron sus cabezas—. Dios Todopoderoso, por favor, rodéanos con tus ángeles, unidas las puntas de sus alas y desenvainadas las espadas para protegernos, y que así nos guíen a nosotros, tus servidores, hacia la victoria contra el Anticristo. En nombre de nuestro Señor Jesucristo, amén.
—Amén, hermano.
Tenía una voz grave y retumbante, y su efecto sobre Eddy fue de calma y magnetismo. Era un hombre con las ideas claras.
Doke volvió a la moto, sacó un rifle de una funda de cuero colgada en el asiento y se lo puso en la espalda. Después sacó una bandolera llena de munición y se la colgó en el otro hombro, con lo que adquirió el aspecto de un guerrillero. Dirigió a Eddy un saludo militar, sonriendo de oreja a oreja.
—¡Se presenta el hermano Randy para servir en el ejército de Dios!
Se estaban acercando unos faros, lentos, vacilantes. Al cabo de un rato llegó un jeep lleno de polvo y con la capota bajada; salieron de él un hombre y una mujer, treintañeros ambos. Eddy abrió los brazos y les rodeó con ellos, primero al hombre y luego a la mujer. Los dos empezaron a llorar, dejando surcos en el polvo de sus caras.
—Saludos en Cristo.
Él llevaba un traje de ejecutivo, sucio de polvo, y una Biblia; también un gran cuchillo de cocina en el cinturón. Ella se había sujetado a la blusa trocitos de papel que se movían a cada paso. Eddy vio que eran versículos bíblicos y consignas: «Confianza y obediencia». «Id por todo el mundo», «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»…
—Los tenía pegados en la puerta de la nevera —dijo.
Metió la mano en el jeep y sacó un bate de béisbol.
—Hemos rezado sin cesar, pero no hemos llegado a una conclusión —dijo el hombre—. ¿Dios quiere que luchemos con su Palabra o que usemos armas de verdad?
Se quedaron delante de Eddy, esperando órdenes.
—No os engañéis —dijo Eddy—. Va a ser una batalla, una batalla de verdad.
—Pues me alegro de haber traído esto.
—Va a llegar mucha gente por esta carretera —añadió Eddy—, probablemente miles. Necesitamos un espacio para juntarlos a todos y prepararnos. Será en aquella explanada de la derecha. —Señaló la gran superficie de roca y arena, que la luna asomada al borde de la mesa alumbraba con un resplandor blanquecino—. Randy, si Dios te ha traído el primero es por algo. Serás mi brazo derecho, mi general. Tú y yo les reuniremos a todos allí, y planearemos nuestro… nuestro asalto.
Ahora que había llegado el momento de la verdad, le costaba pronunciar la palabra.
Randy asintió vigorosamente sin decir nada. Eddy vio que también se le habían humedecido los ojos, y se sintió profundamente conmovido.
—Vosotros dos tendréis que bloquear la carretera con el jeep, para que nadie siga hasta el Isabella. Necesitamos el factor sorpresa. Haced que todos salgan de la carretera, y que aparquen en aquella explanada. Randy y yo estaremos en aquella colina de allá, esperando. No iremos al Isabella hasta que seamos lo bastante fuertes.
Aparecieron más faros por la Dugway.
—El Isabella queda a unos cinco kilómetros por esa carretera. Conviene no hacer ruido hasta que sea el momento de ponernos en marcha. Aseguraos de que nadie se anticipe. No queremos que el Anticristo sepa que vamos hasta que seamos muchos.
—Amén —dijeron todos.
Eddy sonrió. Amén.