Booker Crawley se llevó la taza de café a su estudio y se sentó delante del televisor. Cogió el mando a distancia e hizo zapping por los canales de noticias. Nada. No se observaba ninguna reacción a las descabelladas acusaciones formuladas por Spates en su programa. Aun así, no podía evitar tener la sensación de que iba a ocurrir algo. Miró el reloj. Era la una y media, las once y media en Arizona. ¿O las diez y media?
Respiró y bebió un poco de café amargo. Se estaba poniendo nervioso injustificadamente. De momento todo se ajustaba a sus planes. Seguro que el programa de Spates había asustado al consejo tribal navajo, aunque en sí fuera una barbaridad.
Fue un alivio pensarlo.
Claro que… No estaría de más ponerse en contacto con Spates, para saber de dónde había sacado ese disparate de que el Isabella pretendía ser Dios.
Primero marcó el número de la oficina de Spates, por si se daba la casualidad de que aún estuviera trabajando, y se llevó la sorpresa de que comunicaba. No saltó el contestador de voz. Comunicaba, simplemente. Esperó varios minutos y marcó un par de veces, pero no obtuvo respuesta.
Quizá había algún problema con la línea.
Después llamó al móvil, y saltó el buzón de voz. «Este es el buzón de voz del reverendo Don T. Spates —decía una voz femenina muy agradable—. En este momento el buzón de voz está lleno. Inténtelo más tarde, por favor».
Marcó el número de la casa del reverendo, y también comunicaba.
¡Dios santo, qué bochorno hacía en el estudio! Fue a la ventana, quitó el cierre y abrió un poco; entró una ráfaga de aire nocturno, fresco y delicioso, que levantó los visillos. Respiró hondo un par de veces y de nuevo se dijo que no había motivo para inquietarse. Entre sorbo y sorbo de café, miró hacia la calle oscura reflexionando sobre la causa de su alarma. ¿Solo por un teléfono que comunicaba?
Seguro que el reverendo tenía una página web. Quizá había colgado alguna información.
Se sentó al escritorio, encendió el portátil y buscó en Google: «Dios en Máxima Audiencia».
En efecto: el primer resultado era la web oficial del telepredicador. Clicó en el enlace y esperó.
Después de un exasperante minuto, apareció un mensaje de error.
ANCHO DE BANDA SUPERADO
En este momento el servidor no puede acceder a la dirección solicitada debido a que su propietario ha excedido el límite de ancho de banda. Por favor, inténtelo más tarde.
Servidor Apache/1.3.37 en www.godsprimetime.com Puerto 80.
Se puso aún más nervioso. Teléfonos que comunicaban, un servidor que no funcionaba… ¿Y si a la web de Spates se le había denegado el servicio? Quizá había alguna información en otras webs cristianas.
Buscó en Google: «Isabella Dios Spates».
Aparecieron varias webs cristianas que no conocía de nada, con nombres como jesus-is-savior.com, raptureready.com, antichrist.com… Clicó al azar en un enlace y se abrió enseguida un documento.
Amigos míos en Cristo:
Esta noche muchos habréis visto el programa América: mesa redonda, presentado por el reverendo Don T. Spates…
Leyó la carta. Luego la releyó con un pequeño escalofrío. De modo que la fuente de Spates era esa, un pastor chalado de las tierras navajo. Según la nota final, el pastor loco había mandado la carta hacía pocas horas, y a juzgar por la lista de resultados la habían colgado en varias webs.
¿Cuántas? Había una manera de saberlo. Buscó en Google la primera frase de la carta, entrecomillándola para que solo aparecieran webs con el texto exacto. Décimas de segundo después apareció la lista de resultados. El encabezado estándar indicaba el número:
Resultados 1-10 de aproximadamente 56 500 de «Esta noche muchos habréis visto el programa América: mesa redonda, presentado por el reverendo Don T. Spates.»
Se quedó un buen rato sentado en el silencio de su estudio de Georgetown. ¿Podía ser cierto que la carta ya estuviera colgada en más de cincuenta mil webs? Inconcebible. Respiró para tranquilizarse. Si llegaba a conocerse su implicación en el ataque de Spates al proyecto Isabella, acabaría peor que su antiguo colega Jack Abramoff. El problema era que en realidad apenas sabía nada de Spates y de su órbita evangélica. Se sentía como quien tira una piedra a un rincón oscuro únicamente para divertirse, y de repente oye el silbido de decenas de serpientes de cascabel. Se levantó otra vez para ir a la ventana. Fuera, Georgetown dormía. No había nadie en la calle. El mundo estaba en paz.
Al levantarse oyó un tintineo en el ordenador, avisando de que había recibido un e-mail. Fue a ver de qué se trataba. Se abrió una ventanita con el asunto:
Lo abrió, empezó a leerlo y se quedó estupefacto al descubrir la misma carta que acababa de leer, punto por punto. ¿Conocía alguien sus contactos con Spates? ¿Sería una amenaza velada? ¿Se lo había enviado el propio Spates? Sin embargo, al consultar el enorme encabezamiento del e-mail, con decenas de direcciones de correo electrónico, comprendió que no le habían seleccionado. Tampoco reconoció la dirección del remitente. Era un e-mail indiscriminado, marketing vírico, podía decirse. Marketing vírico del Armagedón. Y había llegado por casualidad a su buzón.
Mientras releía la carta con incredulidad, intentando calcular las probabilidades de recibir aquel mensaje concreto en aquel momento concreto, volvió a oír un aviso del servidor de correo, y apareció otro e-mail. Tenía el mismo asunto… o casi.
Booker Crawley se aferró a los brazos del sillón y se levantó, aturdido. Mientras cruzaba el estudio con paso vacilante, el ordenador sonó varias veces seguidas para avisar de la recepción de más e-mails. Entró en el baño del estudio, se cogió con una mano al borde del lavabo, se aguantó la corbata con la otra y vomitó.