El jeep volvió a la carretera dando tumbos. Ford se aferró a la manilla del techo y procuró aparentar tranquilidad, mientras Hazelius aceleraba hacia el aeródromo, pasaba de largo y enfilaba la recta a ciento treinta por hora.
—¿Ves algún policía? —preguntó el físico, con una sonrisa burlona.
A algo menos de dos kilómetros, la carretera estaba cortada por dos puertas metálicas rodeadas por una doble cerca de tela metálica, con alambradas encima. Hazelius frenó en el último momento, haciendo chirriar los neumáticos.
—Aquí empieza la zona de seguridad —dijo.
Marcó un código en un teclado fijado a un poste; luego se disparó una sirena y se abrió la puerta. Hazelius entró y aparcó el jeep junto a una hilera de coches.
—El ascensor —dijo, señalando con la cabeza una torre pegada al precipicio, erizada de antenas y parabólicas.
Se acercaron. Hazelius deslizó una tarjeta por una ranura, al lado de una puerta de metal. Después aplicó la mano a un lector. Al cabo de un momento se oyó una voz ronca de mujer:
«Buenas tardes, cielo. ¿Quién es el guapetón que te acompaña?».
—Wyman Ford.
«Desnúdate un poquito, Wyman». Hazelius sonrió.
—Quiere decir que pongas la palma sobre el lector.
Ford pegó la mano al cristal caliente, y una franja de luz la recorrió.
«Espera, debo consultarlo con el jefe».
Hazelius se rio entre dientes.
—¿Te gusta nuestra interfaz de seguridad?
—Es distinta.
—Es el Isabella. La mayoría de las voces de ordenador son del tipo HAL, demasiado monótonas para mi gusto. —Imitó una voz de locutor—: «La lista de opciones ha sido modificada. Escuche atentamente, por favor». En cambio el Isabella tiene una voz real. Se la programó nuestro ingeniero, Ken Dolby, y creo que pidió una muestra de voz a una rapera.
—¿Quién es la auténtica Isabella?
—No lo sé. Sobre eso Ken es bastante misterioso.
De nuevo se oyó la voz seductora.
«Dice que vale. Ya estáis en el sistema, o sea, que a ver si no os metéis en ningún lío».
Cuando se deslizaron las dos puertas metálicas, apareció una caja de ascensor que bajaba por el lado de la montaña. Una ventanilla permitía ver el paisaje durante el descenso. Cuando el ascensor paró, el Isabella les aconsejó que tuvieran cuidado con dónde pisaban.
Estaban en una gran plataforma exterior cortada en el precipicio, frente a la gigantesca puerta de titanio que Ford había visto desde la avioneta. Parecía tener seis o siete metros de ancho, y como mínimo doce de alto.
—La zona de carga y descarga. Tampoco hay mala vista, ¿no crees?
—Aquí deberían hacer pisos.
—Era la entrada de la gran mina de carbón Wepo. Solo de esta veta sacaron cuarenta y cinco millones de toneladas cortas, por lo que quedaron unas cuevas enormes. Para nosotros es ideal. Era imprescindible situar el Isabella muy por debajo del suelo, para proteger a la gente de la radiación cuando funcionase a plena potencia.
Hazelius se acercó a la puerta de titanio empotrada en la pared de roca.
—A esta fortaleza la llamamos el Bunker.
«Necesito tu número, cariño», dijo el Isabella.
Hazelius pulsó unas teclas en un pequeño panel numérico.
Poco después, la voz dijo: «Adelante, chicos».
Empezó a subir la puerta.
—¿Por qué hay tanta seguridad? —preguntó Ford.
—Tenemos que proteger una inversión de cuarenta mil millones de dólares. Además, gran parte de nuestro software y nuestro hardware es secreto.
La puerta daba a una gran cueva tallada en roca viva. Olía a polvo y a humo, con un toque de humedad que a Ford le recordó el sótano de su abuela. Después del calor del desierto, se agradecía un poco de frescor. La puerta bajó ruidosamente. Ford parpadeó para ajustar la vista a las lámparas de sodio. Era una cueva enorme, de unos doscientos metros de profundidad y unos quince de altura, como mínimo. Al fondo, justo delante, había una puerta ovalada que daba acceso a un túnel lleno de tubos de acero inoxidable y montones de cables. El agua condensada de la puerta caía al suelo, donde formaba riachuelos que rápidamente desaparecían. A la izquierda, tapando otro boquete cortado en roca viva, habían levantado una pared de bloques de hormigón, que enmarcaba una puerta de acero. En ella estaba escrito «PUENTE». Al otro lado de la cueva había pilas de cajones hidráulicos, vigas y otros materiales de construcción sobrantes, así como maquinaria pesada y media docena de carritos de golf.
Hazelius cogió a Ford por el brazo.
—Por el óvalo del fondo se entra en el Isabella. La niebla es el resultado de la condensación de los imanes superconductores, que tienen que enfriarse con helio líquido cerca del cero absoluto para mantener la superconductividad. El túnel vuelve hacia la meseta, formando un toro de veinticinco kilómetros de diámetro por donde hacemos circular los dos haces de partículas. La flota de carritos eléctricos de golf es para el transporte. Ven, vamos a conocer a la pandilla.
Mientras sus pasos resonaban por aquel espacio digno de una catedral, Ford preguntó despreocupadamente:
—¿Cómo va todo?
—Muchos problemas —dijo Hazelius—. Se encadenan uno detrás de otro.
—¿Como cuál?
—Esta vez es el software.
Se acercaron a la puerta que indicaba «PUENTE». Hazelius se la abrió a Ford; ante ellos se extendía un pasillo de bloques de cemento pintados de color verde lima e iluminados por fluorescentes en el techo.
—La segunda puerta a la derecha. Espera, la abriré.
Ford penetró en una sala circular llena de luz. Por toda la pared había pantallas informáticas enormes, que le daban el aspecto de un puente de nave espacial, con vistas del espacio exterior por las ventanas. Las pantallas no estaban encendidas. El salvapantallas sideral que usaban simultáneamente completaba la sensación de estar en una nave, cruzando un campo estelar. Debajo de las pantallas se sucedían grandes paneles de control y terminales de ordenador. El centro de la sala quedaba por debajo del resto, con una silla giratoria futurista en medio.
La mayoría de los científicos habían interrumpido su trabajo para mirarlos con curiosidad. Ford se quedó sorprendido por su aspecto demacrado, su palidez de habitantes de las cavernas y su ropa arrugada. Tenían peor aspecto que un grupo de estudiantes de posgrado en los exámenes finales. Su mirada buscó instintivamente a Kate Mercer, pero se reprochó rápidamente su interés.
—¿Te suena? —preguntó Hazelius, con un brillo jocoso en la mirada.
Ford miró a su alrededor, sorprendido. Le sonaba, en efecto. De golpe lo entendió.
—Viajando temerariamente a donde nadie ha llegado antes —citó.
Hazelius se rio, encantado.
—¡Justo en el clavo! Es una reproducción del puente de la nave Enterprise de Star Trek. Ha resultado ser un diseño excelente para la sala de control de un acelerador de partículas.
La ilusión de estar en el puente del Enterprise quedaba un poco desvirtuada por la presencia de un cubo de basura del que rebosaban latas de refrescos y cajas de pizza congelada. El suelo estaba sembrado de papeles y envoltorios de chocolatinas. También había una botella sin abrir de Veuve Clicquot, apoyada en la pared.
—Perdona el desorden, pero estamos acabando una prueba. Solo está la mitad del equipo, más o menos; al resto lo conocerás durante la comida. —Se volvió hacia el grupo—. Señoras y señores, permítanme que les presente a la última incorporación a nuestro equipo, Wyman Ford. Es el antropólogo que pedí para que hiciera de enlace con las comunidades locales.
Algunas cabezas saludaron, hubo murmullos de bienvenida y alguna que otra sonrisa fugaz. No pasaba de ser una simple distracción; lo que para él era perfecto.
—Bueno, daremos una vuelta por la sala y haré brevemente las presentaciones. Ya nos conoceremos mejor a la hora de comer.
El grupo esperaba, cansado.
—Este es Tony Wardlaw, el director de seguridad. Su trabajo es evitarnos problemas.
Se acercó un hombre compacto como una tabla de carnicero.
—Encantado.
Llevaba el pelo cortado como un marine, con los lados rapados; postura militar, expresión de ir al grano y una palidez fruto del agotamiento. Tal como esperaba Ford, intentó destrozarle la mano. Él intentó lo mismo.
—Este es George Innes, el psicólogo del grupo. Dirige sesiones semanales y nos ayuda a seguir cuerdos. No sé dónde estaríamos sin la tranquilidad que nos aporta.
Algunas miradas de soslayo y algunos ojos en blanco permitieron a Ford saber dónde opinaban los demás que estarían sin Innes. El apretón de manos del psicólogo fue muy profesional, con la presión y duración exactas. Con sus pantalones caqui de L. L. Bean perfectamente planchados, y su camisa a cuadros, parecía una persona que apreciaba la vida al aire libre. En forma, con aspecto cuidado; daba la sensación de ser uno de esos tipos que creen que todos tienen problemas menos ellos.
—Mucho gusto, Wyman —dijo, mirando por encima de sus gafas de carey—. Supongo que tendrás la sensación de ser un nuevo alumno que entra en clase a mediados de semestre.
—Pues sí.
—Si te apetece hablar, aquí me tienes.
—Gracias.
Hazelius se llevó a Ford hacia un hombre desaliñado de algo más de treinta años, flaco como un clavo, con el pelo rubio, largo y aceitoso.
—Este es Piotr Volkonski, nuestro ingeniero de software. Es de Ekaterimburgo, Rusia. Le llamamos Peter.
Volkonski se despegó a regañadientes del ordenador sobre el que estaba inclinado, y sus ojos inquietos de loco se posaron momentáneamente en Ford. Se limitó a asentir distraídamente, sin darle la mano, a la vez que profería un lacónico:
—Hola.
—Mucho gusto, Peter.
Se volvió otra vez hacia el teclado y siguió escribiendo. Se le marcaban los omóplatos en la camiseta gastada, como a un niño.
—Y este es Ken Dolby, nuestro ingeniero jefe, y diseñador del Isabella. Algún día le harán una estatua en el Smithsonian.
Dolby se acercó tranquilamente; era alto, corpulento, afable, afroamericano, de aproximadamente unos treinta y nueve años y con el aire relajado de un surfista californiano. A Ford le cayó bien enseguida. Parecía una persona sensata. También se le veía exhausto, como a los demás, con los ojos enrojecidos. Le tendió la palma de la mano.
—Bienvenido —dijo—. Espero que no te moleste no encontrarnos en nuestro mejor momento. Algunos llevamos treinta y seis horas sin dormir.
Ford y Hazelius siguieron la ronda.
—Y este es Alan Edelstein, nuestro matemático.
Un hombre en quien Ford apenas se había fijado, sentado aparte de los demás, levantó la mirada del libro que leía: Finnegans Wake, de Joyce. Levantó un solo dedo a guisa de saludo, clavando en Ford sus ojos penetrantes. Su expresión maliciosa parecía indicar que miraba las cosas desde arriba, divertido.
—¿Qué tal el libro? —preguntó Ford.
—De los que se leen de un tirón.
—Alan es de pocas palabras —dijo Hazelius—, pero es muy elocuente con el lenguaje de las matemáticas. Sin olvidar sus poderes de encantador de serpientes.
Edelstein recibió el elogio con una inclinación de la cabeza.
—¿Encantador de serpientes?
—Alan practica una afición algo polémica.
—Tiene serpientes como mascotas —informó Innes—. Parece que sabe tratarlas.
Lo dijo en broma, pero Ford creyó percibir cierta crítica en su tono.
—Las serpientes son interesantes y útiles —se defendió Edelstein, sin apartar la vista del libro—. Comen ratas, que por aquí abundan bastante.
Miró elocuentemente a Innes.
—Alan nos hace un doble favor —dijo Hazelius—. Las trampas Havahart que verás en el Bunker, y que están repartidas por todo el recinto, evitan la presencia de roedores… y de hantavirus. Se los da de comer a sus serpientes.
—¿Cómo se cazan las serpientes de cascabel? —preguntó Ford.
—Con cuidado —contestó Innes por Edelstein con una risa tensa, mientras se subía las gafas.
Los ojos oscuros de Edelstein volvieron a enfocarse en Ford.
—Si ves una, avísame y te lo mostraré.
—Estoy impaciente.
—Perfecto —acortó Hazelius con prisa—. Ahora te presentaré a Rae Chen, nuestra ingeniera informática.
Rápidamente se levantó una chica asiática con un aspecto lo suficientemente juvenil como para que le pidieran la documentación. El gesto de tender la mano hizo oscilar su pelo negro, que le llegaba a la cintura. Iba vestida como una estudiante de Berkeley: una camiseta sucia con el símbolo de la paz delante y unos vaqueros con parches que eran pedazos de la bandera británica.
—Cómo te va, Wyman. Encantada.
En sus ojos negros se adivinaba una inteligencia fuera de lo común, así como algo parecido a la cautela. A menos que fuera simple agotamiento, como los demás.
—Lo mismo digo.
—Pues nada, a seguir trabajando —dijo con alegría forzada, señalando el ordenador con la cabeza.
—Bien, eso es todo —concluyó Hazelius—. Pero ¿dónde está Kate? Creía que estaba haciendo los cálculos de radiación de Hawking.
—Se ha ido temprano —dijo Innes—. Ha dicho que quería preparar la cena.
Hazelius volvió a su sillón y le dio una palmada cariñosa.
—Siempre que el Isabella está en marcha, asistimos al momento de la creación. —Se rio—. Me encanta sentarme en mi sillón de capitán Kirk y ver cómo vamos a donde nadie ha llegado antes.
Al verle arrellanado en el sillón, con una sonrisa y los pies en alto, Ford pensó: «Es el único en toda la sala que no parece muerto de cansancio».