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A Lockwood le sorprendió lo anticuada y desnudamente funcional que era la sala de crisis de la Casa Blanca. Olía como un sótano mal ventilado. Las paredes estaban pintadas de ocre. El centro lo ocupaba una mesa de caoba, con una hilera de micrófonos en medio. Las cuatro paredes estaban cubiertas de monitores de pantalla plana. En las dos más largas se alineaban sillas.

Según el reloj del final de la mesa, feo e institucional, eran las doce en punto de la noche.

Entró el presidente, despierto y decidido, con traje gris, corbata malva y el pelo blanco peinado hacia atrás, y se volvió hacia el suboficial de marina que, aparentemente, llevaba la parte electrónica.

—Abre la línea con el presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor, mi asesor de Seguridad Nacional, el director del Departamento de Seguridad Interna, el director del FBI y el director de Inteligencia Central.

—Sí, señor.

—Ah, no olvides al presidente del Comité de Inteligencia del Senado. No quiero que luego se queje de que no se le ha tenido en cuenta.

Se sentó a la cabecera de la mesa. Roger Morton, el jefe de gabinete, patricio y cauto, ocupó el asiento de su derecha, mientras que Gordon Galdone, el responsable de campaña, grande y desaseado como una cama deshecha, con un traje de Wal-Mart, se sentó al otro lado del presidente. Jean ocupó una silla pegada a la pared, en un rincón, detrás del presidente, y se quedó sentada en el borde, tiesa, con la libreta a punto.

—Bien, empecemos. Los demás ya irán llegando.

—Sí, señor.

Los televisores de pantalla plana ya transmitían la imagen de algunos de los asistentes. El primero fue Jack Strand, el director del FBI. Estaba sentado en su despacho de Quantico, frente a un sello gigante del FBI, y miraba a la cámara sin pestañear; en su cara cuadrada de poli se distinguían cicatrices de un antiguo acné. Era un hombre que inspiraba confianza, o que por lo menos lo intentaba.

Tras él apareció el secretario del Departamento de Energía, un tal Hall, en su despacho de la avenida de la Independencia. En principio era quien se ocupaba del Isabella, pero nunca le había dedicado ni un minuto (era un experto en delegar en los demás); su estado era patético, con la cara rechoncha empapada de sudor y un nudo de la corbata azul tan estrecho que parecía que hubiera intentado ahorcarse.

—Bien —dijo el presidente, juntando las manos en la mesa—, secretario Hall, usted que es el responsable, ¿qué es todo este follón?

—Lo siento, señor presidente —balbuceó Hall—, pero no tengo ni idea. Es algo sin precedentes. No sé qué decir…

El presidente le interrumpió, volviéndose hacia Lockwood.

—¿Quién ha hablado por última vez con el equipo del Isabella? ¿Lo sabes, Stan?

—Probablemente yo. He hablado con mi infiltrado a las siete, y me ha dicho que todo iba bien. Me ha informado de que tenían previsto realizar una prueba, y que bajaría a reunirse con los demás a las ocho. No me ha dado a entender que hubiese ninguna anomalía.

—¿Tienes alguna teoría?

Lockwood había estado dando vueltas a todas las posibilidades, pero ninguna tenía sentido. Conservó un tono ecuánime y sereno, manteniendo a raya el pánico que pugnaba por desbordarse en su interior.

—No estoy seguro de entender bien la situación.

—¿Podría tratarse de algún motín interno? ¿De un sabotaje?

—Puede ser.

El presidente se volvió hacia el presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor, que estaba sentado en su despacho del Pentágono, con el uniforme de campo arrugado.

—General, usted que dirige las unidades de respuesta rápida, ¿cuál queda más cerca?

—La base aérea Nellis, en Nevada.

—¿Y de la Guardia Nacional?

—Flagstaff.

—¿Y el FBI? ¿Qué delegación queda más cerca?

Jack Strand, el director del FBI, contestó desde su pantalla.

—Flagstaff, también.

El presidente reflexionó, arrugando la frente y tamborileando en la mesa con un dedo.

—General, que envíen a investigar al helicóptero más cercano.

Al oírlo, Gordon Galdone, el jefe de campaña, cambió de postura, suspiró y se puso un dedo en los labios carnosos.

«Va a hablar el oráculo», se dijo amargamente Lockwood.

—Señor presidente…

Tenía una voz imponente, un poco como la de Orson Welles en sus años de obesidad.

—Dime, Gordon.

—Me permito señalarle que no es un problema únicamente científico, ni militar. Es un problema político. La prensa y los medios llevan varias semanas preguntando por qué no está en marcha el Isabella. La semana pasada salió un editorial en el Times, y hace cuatro días se suicidó un científico. Los fundamentalistas cristianos están que trinan. Ahora los científicos no se ponen al teléfono, y encima hay un asesor que hace pluriempleo como espía.

—Lo autoricé yo, Gordon —dijo el presidente.

Galdone siguió como si no lo hubiera oído.

—Estamos ante un desastre, señor presidente. Usted dio su apoyo al proyecto Isabella y se le identifica con él. Si no solucionamos enseguida el problema, se llevará un buen batacazo. Enviar un helicóptero para que investigue es una medida que no solucionará nada y que llega tarde. Emplearán toda la noche, y por la mañana seguirá todo igual. Cuando se enteren los medios de comunicación, que Dios nos coja confesados.

—Entonces, ¿qué propones, Gordon?

—Que esté todo arreglado mañana por la mañana.

—¿Cómo?

—Enviando a una unidad con todo lo necesario para controlar el Isabella, desconectarlo y sacar del recinto a los científicos.

—Un momento, un momento —intervino el presidente—. El proyecto Isabella es lo mejor que he hecho. ¿Cómo quieres que lo cierre?

—O lo cierra usted o él le cerrará a usted. A Lockwood le escandalizó que un asesor tuviera tan malos modos con el presidente.

En ese momento intervino Morton.

—Señor presidente, estoy de acuerdo con Gordon. Faltan menos de dos meses para las elecciones, y el tiempo es un lujo del que no disponemos. Hay que cerrar el proyecto Isabella esta misma noche. Para el resto ya habrá tiempo.

—¡Pero si ni siquiera sabemos qué pasa! —exclamó el presidente—. ¿Cómo sabéis que no es un ataque terrorista, o que han tomado rehenes?

—Podría ser —dijo Morton.

Se hizo el silencio. El presidente se volvió hacia la pantalla plana donde estaba su asesor de Seguridad Nacional.

—¿En Inteligencia Nacional tenéis noticias de que haya ocurrido algo grave?

—No que sepamos, señor presidente.

—Bien, entonces mandaremos una unidad, armada y preparada para cualquier tipo de conflicto; pero nada de grandes movilizaciones que puedan alertar a la prensa o hacer que quedemos en ridículo. Una unidad pequeña y de élite, de las fuerzas especiales, que lo cierre y lo blinde todo y saque a los científicos. La operación deberá estar terminada al amanecer. —Se apoyó en el respaldo—. Veamos, ¿quién puede hacerlo?

—La Unidad de Rescate de Rehenes de las Rocosas tiene su base en Denver —respondió el director del FBI—, a menos de seiscientos kilómetros del proyecto Isabella. Son once hombres excelentemente adiestrados, todos ex Delta, formados especialmente para operar en territorio nacional.

—Sí, pero aquí en la CIA… —empezó el director de Inteligencia Central.

—Perfecto —le interrumpió el presidente; luego se volvió hacia Lockwood—. Stan, ¿a ti qué te parece?

Lockwood hizo un esfuerzo para mantener la serenidad.

—Señor presidente, mi opinión es que hablar de incursiones y de comandos es prematuro. Estoy totalmente de acuerdo con lo que ha dicho usted antes, que ante todo deberíamos averiguar qué ocurre. Estoy seguro de que hay una explicación razonable. Mandemos un helicóptero para que eche un vistazo, como quien dice.

Morton intervino decididamente.

—Mañana por la mañana habrán llegado los equipos de todos los informativos del país, y observarán con lupa cualquier cosa que hagamos. Habremos perdido la libertad de acción. Si resulta que los científicos, por el motivo que sea, se han atrincherado en el recinto, podría ser otro Waco.

—¿Waco? —repitió incrédulamente Lockwood—. Estamos hablando de doce eminencias científicas, dirigidas por un premio Nobel. ¡No de una secta de locos!

El jefe de gabinete se volvió hacia el presidente.

—Insisto, señor presidente, y lo repetiré cuantas veces sea necesario; esta operación debe estar terminada sin falta al amanecer. Cuando lleguen los medios de comunicación, la situación cambiará radicalmente. No tenemos tiempo de enviar a nadie para que «eche un vistazo».

La nota de sarcasmo agudizó su voz.

—Estoy totalmente de acuerdo —coincidió Galdone.

—¿No hay alternativa? —preguntó en voz baja el presidente.

—No.

Lockwood tragó saliva. Estaba mareado. Había perdido, y ahora no tendría más remedio que participar en cerrar el Isabella.

—La operación que proponen podría presentar algunas dificultades.

—Explícate.

—El Isabella no se puede desconectar tan fácilmente. Podría provocar una explosión. Los flujos eléctricos son delicados y solo pueden controlarse internamente, a través del ordenador. Si por alguna razón el equipo científico de dentro no… colabora, necesitará a una persona capaz de desconectar el Isabella sin peligro.

—¿A quién me recomiendas?

—Al hombre que ya le he mencionado, Bernard Wolf, el de Los Álamos.

—Mandaremos a buscarle en helicóptero. ¿Y en cuanto a entrar en el Isabella?

—La puerta de acceso al Bunker está blindada contra ataques del exterior. Todos los sistemas de aire acondicionado son de alta seguridad. Si el equipo no puede o no quiere abrir la puerta principal, resultaría difícil llegar hasta ellos.

—¿No hay modo de emergencia?

—Al Departamento de Seguridad Interna le pareció una posible vía de entrada para terroristas.

—Entonces, ¿cómo entramos?

Qué situación, por Dios…

—La mejor manera sería por la puerta principal, con explosivos. Se encuentra a la mitad de un precipicio muy abrupto. Delante hay una gran explanada, pero queda tapada a medias por el acantilado, y estoy seguro de que no podría aterrizar ningún helicóptero militar. La unidad tendrá que tomar tierra arriba, bajar con cuerdas y echar la puerta abajo. Estoy describiendo el peor de los casos. Lo más probable es que los científicos dejen pasar a la unidad sin problemas.

—¿Cómo llevaron la maquinaria pesada, si no hay carretera?

—Usaron la antigua, la de la mina de carbón, pero cuando acabó de construirse el Isabella la dinamitaron. Por seguridad, también.

—Entiendo. Dame más datos de la puerta principal.

—Es un compuesto de titanio en nido de abeja, dificilísimo de cortar. Habría que usar explosivos.

—Consígueme las especificaciones técnicas. ¿Y luego?

—Al entrar hay una cueva grande, y al fondo el túnel del Isabella. A la izquierda está la sala de control, lo que llamamos el Puente. Tiene una puerta de acero inoxidable de casi tres centímetros, que es la última protección contra intrusos. Le proporcionaré los planos.

—¿Nada más, en cuanto a seguridad?

—No, nada más.

—¿Están armados?

—El jefe de inteligencia, Wardlaw, lleva pistola. No se permite ninguna otra arma de fuego.

Morton se volvió hacia el presidente.

—Señor presidente, necesitamos una orden suya para proceder con la operación.

Lockwood vio que el presidente vacilaba y le miraba fugazmente antes de dirigirse al director del FBI.

—Envía a la Unidad de Rescate de Rehenes del FBI. Saca a los científicos de la montaña y desconecta el Isabella.

—Sí, señor presidente.

El jefe de gabinete cerró la carpeta con un ruido seco, que Lockwood sintió como una bofetada en la cara.