La camioneta se quedó sin gasolina justo en la cima de la mesa. Eddy aprovechó la inercia para salir de la carretera y meterse entre las artemisas, donde la camioneta se detuvo de golpe. Sobre los esqueletos de los pinos piñoneros, un débil resplandor en el cielo nocturno localizaba el proyecto Isabella, cinco kilómetros al este.
Bajó de la camioneta, sacó la mochila, se la cargó a la espalda y empezó a caminar por la carretera. Todavía no había salido la luna. Desde la caravana se veían las estrellas, pero allá arriba, en lo alto de la mesa, tenían el aspecto de un fulgor sobrenatural, puntos y remolinos de fosforescencia que llenaban la cúpula celeste. A lo lejos, vagamente recortada en el firmamento, una hilera de torres de alta tensión llevaba hasta el Isabella.
Eddy sentía cada latido de su corazón. Oía retumbar la sangre en sus oídos. Nunca se había sentido tan vivo. Caminó tan deprisa que en veinte minutos llegó al desvío que llevaba al antiguo almacén de Nakai Rock, donde hizo una parada, hasta que decidió echar un vistazo al valle. En pocos minutos se acercó al borde del barranco en el que la carretera bajaba bruscamente hacia el valle. Enfocó los prismáticos hacia el poblado.
En medio del campo había un tipi de grandes dimensiones; la luz parpadeante de una hoguera lo iluminaba por dentro. Cerca del tipi se erigía una estructura improvisada, una cúpula de ramas apoyadas entre sí y cubiertas por lonas que se sujetaban con piedras. Detrás se consumía una fogata, entre cuyas brasas se adivinaba un montón de piedras muy rojas.
Ya lo había visto antes; era temascal navajo.
El aire, seco y sereno, llevó hasta él un eco de cánticos y golpes repetitivos de tambor. Qué raro… Los navajos estaban celebrando una ceremonia. ¿Habrían percibido, también ellos, aquello tan grande e importante que estaba a punto de ocurrir? ¿Habrían sentido la inminente ira de Dios? Pero eran idólatras, adoradores de falsos dioses… Eddy sacudió tristemente la cabeza: «¡Qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida! Y pocos son los que lo encuentran».
El temascal y el tipi no eran más que otra señal de la llegada de los Últimos Días, y de que el demonio caminaba entre ellos.
Aparte de los navajos, el valle parecía desierto, y las pocas casas estaban oscuras. Dio un rodeo, dejando atrás el poblado, y en diez minutos llegó al aeródromo. Los hangares, recortados contra el cielo nocturno, también estaban desiertos. El Anticristo y sus discípulos se habían reunido en el Isabella, dentro de la montaña. Eddy estaba seguro de ello.
Se aproximó a la tela metálica que rodeaba la zona de seguridad, pero no tanto como para que se dispararan las alarmas que suponía estaban conectadas. La cerca reflejaba la luz cruda de las lámparas de sodio. El ascensor del Isabella quedaba unos cientos de metros más allá. Era una estructura alta, fea y sin ventanas, rematada por racimos de antenas y parabólicas. Eddy sentía cómo vibraba el suelo desde muy adentro. También oía el zumbido del Isabella. «Tienen sobre sí, como rey, al Ángel del Abismo, llamado en hebreo “Abaddón”».
Le ardía la mente y el espíritu, como si tuviera fiebre. Contempló las grandes torres de acero que suministraban la electricidad necesaria para el funcionamiento de la máquina. Fácilmente pasarían por el ejército del diablo marchando en la noche. Los cables de alta tensión crepitaban y zumbaban como cabellos cargados de estática. Metió la mano en la mochila y palpó el cuero caliente de su Biblia; su solidez le reconfortó. Tras rezar para darse fuerzas, se acercó a la primera torre, situada a unos cientos de metros.
La miró desde abajo. Los enormes cables se perdían en la noche, y solo se reconocían a causa de las líneas negras que cruzaban las estrellas. Las líneas eléctricas escupían y siseaban como serpientes; el rumor se mezclaba con el gemido del viento entre los cables. La sinfonía de los condenados. Se estremeció hasta el fondo del alma.
Volvió a acordarse de la frase del Apocalipsis: «Para convocarlos a la gran batalla del Gran Día del Dios Todopoderoso». Vendrían. Estaba seguro. Responderían a su llamamiento. Necesitaba estar preparado. Necesitaba un plan.
Empezó a reconocer la zona, tomando notas de la topografía y el terreno, las carreteras, los puntos de acceso, las vallas, las torres y otras estructuras.
Las líneas de alta tensión silbaban y escupían sobre su cabeza. Las estrellas titilaban. La Tierra giraba. Russell Eddy caminaba por la oscuridad, totalmente seguro de sí mismo por primera vez en la vida.