47

—Todos a vuestros puestos —ordenó Hazelius, recuperando su energía. Se volvió hacia el visualizador y dijo—: Bien, vamos a empezar otra vez. ¿Quién diantre eres realmente?

Ford miraba la pantalla, hipnotizado, en espera de que apareciese la respuesta. Se sentía arrastrado casi contra su voluntad.

«Por motivos que ya he explicado, no podéis saber quién soy. La palabra “Dios” se acerca, pero no deja de ser una definición muy pobre».

—¿Formas parte del universo, o estás separado de él? —preguntó Hazelius.

«No existe la separación. Todos somos uno».

—¿Por qué existe el universo?

«El universo existe porque es más simple que nada. También es la razón de que yo exista. El universo no puede ser más simple de lo que es. Es la ley física de la que derivan todas las demás».

—¿Qué podría ser más simple que nada? —preguntó Ford.

«“Nada” no puede existir. Es una paradoja inmediata. El universo es el estado más próximo a nada».

—Si todo es tan simple —preguntó Edelstein—, ¿por qué es tan complejo el universo?

«El universo intrincado que vosotros veis es una propiedad emergente de su simplicidad».

—¿Y qué es esa simplicidad profunda que subyace a todo? —inquirió Edelstein.

«Es la realidad que no cabría en vuestro cerebro humano».

—¡Ya me estoy cansando! —exclamó Edelstein—. ¡Si tan listo eres, deberías poder explicárselo a estos pobres seres humanos tan ignorantes! ¿Qué quieres decir, que sabemos tan poco de la realidad que nuestras leyes físicas son un fiasco?

«Habéis construido vuestras leyes físicas a partir de la premisa de que el tiempo y el espacio existen. Todas vuestras leyes se basan en marcos de referencia, lo cual no es válido. Vuestras queridas suposiciones sobre el mundo real no tardarán mucho en venirse abajo, y a partir de sus cenizas erigiréis un nuevo tipo de ciencia».

—Si nuestras leyes físicas son falsas, ¿cómo se explica que nuestra ciencia tenga un éxito tan espectacular?

«Aunque las leyes de Newton sobre el movimiento sean falsas, sirvieron para que llegaran hombres a la Luna. Con vuestras leyes ocurre lo mismo: son aproximaciones viables, pero fundamentalmente incorrectas».

—Muy bien, entonces, ¿cómo se construyen las leyes de la física sin tiempo ni espacio?

«Perdemos el tiempo discutiendo conceptos metafísicos».

—Entonces, ¿de qué deberíamos discutir? —preguntó Hazelius, interrumpiendo a Edelstein.

«De la razón de que haya venido».

—¿Y cuál es?

«Que tengo que encargaros algo».

De repente la nota del Isabella se distorsionó como la de un tren que se aleja. En algún lugar de la montaña retumbó algo, una vibración de la espina dorsal de la mesa. La pantalla parpadeó, y una lluvia de nieve borró las palabras.

—Mierda —murmuró Dolby—. Mierda.

Aporreó el teclado, tratando de ajustar los controles del software.

—Pero ¿qué está pasando? —exclamó Hazelius.

—Se ha descolimado el haz —dijo Dolby—. ¡Por Dios, Harían, se te han disparado las alarmas! ¡Alan! ¡Vuelve a los servidores! ¿Qué carajo hacéis todos aquí de pie?

—¡A vuestros puestos! —ordenó Hazelius.

El Bunker tembló otra vez. Todos corrieron a sus puestos. En la pantalla había un mensaje nuevo, todavía sin leer.

—Estabilizándose —dijo St. Vincent.

—Ya está otra vez colimado —informó Dolby.

Se le estaba formando una mancha de sudor en la parte trasera de la camiseta.

—¿Los servidores, Alan?

—Controlados.

—¿Y el imán? —preguntó Hazelius.

—Sobreviviendo —contestó Dolby—, pero no nos queda mucho tiempo. Hemos estado cerca.

—Bueno, vamos a ver. —Hazelius se volvió hacia el visualizador—. ¿Nos explicas cuál es el encargo?