Hazelius estaba tendido en el suelo de linóleo. Ford corrió hacia él, seguido por el resto del equipo. Se arrodilló y le buscó el pulso en el cuello. Era fuerte, rápido y constante. Kate le cogió la mano y se la acarició.
—¿Gregory? ¿Gregory?
—Que alguien me dé una linterna —dijo Ford.
Wardlaw le acercó una. Ford abrió uno de los párpados de Hazelius e iluminó la pupila, que se contrajo mucho.
—Agua.
Le pusieron en las manos un vaso de poliestireno. Sacó su pañuelo, lo mojó y se lo pasó a Hazelius por la cara. Los hombros del científico se movieron un poco. Después abrió los ojos y miró a su alrededor con alarma y confusión.
—¿Qué…?
—No pasa nada —le tranquilizó Ford—. Te has desmayado, pero ya está.
Hazelius paseó una mirada estupefacta por la sala, hasta que sus ojos empezaron a indicar que se acordaba, y quiso incorporarse.
—No te esfuerces —le aconsejó Ford, impidiéndoselo—. Espera a que tu cabeza se despeje.
Hazelius se tumbó, mirando al techo.
—Dios mío… —gimió—. No puede ser verdad. No puede estar pasando.
El ambiente estaba muy cargado, con un fuerte olor a aparatos electrónicos calientes. El Isabella se quejaba; era un ruido que llegaba de todas partes, como si fuese la propia montaña la que se lamentaba.
—Ayudadme a sentarme en mi sillón —pidió Hazelius, sin aliento.
Kate le cogió un brazo, y Ford el otro. Le levantaron y se lo llevaron al centro del Puente, a la silla del capitán.
Cogido a los brazos del sillón, Hazelius miró a su alrededor. Ford nunca le había visto los ojos de un azul tan inquietante.
Edelstein preguntó con virulencia:
—¿Era verdad? Lo de los nombres. Tengo que saberlo.
Hazelius asintió.
—Alguna explicación habrá, lógicamente… Sacudió la cabeza.
—Está claro que se lo contaste a alguien —dijo Edelstein—. Alguien se enteró.
—No.
—Quizá el médico que le dijo a tu mujer que estaba embarazada oyó los nombres.
—Se hizo la prueba en casa —dijo Hazelius con voz ronca—. Nos enteramos… una hora antes de que muriera.
—Pues entonces llamó a alguien por teléfono; a su madre, por ejemplo.
Otro gesto enérgico con la cabeza.
—Imposible. Estuve todo el rato con ella. Hicimos juntos la prueba, hablamos de los nombres y ya está. Sesenta minutos. No fuimos a ninguna parte, ni hablamos con nadie. Estaba tan contenta… Fue lo que provocó la rotura del aneurisma; el sentimiento de felicidad por la noticia le aumentó muchísimo la tensión. Hemorragia cerebral.
—Algún truco tiene que haber —insistió Edelstein.
Chen sacudió la cabeza, creando un remolino en su melena negra.
—Alan, los datos salen del agujero en el espacio-tiempo. No proceden de ningún punto del sistema. Les he seguido la pista varias veces. He apagado los procesadores de cada detector y he hecho todo lo que se me ocurría, pero es verdad.
Hazelius respiró entrecortadamente.
—Me ha leído el pensamiento. Igual que a Kate. No hay vuelta de hoja, Alan. No podía saberlo de ninguna manera. Sea lo que sea, conoce nuestros pensamientos más íntimos.
Nadie se movía. Ford intentó entenderlo, buscar una explicación racional. Edelstein estaba en lo cierto: tenía que haber algún truco.
Las siguientes palabras de Hazelius fueron serenas y prácticas.
—La máquina está funcionando sin que la controle nadie. Todos a vuestros puestos.
—¿No vamos a… apagarla? —preguntó Julie Thibodeaux con voz temblorosa.
—En absoluto.
El Isabella seguía en piloto automático, zumbando con una potencia eléctrica descomunal. Las pantallas estaban llenas de nieve. Los detectores entonaban su extraña canción. Los aparatos electrónicos chisporroteaban, como si la tensión de los científicos se hubiera transmitido al ordenador, forzando hasta el límite a la máquina.
—Alan, tú vuelve a los p5 y comprueba que todo siga estable. Kate, quiero que hagas unos cálculos sobre la geometría del agujero en el espacio-tiempo. ¿Adonde va? ¿Dónde desemboca? Melissa, tú ponte a trabajar con Kate, y céntrate en la nube de datos. Analízala en todas las frecuencias y descubre qué demonios es.
—¿Y el malware? —preguntó Dolby, como si la situación le superara.
—Pero ¿no lo entiendes, Ken? No hay ningún malware.
Dolby puso cara de estupefacción.
—¿Crees que es… Dios?
Hazelius le miró a los ojos, inescrutablemente.
—Creo que el Isabella se está comunicando con algo real. Sobre que sea Dios o no, al margen de lo que signifique esa palabra, aún no tenemos bastantes datos. Por eso tenemos que seguir.
Ford miró a su alrededor. Aún no habían digerido del todo la impresión. A Wardlaw le caía el sudor por la cara. Kate y St. Vincent estaban mortalmente pálidos.
Cogió la mano de Kate.
—¿Te encuentras bien?
Ella sacudió la cabeza.
—No estoy segura.
Hazelius habló con Dolby.
—¿Cuánto tiempo podemos seguir?
—Es peligroso mantenerlo a la máxima potencia.
—No te he preguntado si era peligroso. Te he preguntado cuánto tiempo.
—Dos o tres horas.
—Un momento —intervino Innes—, no nos precipitemos. Tenemos que pararnos a pensar qué ha sucedido. Esto… no tiene precedentes.
Hazelius se colocó delante de él.
—George, si a ti te hablara Dios ¿le dejarías con la palabra en la boca?
—¡Vamos, Gregory! ¡No puedes creer de verdad que estemos hablando con Dios!
—Te lo he preguntado en condicional.
—Me niego a responder a hipótesis absurdas.
—George, si nos hemos puesto en contacto con algún tipo de inteligencia universal, no podemos darle la espalda. La oportunidad está aquí y ahora. No durará mucho.
—Esto es una locura —dijo Innes débilmente.
—No, George, no es ninguna locura. Nos ha dado la prueba que le pedíamos. Dos veces. Si es o no Dios, no lo sé, pero sé que pienso montarme en este tren hasta la última estación. —Echó una mirada encendida a su alrededor—. ¿Estáis conmigo?
El canto del Isabella llenaba la sala. Las pantallas parpadeaban. Nadie dijo nada, pero Ford leyó un sí en todas las caras.