Cuando Stanton Lockwood llegó al Despacho Oval para la reunión de emergencia, el presidente estaba paseando por el centro de la sala como un león enjaulado. Roger Morton, su jefe de gabinete, y el ubicuo responsable de la campaña, Gordon Galdone, flanqueaban la zona de paseo como árbitros. Su siempre silenciosa secretaria, Jean, sujetaba con remilgo el cuaderno de taquigrafía. A Lockwood le sorprendió ver al consejero de Seguridad Nacional del presidente en una videoconferencia, ocupando la mitad de una pantalla en cuya otra mitad estaba Jack Strand, el director del FBI.
—¡Stanton! —El presidente se acercó y le dio la mano—. Me alegro de que hayas podido venir tan deprisa.
—No faltaría más, señor presidente.
—Siéntate.
Lockwood se sentó, mientras que el presidente se quedó de pie.
—Stan, he convocado esta pequeña reunión porque Jack acaba de informarme de que en Arizona hay problemas con el proyecto Isabella. Hacia las ocho, hora local, se han interrumpido todas las comunicaciones con el Isabella en ambos sentidos; bueno, para ser más exactos, con toda Red Mesa. El hombre que lleva el proyecto desde el Departamento de Energía ha intentado hablar con ellos por las líneas restringidas, las abiertas de móvil y hasta las fijas, pero nada. El Isabella está funcionando a toda potencia, y parece que el equipo está allí abajo, en el Bunker, completamente aislado. Después de pasar por varios filtros, han informado de la situación al director Strand, que me lo ha notificado a mí.
Lockwood asintió con la cabeza. Era muy raro. Los sistemas de refuerzo tenían sus propios sistemas de refuerzo. No tenía por qué suceder. Ni podía.
—Debe de tratarse de algún fallo —dijo el presidente—; se habrán quedado sin corriente. Prefiero no darle más importancia, y menos en un momento tan delicado.
Lockwood sabía que «momento delicado» era un eufemismo del presidente para referirse a las elecciones que se avecinaban.
El presidente siguió caminando.
—Y encima no es el único problema. —Se volvió hacia su secretaria—. Adelante, Jean.
Bajó del techo una pantalla, en la que apareció tras un siseo de estática la imagen del reverendo Don T. Spates, sentado a su mesa redonda de cerezo, frente a una eminencia gris. Su voz salía de los altavoces como un trueno. Era una versión abreviada de ocho minutos, con lo más significativo del programa. Al término de la proyección, el presidente dejó de caminar y miró a Lockwood.
—Ahí tienes el segundo problema.
Lockwood respiró hondo.
—Señor presidente, yo no me preocuparía demasiado. Es una locura. Solo se lo creerán los extremistas.
El presidente se volvió hacia su jefe de gabinete.
—Díselo, Roger.
Los dedos anchos y aplastados de Morton ajustaron la corbata con tranquilidad, mientras sus ojos grises observaban a Lockwood.
—Antes del final de América: mesa redonda, la Casa Blanca ya había recibido casi cien mil e-mails. Hace media hora se alcanzaron los doscientos mil. No tengo el último recuento porque los servidores se han colgado.
Lockwood sintió un escalofrío de horror.
—No he visto nada igual en todos los años que llevo en la política —dijo el presidente—. ¡Y justo ahora el puñetero proyecto Isabella enmudece! ¡Parece mentira!
Lockwood miró a Galdone, pero el lúgubre jefe de campaña se reservaba su opinión, como de costumbre.
—¿Se podría mandar a alguien para ver qué ocurre?
Quien respondió fue el director del FBI.
—Lo estamos sopesando. Quizá un pequeño equipo… por si se produjera… alguna emergencia…
—¿Emergencia?
—No es descartable que sean terroristas, o algún tipo de motín interno. Se trata de una posibilidad muy remota, pero que hay que tener en cuenta.
Lockwood sintió una creciente sensación de irrealidad.
—En fin, Stanton —dijo el presidente, juntando las manos en la espalda—, tú llevas el proyecto Isabella. ¿Qué demonios está pasando?
Lockwood carraspeó.
—Lo único que puedo decir es que es muy extraño, y que se salta todos los protocolos. La verdad es que no lo entiendo, a menos que…
—¿A menos que qué? —preguntó el presidente.
—Que los científicos hayan desconectado adrede el sistema de comunicaciones.
—¿Cómo podemos saberlo?
Lockwood pensó un rato.
—En Los Álamos hay un tal Bernard Wolf que era el brazo derecho del ingeniero jefe, Ken Dolby, el que diseñó el Isabella. Wolf sabe cómo está montado todo; conoce los sistemas, los ordenadores y cómo funciona el conjunto. También debería tener un juego completo de planos.
El presidente se volvió hacia su jefe de gabinete.
—Quiero que ahora mismo le localicéis.
—Sí, señor presidente.
Morton hizo salir escopeteado a su ayudante. Después se acercó a la ventana y se volvió. Tenía la cara roja, y se le marcaba un poco el pulso en las venas del cuello. Miró directamente a Lockwood.
—Stan, desde hace semanas no he hecho otra cosa que decirte lo preocupado que estaba porque el proyecto Isabella no avanzaba. ¿Se puede saber qué diantre has estado haciendo?
Su tono dejó de piedra a Lockwood. Hacía años que nadie le hablaba así. Mantuvo un estricto control de su voz.
—Trabajar día y noche en el asunto. Incluso tengo un infiltrado.
—¿Un infiltrado? ¡Madre mía! ¿Sin pasar por mí?
—Lo autoricé yo —dijo el presidente con cierta dureza—. Vamos, menos comportarse como unos gallitos y más centrarse en el problema.
—¿Y qué se supone que hace exactamente tu infiltrado? —preguntó Morton sin hacer caso al presidente.
—Investigar el retraso e intentar averiguar el motivo.
—¿Y?
—Espero resultados para mañana.
—¿Cómo te pones en contacto con él?
—Por satélite, con un teléfono secreto —dijo Lockwood—. Lo malo es si está en el Bunker, con los demás, porque bajo tierra no funciona.
—Inténtalo de todos modos.
Con mano temblorosa, Lockwood escribió el número en un papelito y se lo dio a Jean.
—Ponlo por el altavoz —ordenó Morton.
El teléfono sonó cinco, diez, quince veces.
—Ya está bien —dijo Morton, mirando a Lockwood fijamente. Después se volvió hacia el presidente—. Si me permite el consejo, señor presidente, yo trasladaría la reunión a la sala de crisis; intuyo que nos espera una noche muy larga.
Lockwood se quedó mirando el gran sello en la alfombra. Parecía todo tan irreal… ¿Sería posible que también hubieran convencido a Ford?